"Justicia social" ...pa' los turistas extranjeros...
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"Justicia social" ...pa' los turistas extranjeros...
Playas del pueblo, pueblo con dueño
En Cuba, contrariamente a lo que pudiera pensarse, hasta las playas son lugares donde el cubano que vive aquí puede sufrir. Pregúntenles a los habitantes de la camagüeyana playa de Santa Lucía. A ellos, la gente del gobierno les dijo hace poco que de allí tenían que irse. Y todavía hay quien fantasea con los cambios de algodón de nuestro auto-electo gobierno. Alguna prensa cerró el año poniendo fe en la lentitud, cuando la lentitud es la misma prueba de que no se desea cambiar lo esencial. Pero cuando más hundido en la ensoñación está un cubano, el vozarrón del capataz recuerda que mover la superficie y dejar tranquilo el fondo, desde los tiempos de España, es inútil. Que el capataz, por más que se cuelgue un traje y lea discursos, nos sigue mirando con ojos de capataz.
Eso lo están comprendiendo los cientos de habitantes de la playa Santa Lucía. Casa por casa, indiferentes funcionarios les avisan que sus vidas allí deben terminar: un plan de desarrollo turístico, consultado con cualquiera menos con la gente del lugar, va a plantarse sobre las ruinas buldoceadas de sus viviendas. Lo irónico es que ya hay hoteles en otras áreas de la playa menos vistosas que el arenal de Residencial, y ni siquiera se llenan en el periodo alto del turismo extranjero.
Yo no poseo un solo centímetro de ese lugar. Pero un temblor de impotencia me sacude cada vez que escucho la historia de otra familia a la que intentan obligar —por presión económica— a abandonar la casa y la tierra de su propiedad. Clausuran las empresas estatales y los servicios básicos —farmacia, venta de alimentos—, niegan autorizaciones constructivas en los terrenos particulares, y les cierran casi sin pretexto los negocios a los que no trabajan para el estado —que yo escribo, y pienso con minúscula, porque así daña menos.
Entonces uno confirma la opinión de antes: ¿y el delegado de esas personas, que debía defenderlos hasta la última gota de lo que sea que corra por sus venas, porque esa es su razón de ser? ¿Y los sindicatos de las empresas e instituciones que serán cerradas? ¿Y los comités de vecinos, eficaces en vigilar al individuo aislado? ¿Y los funcionarios electos camagüeyanos, con cientos de miles de supuestos representados, cuyo lugar preferido de veraneo está a punto de volverse indisfrutable? ¿Y las instituciones de protección natural —pues el plan afectará áreas naturales? ¿Y los medios de prensa provinciales, vanguardias en los ataques a cuanto trabajador particular les cobra un peso de más, pero mudos ante las cotidianas patadas —atrás y abajo— que la gente y ellos mismos reciben de los altos dirigentes del estado? ¿Y las organizaciones de jóvenes, que perderán el cercano campismo de Punta de Ganado, la única instalación costera de recreación al alcance de sus bolsillos en toda la provincia? ¿Dónde están todos, para defendernos? Mirando, en silencio.
¿Y qué se le ofrece a cambio a los sutilmente desalojados habitantes de Santa Lucía? Una mediocre posibilidad de mediocre vivienda en las mediocres condiciones del asentamiento Las Ochenta, a veinte kilómetros de la playa, en una zona nublada de mosquitos y jejenes y rodeada por un compacto bosque costero.
Lo de abrir o cerrar playas es una tradición en la historia social cubana. En 1944,Eduardo Chibás derribó a mandarriazos el ilegal muro de algunas, convertidas por gente de poder en playas privadas. Pero como si nuestro país tuviera la cangrejesca cualidad de marchar para atrás, estamos ahora ante el mismo fenómeno, repetido de distintas maneras por todas las arenas blancas del país. Estos son ejemplos de mi propia experiencia
Cuando el mal discípulo de Chibás triunfó, se regaló a sí mismo una playa virgen completa, María La Gorda, en el extremo de Pinar del Río. Allí a los demás nos prohibieron el acceso durante años. Hoy, como ya no puede nadar, su gente le cobra a los cubanos la mitad de un salario mensual promedio —cinco pesos convertibles— por bañarse en esas aguas.
