Una casa, un historiador
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Una casa, un historiador
Una casa, un historiador
A principios de octubre de 1965, mi madre, temerosa de que mis notorias excentricidades me abrieran las puertas de los recién estrenados campamentos de las UMAP, se las agenció —gracias a los buenos oficios de una amiga— para internarme en un preuniversitario de La Habana. La escuela respondía al flamante nombre revolucionario de “Héroes de Yaguajay”, que funcionaba en los predios usurpados del prestigioso Colegio Lestonnac, en el Biltmore, rebautizado por la revolución como Siboney.
En la gigantesca escuela sólo había espacio ahora para las aulas donde estudiaban 2,500 alumnos, albergados en docenas, si no centenares, de casas aledañas cuyos dueños se habían marchado al exilio. Para el tiempo en que yo llegué de becario a una de esas casas —de las últimas y más modernas que se fabricaran en La Habana de los años cincuenta— ya sus nuevos habitantes se habían encargado de afearlas y deteriorarlas. Con profunda tristeza era testigo, al ir a clases y al regreso al albergue, de la obra destructora de la revolución: paredes desportilladas y despintadas, vidrios rotos, jardines inundados por la maleza o convertidos en auténticos muladares. Nunca, ni en la cárcel, he estado tan cerca de la depresión como en los pocos meses que pasé en aquel barrio.
Vivía yo, con una veintena de estudiantes, en el número 1506 de la Calle 204, una casa agradable, aunque más bien modesta para los criterios de la zona (tres dormitorios y dos baños, la sala separada del comedor por una puerta vidriera con un estudio entrando a mano izquierda), a la que ya se le iban notando los estragos impuestos por la multitud de varones que la habitaban. Casi frente por frente a nuestro albergue se destacaba la excepción: una vivienda pintada y cuidada de una sola planta, con un césped frontal pulcramente podado, en medio del cual un discreto cartel sujeto al suelo resaltaba como un reto la propiedad privada. Decía sencillamente “Guerra”, sin que uno dejara de pensar, a primera vista, que se trataba de una declaración de hostilidades.
En enero de 1966, Romualdo González Agüero, obispo de la Iglesia Episcopal de Cuba, falleció en Estados Unidos debido a un cáncer pulmonar. Enterado de la noticia por el periódico El Mundo, que aún circulaba, decidí, ya al anochecer, ir hasta el teléfono público que quedaba a dos cuadras para hacer una llamada de condolencia a la oficina de nuestra catedral. Como tantas veces en Cuba, el teléfono estaba roto y alguien, para advertirlo, había dejado el auricular descolgado. Regresaba de mi fallida expedición cuando, al pasar frente a la casa de estos enigmáticos Guerra, tomé la determinación —con la audacia típica de los adolescentes— de tocar a la puerta y, explicándoles mis razones, pedirles que me permitiesen usar el teléfono.
Al timbre respondió una señora de mediana edad y porte distinguido que, receptiva a mi argumento, me invitó a pasar y de inmediato me hizo sentir acogido. La puerta de la calle daba directamente a un salón bastante grande, separado del comedor, que corría paralelo a esta sala, por un tabique cuyos detalles no puedo precisar ahora a la distancia de tantos años. Cerca de la puerta, sentado en una butaca de piel, con una manta de lana roja a cuadros sobre las piernas y junto a un calefactor portátil —porque era noche bastante fría— leía ensimismado un anciano algo rollizo que ni siquiera levantó la vista del libro para enterarse de quien llegaba.
La señora me condujo a un estudio, no muy grande, donde estaba el teléfono. Llamé a la catedral episcopal inútilmente (a esas horas ya estaban cerradas las oficinas), pero, a instancias de mi anfitriona, me senté a conversar un ratito. Se llamaba Graciela, —Guerra, desde luego— y vivía sola en aquella casa con su padre, de quien empezaban a preocuparle algunos olvidos y distracciones. Me dijo que todas las veces que quisiera podía venir a llamar por teléfono y a conversar con ella, si así me placía.
