Propinas en Cuba .
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Propinas en Cuba .
Propinas en Cuba
por Chris Turner
Este año, más de un millón de canadienses irán de vacaciones a Cuba. Los otros dos lugares más allá de nuestras fronteras que nos atraen más son Estados Unidos y México. No hay otro destino turístico en la Tierra donde domine tanto la presencia canadiense y posiblemente no exista ninguno donde seamos tan vitales para la economía nacional. Sin mucha formalidad en el protocolo y sin la menor intención por parte de nuestras multitudes en busca de sol y playa, hemos establecido una relación con Cuba que es excepcional en la historia de ambos países. Hemos colonizado a Cuba durante nuestras vacaciones, y de pura casualidad.
Ésta es entonces la historia de lo que sucede cuando de pronto se destapa la naturaleza desarticulada y medio oculta de esa relación colonial. Es una lección de economía en forma de parábola, una crónica de viaje sobre la extraña conexión entre amo y lacayo en esa de facto colonia turística.
Empecemos entonces como en un cuento de hadas, en la torre de un castillo: la terraza del Hotel Casa Granda en Santiago de Cuba, la segunda ciudad más grande del país. El Casa Granda se ubica en un edificio colonial medio en ruinas, frente a una amplia plaza y una elegante catedral. La estructura de cinco pisos, con portal de columnas y capas de pintura blanca descascarándosele, retiene esa “atmósfera cubana” que ya describiera Graham Greene. Justo allí me encontraba yo, a la puesta del sol de una tarde de enero, tomándome un mojito a pequeños sorbos y cuestionándome el verdadero valor de diez pesos cubanos convertibles.
Habría que decir aquí que Cuba es una de las pocas naciones del mundo con dos monedas oficiales. Dentro de esa economía de Tierra del Nunca Jamás —atrapada en su propia burbuja a medio inflar por extenderse a mitad de camino entre el derrumbe del bloque soviético y el actual orden capitalista—, los visitantes a Cuba se preguntarán con frecuencia cuáles son las verdaderas tasas de cambio de divisas. Existe el peso regular o no convertible, que es el peso oficial cubano o CUP. Los cubanos cobran en CUP y lo usan para adquirir productos básicos en las tiendas estatales. Y existe el peso convertible, el CUC o moneda fuerte, que sirve para adquirir bienes de lujo y es la moneda por defecto en circulación en la economía del turismo. En la contabilidad gubernamental, el CUP y el CUC tienen el mismo valor; sin embargo, informalmente el CUC vale casi lo mismo que el dólar canadiense mientras que el valor callejero de un CUP es de un nickel o cinco centavos canadienses, cuando más. El CUP no vale nada fuera de Cuba, a no ser como souvenir.
Ese día en que me hallaba en la terraza del Casa Granda tratando de explicarme qué había pasado y cómo me sentía al respecto: unas horas antes me habían arrebatado de la mano diez CUC. Era una sensación extraña —siendo ya totalmente adulto en la fase de hipoteca-e-hijos— chocar con una nueva categoría emocional, pero estaba seguro que eso era precisamente lo que me había sucedido en un polvoriento callejón de Santiago. Ahora trataba de ahondar en lo que sentía, para distinguir sus dimensiones.
Lo que ocurrió, en resumen, fue que mi esposa y yo habíamos contratado a un joven —Antonio— para que nos diera un tour. Nos habíamos pasado la mañana dentro de un viejo y destartalado Moskvich conducido por otro joven mientras Antonio nos señalaba los lugares de interés, con comentarios incluidos sobre lo que él describía como “la verdadera Cuba”. Visitamos un museo de cultura afrocubana; exploramos la vieja fortaleza española; compramos ron de contrabando. Luego fuimos con Antonio a su minúscula vivienda en lo que parecía ser un mal diseñado cajón de concreto. Allí conocimos a su esposa y madre mientras nos tomábamos unas cervezas, hablábamos un poco de política y tomábamos fotos. A media tarde, Antonio y otro amigo suyo nos llevaron a un encantador restaurancito en los bajos de la famosa santiaguera calle-escalinata de Pico Padre. Allí comimos langosta a la plancha, bebimos más cervezas e intercambiamos chistes y juramentos de amistad eterna.