A Varadero le pasó algo parecido: para convertirla en un paraíso para extranjeros, obstaculizaron todo lo posible la presencia cubana: hasta hace poco, para mudarse a una casa allí había que saltar un sinfín de barreras burocráticas. Con los cayos del norte de Camagüey, peor: Cayo Coco tiene tantos hoteles como policías en la entrada para que ningún cubano pase sin estatales permisos. En la holguinera playa de Guardalavaca, de las mejores en la región oriental, los cubanos que no lleven divisa o comida desde sus casas, padecerán hambre. A mí y a un grupo de estudiantes de Periodismo que una vez osamos ir nos consta: a los habitantes del lugar les está vedado el comercio gastronómico. La playa de Covarrubias, en Las Tunas, es casi inaccesible, porque transporte estatal sólo hay para la empresa turística que explota el lugar. Y a las playas desiertas que se esparcen por los cayos sin contacto terrestre, se llega acumulando justificaciones y permisos que nada tienen que ver con la libre entrada.
En fin, parece como si, al mismo tiempo que el archipiélago cubano se alejó del mundo en 1959, sus mejores playas se estuvieran alejando de la Isla por alguna telúrica causa.
Ahora quieren tomar, buldócer de por medio, y sin pedir permiso a dueños y usuarios, lo que les faltaba de la playa Santa Lucía. Es obvio que la palabra tomar es un eufemismo: hay una más simple, más exacta, para lo que intentan hacer los representantes del estado con las propiedades y derechos de las personas.
Por cierto, ¿hay inversores extranjeros en este proyectado negocio? ¿Qué opinarían? ¿Y a los turistas que pueden visitar estos planeados hoteles les gustaría saber que su disfrute se levantó sobre semejantes condiciones? Yo, por lo menos, a esos hoteles no iré.
Al final, en Santa Lucía hay cubanos que se están resignando a perder lo que tenían. Ya algunos guardaron su poquito de arena de recuerdo, porque la impotencia o la tristeza les empuja a buscar otras playas, bien lejos y por unos cuantos años. No importa que el nuevo lugar no tenga las arenas tan blancas de su isla: les basta con sentirse respetados como personas. Los comprendo. Con la casa, el trabajo y la playa, les van a quitar la fe en Cuba.
Henry Constantin
La Habana
Nota: Este artículo fue incluido en el número 13 de la revista independiente Voces.
Foto: Playa Santa Lucía (Panoramio).
http://www.penultimosdias.com/2012/02/17/playas-del-pueblo-pueblo-con-dueno/
- Henry Constantín
- feb 17, 2012 • 12:24h
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En Cuba, contrariamente a lo que pudiera pensarse, hasta las playas son lugares donde el cubano que vive aquí puede sufrir. Pregúntenles a los habitantes de la camagüeyana playa de Santa Lucía. A ellos, la gente del gobierno les dijo hace poco que de allí tenían que irse. Y todavía hay quien fantasea con los cambios de algodón de nuestro auto-electo gobierno. Alguna prensa cerró el año poniendo fe en la lentitud, cuando la lentitud es la misma prueba de que no se desea cambiar lo esencial. Pero cuando más hundido en la ensoñación está un cubano, el vozarrón del capataz recuerda que mover la superficie y dejar tranquilo el fondo, desde los tiempos de España, es inútil. Que el capataz, por más que se cuelgue un traje y lea discursos, nos sigue mirando con ojos de capataz.
Eso lo están comprendiendo los cientos de habitantes de la playa Santa Lucía. Casa por casa, indiferentes funcionarios les avisan que sus vidas allí deben terminar: un plan de desarrollo turístico, consultado con cualquiera menos con la gente del lugar, va a plantarse sobre las ruinas buldoceadas de sus viviendas. Lo irónico es que ya hay hoteles en otras áreas de la playa menos vistosas que el arenal de Residencial, y ni siquiera se llenan en el periodo alto del turismo extranjero.
Yo no poseo un solo centímetro de ese lugar. Pero un temblor de impotencia me sacude cada vez que escucho la historia de otra familia a la que intentan obligar —por presión económica— a abandonar la casa y la tierra de su propiedad. Clausuran las empresas estatales y los servicios básicos —farmacia, venta de alimentos—, niegan autorizaciones constructivas en los terrenos particulares, y les cierran casi sin pretexto los negocios a los que no trabajan para el estado —que yo escribo, y pienso con minúscula, porque así daña menos.