Yo le tomé la palabra y me fui a dormir esa noche contento de haber hallado un oasis de finesse en medio de la barbarie que me circundaba. A partir de entonces, cada vez que tenía una oportunidad o un rato libre, cruzaba la calle y tocaba el timbre de los Guerra, a lo que invariablemente respondían los ladridos de Linda, una perra pequeña y vulgar que no le hacía ningún honor al nombre. Así fue creciendo una amistad en la que a mí me tocaba la parte de escuchar anécdotas personales, opiniones acerca de figuras políticas —nacionales y extranjeras—, comentarios de obras literarias, de teatro, de ópera…. En la mesa de la sala de Graciela se mezclaban The Economist, Time, Paris Match, entre otras publicaciones extranjeras que, según me decía, algunos amigos le facilitaban. La casa de los Guerra se convirtió, de súbito, en un taller de ilustración donde suplían los saberes que me faltaban en mi colegio comunista. En casi todas esas visitas, el anciano solía leer en su butacón sin intervenir en nuestra plática.
Por esos días, en la escuela nos pusieron como obligada lectura de equipo Azúcar y población en las Antillas, el ensayo en que Ramiro Guerra hacía un enérgico alegato contra el latifundismo y la injerencia de los capitales norteamericanos en la riqueza agrícola de Cuba. Casi 40 años después, la realidad era bastante otra, pero el texto servía a la propaganda oficial que presumía de fidelidad a esas antiguas reivindicaciones. Mientras discutía el libro con cuatro o cinco compañeros en la sala de la casa que me servía de albergue, me vino de pronto una duda que era, al mismo tiempo, como una suerte de revelación: ¿sería Ramiro Guerra el viejito de enfrente?
Estuve un par de días dándole vueltas a esa duda, hasta que, por otra serie de pequeños detalles tomados al vuelo en aquellas conversaciones, llegué a estar casi seguro de que mi vecino era, ni más ni menos, el más importante e ilustre de los historiadores cubanos del siglo XX. En la próxima visita, le pregunté, con fingida inocencia a Graciela:
— ¿Son ustedes familia de Ramiro Guerra, el historiador?
Ella hizo una pausa, al tiempo que se le iluminaba la mirada y me respondió con sólo dos palabras mientras me señalaba al anciano que, impertérrito, seguía leyendo, ajeno por completo a nuestra conversación:
—Es él.
Cuando yo le di testimonio de mi admiración —genuina, por demás—, ella creyó pertinente sacar a su padre de su ensimismamiento para que me conociera. Él fue muy afable. Ella insistió en que se levantara y fuera hasta el estudio y me firmara un ejemplar de su último discurso (un panegírico a Maceo pronunciado en el Cacahual el 7 de diciembre de 1960). Hasta mi salida de Cuba conservé el folleto con la dedicatoria convencional y alentadora al joven estudiante que era yo entonces. Su letra ya era un poco insegura.
A partir de ahí, y por el resto del tiempo que viví en La Habana en esa temporada, mi amistad con Graciela Guerra se convirtió en un acto de complicidad, en el que muchas veces terminé comiendo en su casa y otras, compartiendo con ella artículos que yo adquiría en el mercado negro y que a veces faltaban en su despensa. Ahora, en mis visitas, su padre se animaba a veces a intervenir y el maestro que nunca dejó de haber en él lo motivaba a indagar sobre los métodos de aprendizaje a que me sometían en ese engendro de instituto en el que yo estudiaba. Cuando, para escandalizarlo, le repetía los rudimentos de marxismo con que se empeñaban en explicarnos la historia, él solía mover la cabeza con un gesto que transitaba de la incredulidad a la sorna.
La historia de Cuba, a la que había hecho contribuciones tan decisivas, era una constante referencia en su conversación. Le apasionaba la guerra de los Diez Años, a cuyo estudio había dedicado una obra entera. La veía como un episodio seminal y de alguna manera insuperable de nuestra identidad nacional. Admiraba sinceramente a aquellos patricios que habían expuesto la fortuna y la vida en pro de una nación que entonces sólo parecía estar en sus cabezas. (Muchos años después, Leví Marrero me diría que no se había animado a abordar la guerra de los Diez Años como parte de su monumental Cuba, economía y sociedad por creer que el aporte de Ramiro Guerra al tema era definitivo).