Al terminar la comida le entregué 80 CUC al camarero, quien me devolvió 10 CUC. Parado yo allí con el billete de diez pesos en la mano, Antonio me lo arrebató y se lo metió en el bolsillo. Le dirigí una mirada inquisitiva por confusa y él me respondió encogiéndose de hombros, un calibrado movimiento de significado ambiguo que interpreté entre ¿Y a ti qué te pasa? y Ya sabes cómo son las cosas aquí. No había sido mi intención darle el dinero; él había decidido que se lo merecía. Horas más tarde, en la terraza del Casa Granda, bebiéndome un mojito que me había costado la mitad de la cantidad que tanto me obsesionaba, me cuestioné cuál era el significado real de aquel movimiento de hombros.
TODO ESTO había ocurrido en esa zona comercial informal y mal delineada que surge en cualquier economía de turismo saludable, un mercado gris particularmente amplio y más transitado aun en países donde existen descomunales diferencias de riqueza, poder y libertad política entre los habitantes y los visitantes. En Cuba, Antonio y yo estábamos parados en orillas opuestas de una brecha divisoria creada por la colosal mezcolanza de esos tres factores.
No nos habíamos hecho ilusiones, mi esposa y yo. Entendíamos que Antonio era, en la jerga local, un jinetero, un pillo a la caza de ingenuos clientes, aunque a menudo en Cuba le dan a la palabra el significado más vulgar de estafador sexual o prostituta/o. Durante un par de días nos habíamos enfrascado con Antonio en un prolongado tira-y-encoge de regateos, una danza que ya conocíamos de otros viajes a países con bulliciosos mercados grises. Hubo encuentros varios en una concurrida calle frente a un decrépito estudio fotográfico que puede o no haber sido su centro de trabajo habitual. Nos había dado una foto como regalo, además de unos tabacos baratos, mientras discutíamos la posibilidad de hacer un tour por la ciudad como si de una amistosa excursión se tratara en vez de una transacción pagada. Mi esposa y yo habíamos averiguado en la recepción del Hotel Meliá, el único centro turístico que ofrece servicio completo en la ciudad, y sabíamos ya que un tour guiado en autobús con aire acondicionado nos costaría más de $100. En vez de entregarle nuestros CUC a una operación controlada por el gobierno, nos agradaba más la idea de dárselos a un hábil jinetero, acompañándolos tal vez de un par de regalos adicionales.
Fue correcta nuestra decisión y no nos arrepentíamos. Habíamos pasado un día estupendo, divertido y revelador como no lo hubiera sido nunca un tour oficial. Creíamos haber mostrado nuestra gratitud siendo generosos con Antonio y su familia, pagándole por aquí y por allá al darle siempre dinero de más, sin reclamarle el vuelto en ocasiones. Me había dado cuenta de que habíamos pagado de más por los tragos en el museo de cultura afrocubana, y que yo le había dado a Antonio por lo menos cinco veces el dinero necesario para comprar la caja de seis cervezas que compartimos después en su casa. Al finalizar el tour, habíamos pasado por el hotel a recoger una bolsa con marcadores, libretas, cepillos de dientes, toallas nuevas y un par de shorts Adidas usados para regalarle a la familia. Por su labor de guías, a Antonio y al chófer les dimos 20 CUC por cabeza —cantidad equivalente a un mes de salario en un trabajo estatal típico. También les habíamos pagado a ambos la comida de langosta (otro mes de salario, aunque por ser cubanos nunca les hubieran servido de haber ido ellos allí por su cuenta, aunque tuvieran los CUC).