Entonces uno confirma la opinión de antes: ¿y el delegado de esas personas, que debía defenderlos hasta la última gota de lo que sea que corra por sus venas, porque esa es su razón de ser? ¿Y los sindicatos de las empresas e instituciones que serán cerradas? ¿Y los comités de vecinos, eficaces en vigilar al individuo aislado? ¿Y los funcionarios electos camagüeyanos, con cientos de miles de supuestos representados, cuyo lugar preferido de veraneo está a punto de volverse indisfrutable? ¿Y las instituciones de protección natural —pues el plan afectará áreas naturales? ¿Y los medios de prensa provinciales, vanguardias en los ataques a cuanto trabajador particular les cobra un peso de más, pero mudos ante las cotidianas patadas —atrás y abajo— que la gente y ellos mismos reciben de los altos dirigentes del estado? ¿Y las organizaciones de jóvenes, que perderán el cercano campismo de Punta de Ganado, la única instalación costera de recreación al alcance de sus bolsillos en toda la provincia? ¿Dónde están todos, para defendernos? Mirando, en silencio.
¿Y qué se le ofrece a cambio a los sutilmente desalojados habitantes de Santa Lucía? Una mediocre posibilidad de mediocre vivienda en las mediocres condiciones del asentamiento Las Ochenta, a veinte kilómetros de la playa, en una zona nublada de mosquitos y jejenes y rodeada por un compacto bosque costero.
Lo de abrir o cerrar playas es una tradición en la historia social cubana. En 1944,Eduardo Chibás derribó a mandarriazos el ilegal muro de algunas, convertidas por gente de poder en playas privadas. Pero como si nuestro país tuviera la cangrejesca cualidad de marchar para atrás, estamos ahora ante el mismo fenómeno, repetido de distintas maneras por todas las arenas blancas del país. Estos son ejemplos de mi propia experiencia
Cuando el mal discípulo de Chibás triunfó, se regaló a sí mismo una playa virgen completa, María La Gorda, en el extremo de Pinar del Río. Allí a los demás nos prohibieron el acceso durante años. Hoy, como ya no puede nadar, su gente le cobra a los cubanos la mitad de un salario mensual promedio —cinco pesos convertibles— por bañarse en esas aguas.
A Varadero le pasó algo parecido: para convertirla en un paraíso para extranjeros, obstaculizaron todo lo posible la presencia cubana: hasta hace poco, para mudarse a una casa allí había que saltar un sinfín de barreras burocráticas. Con los cayos del norte de Camagüey, peor: Cayo Coco tiene tantos hoteles como policías en la entrada para que ningún cubano pase sin estatales permisos. En la holguinera playa de Guardalavaca, de las mejores en la región oriental, los cubanos que no lleven divisa o comida desde sus casas, padecerán hambre. A mí y a un grupo de estudiantes de Periodismo que una vez osamos ir nos consta: a los habitantes del lugar les está vedado el comercio gastronómico. La playa de Covarrubias, en Las Tunas, es casi inaccesible, porque transporte estatal sólo hay para la empresa turística que explota el lugar. Y a las playas desiertas que se esparcen por los cayos sin contacto terrestre, se llega acumulando justificaciones y permisos que nada tienen que ver con la libre entrada.
En fin, parece como si, al mismo tiempo que el archipiélago cubano se alejó del mundo en 1959, sus mejores playas se estuvieran alejando de la Isla por alguna telúrica causa.
Ahora quieren tomar, buldócer de por medio, y sin pedir permiso a dueños y usuarios, lo que les faltaba de la playa Santa Lucía. Es obvio que la palabra tomar es un eufemismo: hay una más simple, más exacta, para lo que intentan hacer los representantes del estado con las propiedades y derechos de las personas.
Por cierto, ¿hay inversores extranjeros en este proyectado negocio? ¿Qué opinarían? ¿Y a los turistas que pueden visitar estos planeados hoteles les gustaría saber que su disfrute se levantó sobre semejantes condiciones? Yo, por lo menos, a esos hoteles no iré.
Al final, en Santa Lucía hay cubanos que se están resignando a perder lo que tenían. Ya algunos guardaron su poquito de arena de recuerdo, porque la impotencia o la tristeza les empuja a buscar otras playas, bien lejos y por unos cuantos años. No importa que el nuevo lugar no tenga las arenas tan blancas de su isla: les basta con sentirse respetados como personas. Los comprendo. Con la casa, el trabajo y la playa, les van a quitar la fe en Cuba.
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Nota: Este artículo fue incluido en el número 13 de la revista independiente Voces.
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