Meses más tarde yo dejaba la beca para huir de aquel barrio que se había transformado en una especie de “solar” gigantesco y mis contactos con los Guerra se fueron espaciando. Hablaba por teléfono con Graciela y alguna vez le enviaba paquetes con vituallas hasta que nuestra comunicación cesó casi del todo con mi ingreso en la cárcel a fines de 1968; para entonces, su padre se había hundido en la senilidad. Cuando murió, casi a los 91 años, en octubre de 1970, yo estaba aún en prisión y me enteré por los periódicos. A poco de que me liberaran, en mayo de 1971, fui a visitar a Graciela, cuando ya ella estaba en los preparativos de su salida del país. Me contó entonces como había sido el fin terrible de uno de los primeros intelectuales de Cuba: Ramiro Guerra había vuelto completamente a la primera infancia y gateaba desnudo por la casa, reducido todo su discurso a las tres palabras elementales de “mamá, papá y nené”. Ese día me convencí del inmenso valor de la eutanasia.
Treinta años después de que la muerte de un obispo me llevara a la puerta de nuestro célebre historiador, el periodista Armando López, que era entonces mi huésped, me preguntó si era posible recibir, por tres o cuatro días, a un amigo suyo, recién salido de Cuba, que venía de turista a Nueva York. En ese momento vivía yo en una casa bastante amplia en Guttenberg, Nueva Jersey, a unos 15 minutos de Manhattan, cuyo perfil era visible apenas se ponía un pie en la calle.
No tuve ningún inconveniente en recibir al desconocido, que llegó días más tarde. Se llamaba Juan Carlos y había estado siete años en la cárcel a pesar de venir de la familia de un alto dirigente comunista y de haber sido él mismo miembro de algún aparato de inteligencia o de seguridad. Tenía mi misma edad y, como cualquier turista típico, se dedicó, con avidez, a visitar los sitios emblemáticos de la ciudad: el Empire State, la estatua de La Libertad, el Museo Metropolitano de Arte… La víspera de su regreso, se quedó conversando conmigo en mi estudio después de cenar y hablamos de política, de literatura, de cine. El nombre de James Dean me llevó a recordar la noche en que había ido a ver Rebelde sin causa en el Shakespeare’s Public Theather como parte de un ciclo-homenaje a Natalie Wood, al poco tiempo de su muerte. Le contaba a Juan Carlos como, a la salida del cine, en circunstancias bastante insólitas, había conocido al dramaturgo cubano Juan Guerra. En ese momento, él me interrumpió para decirme:
— Yo también conocí a Juan Guerra.
— No puede ser —le respondí— porque tú tienes mi edad y Juan Guerra se fue de Cuba muy al principio de la revolución, cuando éramos niños, y murió en 1986, estando tú aún en Cuba.
— Cierto, pero yo conocí en Cuba a un escritor de apellido Guerra que vivía en el reparto Siboney.
¿Guerra? ¿Siboney? Sin dudar le dije:
— Ése era Ramiro Guerra. ¿Dónde lo conociste?
— De becado estuve viviendo en la casa de enfrente.
— Yo también. ¿En qué año fue eso?
— Entre 1965 y 1966.
— Yo también. ¿Y cómo fue el encuentro?
— Nos llevó a verlo, a mí y a dos o tres más, un compañero nuestro, un flaco de Las Villas que se había hecho amigo de la familia.
—Ese flaco era yo.
De repente, ambos nos quedamos mirándonos, haciendo el esfuerzo de reponer, sobre el rostro actual, los rasgos del otro que, borrosamente, guardaba la memoria. Yo creo haberlo logrado, sólo para asustarme y sentir, de súbito, un vértigo real: por un momento me pareció que los libros de las estanterías empezaban a girar como en una auténtica máquina del tiempo.
Hacía fines del siglo, el Centro Cultural Cubano de Nueva York celebró un simposio extraordinario sobre Félix Varela en el salón parroquial de la iglesia que él fundara para irlandeses pobres en lo que ahora es el Barrio Chino de Manhattan. Entre los invitados a participar se encontraba el Ing. Juan Navia, que vivía en Birmingham, Alabama, y quien, después de jubilado, había iniciado estudios de teología y estaba haciendo su tesis doctoral en la vida y pensamiento de Varela. La presidenta del Centro, sabedora de que yo disponía de un cuarto de visitas, me preguntó si podía recibir a Navia. No tuve objeción y ella lo trajo directamente del aeropuerto a casa.
No bien abrí la puerta me encontré con un cubano —de esa estirpe ya en vías de extinción— en que armonizan la auténtica fineza de espíritu con la más cómoda campechanía: la desenvoltura en que siempre radica la genuina elegancia. Me cayó bien a primera vista, y creo que yo también a él. Nos fuimos a comer por el barrio y, de regreso a casa, mientras hacíamos la sobremesa, me dijo que se sentía preocupado por su madre. Teniendo en cuenta que él se acercaba entonces a los setenta años, la madre debía haber sido muy anciana.