Así que sí, ya sabíamos más o menos “cómo eran las cosas aquí”. Sin embargo, Antonio creía que yo todavía tenía una deuda con él de 10 CUC, por lo tanto él mismo se había encargado de saldarla. Al principio, allí parado en la calle frente al restaurante viéndolos despedirse en medio de cálidos abrazos y apretones de mano, sentí algo parecido a un ultraje, casi una violación. ¿Me acababan de estafar? Peor aún, me pregunté espantado al sospechar lo que más teme un viajero curtido: No solo me habían robado sino que… ¿también se habían burlado de mí?
Con la lucidez del segundo mojito y la espectacular puesta de sol en la bahía de Santiago llegué a la conclusión de que no. No fue un robo ni un timo y por eso mismo se sentía tan raro. No se trataba de lo que me había ocurrido; se trataba de quién era yo en Cuba. Aquello expresaba una rotunda negativa a adherirse al guión de la dinámica del poder colonial. Era la rebelión del lacayo frente a su amo colonial. Era, estaba seguro, un modo intensamente cubano de interpretar lo ocurrido.
Desde luego que yo no iba a echar de menos los diez pesos. Antonio se los había ganado con creces. Yo ya había presenciado lo suficiente para saber cuán difícil iba a ser que en sus manos pronto cayera otro billete de 10 CUC. Por su parte, él entendía con qué poco esfuerzo yo obtendría otra pila de esos billetes. No estaba él del todo dotado para captar con fría lógica la distribución de riqueza y escala social en la economía de turismo, y de ninguna manera pensaba que me debía algún tipo de deferencia. Él había cogido lo que le pertenecía por derecho propio, el cobro de un invertido impuesto colonial sobre la transacción del día. Ésa era la cantidad que el mercado turístico santiaguero toleraba ese día.
Cuando vi el limón y las hojas de menta machacadas en el fondo del vaso de mi segundo mojito, ya vislumbraba el asunto con mucha más claridad: Antonio y yo, Cuba y Canadá, todo el viaje. La verdadera tasa de cambio de los diez pesos convertibles me preocupó el resto de mi estancia e iluminó con nueva luz el mes de preparativos anterior al viaje. Diez pesos eran una ganga, en realidad, para todo lo que me fue revelado.
UNOS DÍAS antes de partir hacia Cuba habíamos pasado por el Walmart de Antigonish, en Nueva Escocia, donde andábamos visitando a mis padres durante las fiestas navideñas. Teníamos que mandar a imprimir fotos y hacer compras de última hora para el viaje: bloqueador de sol, medicinas y un lápiz de memoria digital de alta capacidad. Una de las suposiciones, nunca abiertamente expresada, en la relación colonial de Canadá con Cuba es que los turistas deben importar montones de mercancía que luego distribuirán entre los nativos. En Cuba, al contrario de la mayoría de otros paraísos playeros caribeños, no se trata sólo de que la gente no puede costearse los mismos productos que nosotros sino que muchos de esos productos que consideramos esenciales y creemos garantizados, no se pueden conseguir en el trunco mercado cubano. Por eso había leído en la internet lo que otros compatriotas aconsejaban llevar: hilo dental, champú, toallas de buena calidad, pelotas de béisbol, vitaminas y medicinas, cepillos de diente y útiles escolares, equipos electrónicos pequeños y espejuelos graduados.
Caminamos por los pasillos de Walmart, excesivamente radiantes bajo tanta luz fluorescente, y pasamos los rebosantes estantes llenando un carrito con plumas, libretas y pomitos de aspirina. Llevábamos a nuestra reacia hija de cinco años al retortero y mientras nosotros debatíamos absurdamente cuál comprar, ella se acomodó en uno de los estantes repletos de toallas como si fuera una litera. Había por lo menos cuatro grados de calidad y precios de toalla. Yo había anotado en mi lista “toallas de buena calidad” y hasta había puesto una estrellita al lado, pero no lograba recordar el porqué de la estrella: si era porque las toallas eran tan útiles que teníamos que comprar muchas o si era que los cubanos necesitaban únicamente toallas de buena calidad. Por fin decidimos comprar dos toallas de baño ($5 c/u), cuatro toallitas ($2 c/u) y dos toallas de mano ($4 c/u). Cuando llegamos a la caja no recordaba si las toallas compradas cumplían el requisito de calidad o de cantidad. El costo total fue de $186,82, equivalente a seis meses de un salario típico en Cuba. Pagamos con la plástica tarjeta de crédito y nos encogimos de hombros, cansados.
Por supuesto, esa forma de pago es la norma actual en la economía canadiense. Vivimos en medio de tantas opciones que resulta delirante, tan inundados como enterrados bajo la abundancia que inspiramos series televisivas sobre nuestra afluente realidad consumista. Muchos ni siquiera llevamos efectivo encima. Un pitido digital se traslada a la velocidad de la luz desde la caja de Walmart hasta una “granja” de servidores que representan la caja fuerte del banco y ya, cuando llegamos a la puerta automática de salida no recordamos si pagamos $176 o $186 por el peso muerto dentro del carrito que empujamos. Con facilidad se te podrían ir otros $10 CUC si olvidas sacar a tiempo esa innecesaria caja de lápices de colorear que tu hija echó en el carrito mientras caminabas distraído.
A PESAR de la arbitrariedad de las decisiones tardías que determinan su periferia, la relación de Canadá con Cuba, económica o de otra índole, tiene gran relevancia. Canadá y México fueron los únicos países occidentales que no rompieron relaciones diplomáticas con Cuba durante la crisis de los misiles a principios de la década de 1960; además, la amistad de Fidel Castro con Pierre Trudeau fue tan estrecha que Castro fue uno de los portadores honorarios del féretro del primer ministro canadiense en su velorio en Montreal. En los anales de la diplomacia canadiense no existe ninguna otra relación internacional en la que Canadá se haya alejado tanto de Estados Unidos.
Como recompensa a nuestra duradera amistad, Canadá es el segundo aliado económico más importante de Cuba después de Venezuela, que suministra a la isla de más del 60 por ciento del petróleo que consume. (China exporta mucha más mercadería a Cuba, pero los chinos no se bajan a diario de múltiples vuelos chárter para repartir regalitos y dejar cientos de millones de dólares en los cofres de la economía cubana). Cuba es nuestro mayor socio en toda la región de Centroamérica y el Caribe. Le exportamos una amplia gama de materias primas —azufre, trigo, cable de cobre— y somos el segundo comprador de las exportaciones cubanas, en particular de azúcar, níquel, pescado, frutos cítricos y tabaco. Todo ese comercio suma más de mil millones de dólares. La compañía minera canadiense Sherritt International goza de una enorme presencia en la isla excavando níquel cubano; y la empresa Toronto Pizza Nova es la única pizzería extranjera que opera seis sucursales por toda Cuba. Mientras tanto, en casa, muchas tiendas de souvenirs en ciudades canadienses resaltan y anuncian que tienen humidores muy bien surtidos de tabacos cubanos a la venta para turistas estadounidenses. De cierta manera, el tabaco cubano es ya tan canadiense como el sirope de arce.
La perspectiva económica del otro extremo de esta relación no es tan idílica. Desde el colapso de la Unión Soviética a finales de la década de 1980, Cuba se ha tenido que enfrentar al aniquilador “Período Especial”, durante el cual su economía se ha visto aislada en su propio limbo socialista: amarrada a un fracasado orden comunista y todavía apartada —a pesar de la corta distancia geográfica de 145 km— comercialmente de la mayor potencia económica del mundo, necesitando con urgencia tanto importaciones como el efectivo para pagarlas. A medida que fueron desapareciendo los productos soviéticos de las despensas cubanas en los primeros años del Período Especial, el consumo de calorías del cubano bajó un 30 por ciento, y la dieta en sí nunca se ha vuelto a compensar. Entre el 60 y 80 por ciento de los alimentos de los cubanos dependen de productos que Cuba importa (y cada vez más —por medio de permisos y exenciones— de Estados Unidos). De la noche a la mañana, los cubanos tuvieron que producir alimentos de forma orgánica y en muchos casos de modo y con herramientas del período preindustrial. Por ejemplo, en la isla se produjo un aumento súbito en la manufactura de yuntas y arados para bueyes, entre otras muchas medidas de austeridad adoptadas por el gobierno para que su “navío” se mantuviera a flote en los mares inciertos del Período Especial.