— Me preocupa porque vive sola.
— ¿Y está bien de la mente?
— Sí, salvo que ya empiezan a olvidársele algunas cosas y temo que pueda, por ejemplo, dejar abierta la llave del gas.
Yo opiné que es una gran fortuna llegar a la vejez con las facultades mentales intactas. Lo contrario es pavoroso, y le puse de ejemplo el caso de Ramiro Guerra, que siendo una de nuestras primeras inteligencias había regresado a la más elemental puerilidad. A a un cubano de su generación y su cultura no era necesario explicarle quién era Guerra. Di por sentado que lo sabría. Sin embargo, no estaba preparado para su respuesta:
— Era una gran persona. Lo estimé mucho.
— ¿Y dónde lo conoció?
— Yo vivía en la casa de enfrente.
Ahora le tocaba el turno a él de sorprenderse cuando le pregunté:
— ¿En el número 1506 de la Calle 204?
— ¿Y cómo lo sabe? —me respondió con verdadero asombro.
— Porque yo también viví allí cuando ya era un albergue de becados.
Siempre me preguntaba de quién había sido esa casa que, de algún modo, ayudábamos a destruir.
Y para que no le quedasen dudas, tomé un papel que tenía a la mano y le hice un plano rudimentario de la casa. Advertí un brillo particular en sus ojos, como alguien que estuviese a punto de llorar.
—Ésa ha sido mi única casa. Las demás las he comprado fabricadas; pero el plano de ésa lo hice yo, con ayuda de quien sería mi esposa, cuando íbamos a casarnos. En el estudio que daba a la sala tenía un laboratorio.
A esa hora, él llamó por teléfono a su mujer para contarle que yo había sido su involuntario huésped más de 30 años antes de que él lo fuera mío.
El encuentro de esa noche, con su misteriosa simetría, venía a cerrar un círculo, en medio del cual habitaba la sombra del historiador.
Vicente Echerri
Nueva York
http://www.penultimosdias.com/2011/12/20/una-casa-un-historiador/
- Vicente Echerri
Nueva York, EE UU
A principios de octubre de 1965, mi madre, temerosa de que mis notorias excentricidades me abrieran las puertas de los recién estrenados campamentos de las UMAP, se las agenció —gracias a los buenos oficios de una amiga— para internarme en un preuniversitario de La Habana. La escuela respondía al flamante nombre revolucionario de “Héroes de Yaguajay”, que funcionaba en los predios usurpados del prestigioso Colegio Lestonnac, en el Biltmore, rebautizado por la revolución como Siboney.
En la gigantesca escuela sólo había espacio ahora para las aulas donde estudiaban 2,500 alumnos, albergados en docenas, si no centenares, de casas aledañas cuyos dueños se habían marchado al exilio. Para el tiempo en que yo llegué de becario a una de esas casas —de las últimas y más modernas que se fabricaran en La Habana de los años cincuenta— ya sus nuevos habitantes se habían encargado de afearlas y deteriorarlas. Con profunda tristeza era testigo, al ir a clases y al regreso al albergue, de la obra destructora de la revolución: paredes desportilladas y despintadas, vidrios rotos, jardines inundados por la maleza o convertidos en auténticos muladares. Nunca, ni en la cárcel, he estado tan cerca de la depresión como en los pocos meses que pasé en aquel barrio.
Vivía yo, con una veintena de estudiantes, en el número 1506 de la Calle 204, una casa agradable, aunque más bien modesta para los criterios de la zona (tres dormitorios y dos baños, la sala separada del comedor por una puerta vidriera con un estudio entrando a mano izquierda), a la que ya se le iban notando los estragos impuestos por la multitud de varones que la habitaban. Casi frente por frente a nuestro albergue se destacaba la excepción: una vivienda pintada y cuidada de una sola planta, con un césped frontal pulcramente podado, en medio del cual un discreto cartel sujeto al suelo resaltaba como un reto la propiedad privada. Decía sencillamente “Guerra”, sin que uno dejara de pensar, a primera vista, que se trataba de una declaración de hostilidades.