Sin embargo, las restricciones de esa ola de austeridad están ahora arremetiendo peligrosamente contra la balsa que apenas queda del “navío”. Para conservar energía, desde junio de 2009 toda Cuba se rige por cuotas de emergencia impuestas por el programa estatal “Ahorro o muerte”. Tentativamente el gobierno ha empezado a “liberar” a un gran número de trabajadores estatales y a auspiciar el desarrollo de pequeños negocios “cuentapropistas”. Por otra parte, Cuba exporta tantos médicos al extranjero (a cambio de materias primas como petróleo) que en la actualidad la misma cantidad de cubanos que ejercen profesiones médicas en la isla cuidan de la salud de ciudadanos de otros países. El gobierno también ha comenzado a hablar de eliminar los subsidios de productos básicos de manera paulatina, insinuando así que tienen los días contados las tiendas donde los cubanos reciben a diario raciones mínimas de pan (y a veces de arroz, frijoles y leche).
Un estudio reciente describe la actual propuesta de Cuba como “economía de supervivencia”. Yoani Sánchez, bloguera disidente de La Habana, resumía con más elocuencia la interrogante cubana en su blog y en el Huffington Post en agosto del año pasado: “Estamos en transición, algo parece a punto de romperse irremediablemente en esta Isla, pero no nos damos cuenta, hundidos en la cotidianidad y en los problemas. Después vendrán los documentalistas y en treinta minutos querrán narrar lo que a nosotros nos ha llevado décadas”.
De cara a esta incertidumbre cada vez mayor, queda solo una luz cuya intensidad va en aumento en el turbio horizonte de Cuba, la luz que guía a la destartalada “nave-balsa” del Período Especial a puerto seguro: el turismo. En 1990, al comenzar esta extraña etapa, Cuba atraía 340.000 turistas; en 2011 dio la bienvenida a casi 2,5 millones. Desde que se anunció el programa “Ahorro o muerte”, el gobierno de Raúl Castro ha permitido el arrendamiento de terrenos durante noventa y nueve años para alentar el desarrollo de balnearios, campos de golf y centros turísticos por parte de inversionistas extranjeros. También ha relajado las restricciones antes impuestas a negocios de familia, como los paladares y las casas particulares, en un intento de crear empleos no gubernamentales en el turismo. Así las cosas, uno de cada cuatro de los 80.000 empleados estatales en el sector turístico tiene un nivel de educación superior a la escuela secundaria. “En estos momentos” escribe Sánchez, “el aliciente principal para quienes trabajan en cafeterías, restaurantes y hoteles radica en la posibilidad de que un visitante extranjero les deje alguna gratificación material”. Más de un millón de esos visitantes extranjeros, el 44 por ciento del total, son canadienses. El siguiente gran grupo lo componen aproximadamente 175.000 ingleses. Dar, y aceptar, propinas en Cuba fue considerado durante mucho tiempo un acto contrarrevolucionario, indigno de un verdadero patriota, algo que ahora se ha convertido en la forma más directa y vital de sostener cierta estabilidad económica.
SER UN TURISTA canadiense en Cuba significa algo más que ser un visitante pasajero, mucho más. No es que uno sea visiblemente extranjero y más acaudalado, no; de pronto uno se convierte en un especie de vasallo moderno, el único emisario accesible de una metrópoli que nunca ha sido vista pero que de lejos se aprecia benévola y dadivosa.