En enero de 1966, Romualdo González Agüero, obispo de la Iglesia Episcopal de Cuba, falleció en Estados Unidos debido a un cáncer pulmonar. Enterado de la noticia por el periódico El Mundo, que aún circulaba, decidí, ya al anochecer, ir hasta el teléfono público que quedaba a dos cuadras para hacer una llamada de condolencia a la oficina de nuestra catedral. Como tantas veces en Cuba, el teléfono estaba roto y alguien, para advertirlo, había dejado el auricular descolgado. Regresaba de mi fallida expedición cuando, al pasar frente a la casa de estos enigmáticos Guerra, tomé la determinación —con la audacia típica de los adolescentes— de tocar a la puerta y, explicándoles mis razones, pedirles que me permitiesen usar el teléfono.
Al timbre respondió una señora de mediana edad y porte distinguido que, receptiva a mi argumento, me invitó a pasar y de inmediato me hizo sentir acogido. La puerta de la calle daba directamente a un salón bastante grande, separado del comedor, que corría paralelo a esta sala, por un tabique cuyos detalles no puedo precisar ahora a la distancia de tantos años. Cerca de la puerta, sentado en una butaca de piel, con una manta de lana roja a cuadros sobre las piernas y junto a un calefactor portátil —porque era noche bastante fría— leía ensimismado un anciano algo rollizo que ni siquiera levantó la vista del libro para enterarse de quien llegaba.
La señora me condujo a un estudio, no muy grande, donde estaba el teléfono. Llamé a la catedral episcopal inútilmente (a esas horas ya estaban cerradas las oficinas), pero, a instancias de mi anfitriona, me senté a conversar un ratito. Se llamaba Graciela, —Guerra, desde luego— y vivía sola en aquella casa con su padre, de quien empezaban a preocuparle algunos olvidos y distracciones. Me dijo que todas las veces que quisiera podía venir a llamar por teléfono y a conversar con ella, si así me placía.
Yo le tomé la palabra y me fui a dormir esa noche contento de haber hallado un oasis de finesse en medio de la barbarie que me circundaba. A partir de entonces, cada vez que tenía una oportunidad o un rato libre, cruzaba la calle y tocaba el timbre de los Guerra, a lo que invariablemente respondían los ladridos de Linda, una perra pequeña y vulgar que no le hacía ningún honor al nombre. Así fue creciendo una amistad en la que a mí me tocaba la parte de escuchar anécdotas personales, opiniones acerca de figuras políticas —nacionales y extranjeras—, comentarios de obras literarias, de teatro, de ópera…. En la mesa de la sala de Graciela se mezclaban The Economist, Time, Paris Match, entre otras publicaciones extranjeras que, según me decía, algunos amigos le facilitaban. La casa de los Guerra se convirtió, de súbito, en un taller de ilustración donde suplían los saberes que me faltaban en mi colegio comunista. En casi todas esas visitas, el anciano solía leer en su butacón sin intervenir en nuestra plática.
Por esos días, en la escuela nos pusieron como obligada lectura de equipo Azúcar y población en las Antillas, el ensayo en que Ramiro Guerra hacía un enérgico alegato contra el latifundismo y la injerencia de los capitales norteamericanos en la riqueza agrícola de Cuba. Casi 40 años después, la realidad era bastante otra, pero el texto servía a la propaganda oficial que presumía de fidelidad a esas antiguas reivindicaciones. Mientras discutía el libro con cuatro o cinco compañeros en la sala de la casa que me servía de albergue, me vino de pronto una duda que era, al mismo tiempo, como una suerte de revelación: ¿sería Ramiro Guerra el viejito de enfrente?
Estuve un par de días dándole vueltas a esa duda, hasta que, por otra serie de pequeños detalles tomados al vuelo en aquellas conversaciones, llegué a estar casi seguro de que mi vecino era, ni más ni menos, el más importante e ilustre de los historiadores cubanos del siglo XX. En la próxima visita, le pregunté, con fingida inocencia a Graciela:
— ¿Son ustedes familia de Ramiro Guerra, el historiador?
Ella hizo una pausa, al tiempo que se le iluminaba la mirada y me respondió con sólo dos palabras mientras me señalaba al anciano que, impertérrito, seguía leyendo, ajeno por completo a nuestra conversación:
—Es él.