Ésas eran las corrientes socio-macroeconómicas vigentes mientras mi esposa y yo paseábamos por una céntrica y amplia avenida de Santiago aquel primer día de nuestra visita. El tráfico era constante y sonoro, poblado de arcaicos camiones y camionetas de la General Motors, autobuses chinos eructando gases diesel y vehículos Fords y Cadillacs de antaño con motores reconstruidos múltiples veces bajo el capó. Nos detuvimos a admirar la impresionante fachada del Hotel Rex, una gloriosa estructura de art déco y neón, reliquia de la Cuba de la década de 1950. La revolución cubana se originó en Santiago y en 1953, en ese mismo hotel se quedaron los fidelistas la noche antes del ataque al cercano cuartel Moncada. (Después del ataque, Fidel —expulsado de Cuba por encabezarlo—, conocería al Ché Guevara durante su exilio mexicano y regresaría unos años más tarde, capturando Santiago en 1958, la primera gran victoria del ejército revolucionario).
Un poco más tarde esa mañana, un joven nos saludó desde un quicio de cemento de casi media planta de altura sobre el nivel de la calle. Señalaba la cámara de mi esposa y nos invitó a ver su pequeño estudio fotográfico. En bastante buen inglés, a pesar del marcado acento, se presentó como Antonio.
El estudio era un buen ejemplo de la improvisación cubana contemporánea. Situado en la sala de la vieja casa, las paredes estaban descascaradas y a punto del derrumbe, toques muy peculiares del Período Especial. La iluminación provenía de un tubo de luz fluorescente montado horizontalmente en una pared, cuyo resplandor sobrenatural caía sobre una raída cortina blanca. El único equipo fotográfico era una camarita digital que tendría por lo menos cinco años y cuya resolución de imagen era mucho menor en mega píxeles que la de un teléfono inteligente básico. En Santiago, sin embargo, pareciera que tener acceso a cualquier tipo de cámara digital era buena base para montar un negocio de fotografía.
Antonio y un par de colegas estaban sacando fotos de una bebita y sus padres. El sábado cumpliría su primer año y nos invitaron a la celebración. Posamos con la niña y su familia y, una vez que se fueron, Antonio inició un prolongado monólogo sobre el mercado fotográfico local, Santiago (“la ciudad más caribeña de Cuba”) y su personal herencia afrocubana. Sacó su pasaporte y nos mostró la visa del viaje que había hecho a Amsterdam hacía unos años. Nos enseñó un par de fotos de él en Holanda, con un grueso abrigo y gorro de invierno. Conocía a un músico, nos contó, que había ido de gira por Canadá. Su ansia de escape era evidente.
Nos despedimos de Antonio con una vaga promesa de que regresaríamos, tal vez para hacer con él su tour de “la Cuba verdadera” o para acudir a la fiesta de cumpleaños. No nos comprometimos a nada porque había que tener precaución en estas cosas, pero tampoco mentimos.
Era un día hermoso, agradable bajo el cálido sol mientras deambulábamos sin apuro por una calle cercana a un mercado y tiendas del estado. De vez en vez nos deteníamos a mirar con curiosidad el raro conjunto de artículos. Vimos zapatos baratos hechos en China y juguetes de plástico en los estantes y vitrinas medio vacías. Una tienda estaba repleta de falsificaciones de aparatos eléctricos y de minúsculas lavadoras de ropa. El haz de luz anaranjada del atardecer bañaba y hacía brillar todo, con la mayoría de las luces apagadas debido al “Ahorro o muerte”. Una cola de santiagueros agarrados a sus arrugadas libretas de racionamiento esperaban delante de una tienda que ofertaba huevos.
Llegamos a un rincón donde una jovencita vendía paletas de helado. En un letrerito decía “$3.00”. Le pedí una paleta y le entregué tres monedas de $1 CUC, dándome cuenta al instante que las dejaba caer en el mostradorcito que el precio del letrero era en CUP. En un abrir y cerrar de ojos, la muchacha las deslizó y escondió las monedas debajo del mostrador, disimulando su acción como pronta eficiencia. Me entregó la paleta de helado y se me quedó mirando. Le sostuve la mirada lo que dura un bostezo, sin saber por qué esperaba. Éramos colonizador y colonizada, hundidos ambos en el ambiguo mercado gris de la economía de turismo, esperando a ver quién iba a pestañear primero. “Gracias”, dije por fin y seguimos caminando por la calle.