Cuando yo le di testimonio de mi admiración —genuina, por demás—, ella creyó pertinente sacar a su padre de su ensimismamiento para que me conociera. Él fue muy afable. Ella insistió en que se levantara y fuera hasta el estudio y me firmara un ejemplar de su último discurso (un panegírico a Maceo pronunciado en el Cacahual el 7 de diciembre de 1960). Hasta mi salida de Cuba conservé el folleto con la dedicatoria convencional y alentadora al joven estudiante que era yo entonces. Su letra ya era un poco insegura.
A partir de ahí, y por el resto del tiempo que viví en La Habana en esa temporada, mi amistad con Graciela Guerra se convirtió en un acto de complicidad, en el que muchas veces terminé comiendo en su casa y otras, compartiendo con ella artículos que yo adquiría en el mercado negro y que a veces faltaban en su despensa. Ahora, en mis visitas, su padre se animaba a veces a intervenir y el maestro que nunca dejó de haber en él lo motivaba a indagar sobre los métodos de aprendizaje a que me sometían en ese engendro de instituto en el que yo estudiaba. Cuando, para escandalizarlo, le repetía los rudimentos de marxismo con que se empeñaban en explicarnos la historia, él solía mover la cabeza con un gesto que transitaba de la incredulidad a la sorna.
La historia de Cuba, a la que había hecho contribuciones tan decisivas, era una constante referencia en su conversación. Le apasionaba la guerra de los Diez Años, a cuyo estudio había dedicado una obra entera. La veía como un episodio seminal y de alguna manera insuperable de nuestra identidad nacional. Admiraba sinceramente a aquellos patricios que habían expuesto la fortuna y la vida en pro de una nación que entonces sólo parecía estar en sus cabezas. (Muchos años después, Leví Marrero me diría que no se había animado a abordar la guerra de los Diez Años como parte de su monumental Cuba, economía y sociedad por creer que el aporte de Ramiro Guerra al tema era definitivo).
Meses más tarde yo dejaba la beca para huir de aquel barrio que se había transformado en una especie de “solar” gigantesco y mis contactos con los Guerra se fueron espaciando. Hablaba por teléfono con Graciela y alguna vez le enviaba paquetes con vituallas hasta que nuestra comunicación cesó casi del todo con mi ingreso en la cárcel a fines de 1968; para entonces, su padre se había hundido en la senilidad. Cuando murió, casi a los 91 años, en octubre de 1970, yo estaba aún en prisión y me enteré por los periódicos. A poco de que me liberaran, en mayo de 1971, fui a visitar a Graciela, cuando ya ella estaba en los preparativos de su salida del país. Me contó entonces como había sido el fin terrible de uno de los primeros intelectuales de Cuba: Ramiro Guerra había vuelto completamente a la primera infancia y gateaba desnudo por la casa, reducido todo su discurso a las tres palabras elementales de “mamá, papá y nené”. Ese día me convencí del inmenso valor de la eutanasia.
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Treinta años después de que la muerte de un obispo me llevara a la puerta de nuestro célebre historiador, el periodista Armando López, que era entonces mi huésped, me preguntó si era posible recibir, por tres o cuatro días, a un amigo suyo, recién salido de Cuba, que venía de turista a Nueva York. En ese momento vivía yo en una casa bastante amplia en Guttenberg, Nueva Jersey, a unos 15 minutos de Manhattan, cuyo perfil era visible apenas se ponía un pie en la calle.
No tuve ningún inconveniente en recibir al desconocido, que llegó días más tarde. Se llamaba Juan Carlos y había estado siete años en la cárcel a pesar de venir de la familia de un alto dirigente comunista y de haber sido él mismo miembro de algún aparato de inteligencia o de seguridad. Tenía mi misma edad y, como cualquier turista típico, se dedicó, con avidez, a visitar los sitios emblemáticos de la ciudad: el Empire State, la estatua de La Libertad, el Museo Metropolitano de Arte… La víspera de su regreso, se quedó conversando conmigo en mi estudio después de cenar y hablamos de política, de literatura, de cine. El nombre de James Dean me llevó a recordar la noche en que había ido a ver Rebelde sin causa en el Shakespeare’s Public Theather como parte de un ciclo-homenaje a Natalie Wood, al poco tiempo de su muerte. Le contaba a Juan Carlos como, a la salida del cine, en circunstancias bastante insólitas, había conocido al dramaturgo cubano Juan Guerra. En ese momento, él me interrumpió para decirme:
— Yo también conocí a Juan Guerra.
— No puede ser —le respondí— porque tú tienes mi edad y Juan Guerra se fue de Cuba muy al principio de la revolución, cuando éramos niños, y murió en 1986, estando tú aún en Cuba.
— Cierto, pero yo conocí en Cuba a un escritor de apellido Guerra que vivía en el reparto Siboney.
¿Guerra? ¿Siboney? Sin dudar le dije:
— Ése era Ramiro Guerra. ¿Dónde lo conociste?
— De becado estuve viviendo en la casa de enfrente.
— Yo también. ¿En qué año fue eso?
— Entre 1965 y 1966.
— Yo también. ¿Y cómo fue el encuentro?
— Nos llevó a verlo, a mí y a dos o tres más, un compañero nuestro, un flaco de Las Villas que se había hecho amigo de la familia.
—Ese flaco era yo.
De repente, ambos nos quedamos mirándonos, haciendo el esfuerzo de reponer, sobre el rostro actual, los rasgos del otro que, borrosamente, guardaba la memoria. Yo creo haberlo logrado, sólo para asustarme y sentir, de súbito, un vértigo real: por un momento me pareció que los libros de las estanterías empezaban a girar como en una auténtica máquina del tiempo.
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Hacía fines del siglo, el Centro Cultural Cubano de Nueva York celebró un simposio extraordinario sobre Félix Varela en el salón parroquial de la iglesia que él fundara para irlandeses pobres en lo que ahora es el Barrio Chino de Manhattan. Entre los invitados a participar se encontraba el Ing. Juan Navia, que vivía en Birmingham, Alabama, y quien, después de jubilado, había iniciado estudios de teología y estaba haciendo su tesis doctoral en la vida y pensamiento de Varela. La presidenta del Centro, sabedora de que yo disponía de un cuarto de visitas, me preguntó si podía recibir a Navia. No tuve objeción y ella lo trajo directamente del aeropuerto a casa.
No bien abrí la puerta me encontré con un cubano —de esa estirpe ya en vías de extinción— en que armonizan la auténtica fineza de espíritu con la más cómoda campechanía: la desenvoltura en que siempre radica la genuina elegancia. Me cayó bien a primera vista, y creo que yo también a él. Nos fuimos a comer por el barrio y, de regreso a casa, mientras hacíamos la sobremesa, me dijo que se sentía preocupado por su madre. Teniendo en cuenta que él se acercaba entonces a los setenta años, la madre debía haber sido muy anciana.
— Me preocupa porque vive sola.
— ¿Y está bien de la mente?
— Sí, salvo que ya empiezan a olvidársele algunas cosas y temo que pueda, por ejemplo, dejar abierta la llave del gas.
Yo opiné que es una gran fortuna llegar a la vejez con las facultades mentales intactas. Lo contrario es pavoroso, y le puse de ejemplo el caso de Ramiro Guerra, que siendo una de nuestras primeras inteligencias había regresado a la más elemental puerilidad. A a un cubano de su generación y su cultura no era necesario explicarle quién era Guerra. Di por sentado que lo sabría. Sin embargo, no estaba preparado para su respuesta:
— Era una gran persona. Lo estimé mucho.
— ¿Y dónde lo conoció?
— Yo vivía en la casa de enfrente.
Ahora le tocaba el turno a él de sorprenderse cuando le pregunté:
— ¿En el número 1506 de la Calle 204?
— ¿Y cómo lo sabe? —me respondió con verdadero asombro.
— Porque yo también viví allí cuando ya era un albergue de becados.
Siempre me preguntaba de quién había sido esa casa que, de algún modo, ayudábamos a destruir.
Y para que no le quedasen dudas, tomé un papel que tenía a la mano y le hice un plano rudimentario de la casa. Advertí un brillo particular en sus ojos, como alguien que estuviese a punto de llorar.
—Ésa ha sido mi única casa. Las demás las he comprado fabricadas; pero el plano de ésa lo hice yo, con ayuda de quien sería mi esposa, cuando íbamos a casarnos. En el estudio que daba a la sala tenía un laboratorio.
A esa hora, él llamó por teléfono a su mujer para contarle que yo había sido su involuntario huésped más de 30 años antes de que él lo fuera mío.
El encuentro de esa noche, con su misteriosa simetría, venía a cerrar un círculo, en medio del cual habitaba la sombra del historiador.
Vicente Echerri
Nueva York
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