Unas cuadras después comprendí cuánto había pagado de más. El helado resultó grumoso y desabrido. Como seguíamos con un poco de hambre, nos detuvimos en una esquina donde una anciana vendía cucuruchos de maní tostado. Le hice un gesto para que me diera uno y le alcancé una moneda de 25 centavos CUC, la doceava parte de lo que había pagado por el helado. La mujer parecía horrorizada. El anciano parado a su lado también abrió los ojos con exageración y agarró todos los cucuruchos que le cabían en ambas manos, que eran casi todos los que tenía la mujer en la bandeja, para dármelos. Por fin llegamos a un acuerdo y acepté dos cucuruchos por la peseta, la cual la mujer agradeció con gran efusividad.
Le había proporcionado a la chica del puesto de helado una ganancia inesperada. A ella, que vendía helados malos a los santiagueros en un puestecito en la calle comercial con tiendas estatales en una ciudad donde apenas había turistas. (A diferencia de La Habana —que de por sí atrae multitudes de turistas además de los que van allí de excursión a diario desde el atestado balneario de Varadero—, Santiago queda muy lejos, a tres horas por carretera de los hoteles de playa cercanos a Holguín que atraen a las masas en busca de paquetes turísticos). A ella, que no imaginaba ni remotamente regresar a casa esa noche con unos CUC en el bolsillo —casi el salario de una semana en una propina fortuita en moneda fuerte. Mi esposa y yo éramos, a sus ojos, canadienses en busca de sol que habíamos pagado vuelos que costaban mil dólares, así que ¿qué nos importaría malgastar un par de CUC? El precio de todo era arbitrario en Cuba. Aquí no se aplicaban las reglas. Y eso era parte de su atractivo.
ESTUVIMOS EN SANTIAGO una semana y sólo dos veces vimos algo que pareciera un anuncio de tasas de cambio de divisas, ambas ocasiones en locales de música en vivo cerca de la plaza central. La primera fue en la tienda de música de la Casona Artex, también del gobierno, donde venden gran variedad de CDs de música cubana (después del ron y los tabacos, la música de Cuba es el siguiente souvenir más popular, además de su más preciada exportación cultural). En el patio del fondo se presentan agrupaciones musicales toda la tarde y noche, y en la parte de arriba de la escalera que conduce al patio vimos un letrero con una lista de los precios de admisión en ambas monedas, pesos convertibles y no convertibles: “$1.00 CUC / $20.00 CUP”. En esa misma cuadra, en la Casa de la Trova —el más histórico escenario musical de Santiago, por no decir de toda Cuba— ese día les estaban cobrando a los santiagueros y demás cubanos $25 CUP por un boleto de entrada que decía “$1.00 CUC”.
Un día, al pasar por una de las tiendas de racionamiento, me fijé en la pizarra encima del largo y desgastado mostrador de madera y vi que el arroz estaba a $0.25 la libra (en CUP, claro). Según la tasa de cambio de veinte-por-uno colgada en el patio de la Casona Artex, yo había pagado $60 CUP —lo que me alcanzaba para comprar 240 libras de arroz— por una paleta de helado que apenas se dejaba tragar. Podíamos haber comprado 160 libras de arroz por lo que pagamos por pasar una hora escuchando música una linda tarde en ese mismo patio.
Hablemos de la música que oí esa tarde en el Patio de Artex. Hacerlo pone en evidencia la razón más obvia —más allá de la oferta y la conveniencia de los vuelos baratos o de la amistad histórica o de la incomparable calidad de los Cohíbas hechos a mano— por la que más de un millón de canadienses visitan Cuba cada año (en comparación con los 740.000 que viajan a la República Dominicana, por ejemplo, donde los precios son más bajos y los tabacos y el ron son también abundantes pero la logística de todo lo demás no va acompañada por las complicaciones de la burocracia comunista y las lúgubres exigencias del Período Especial). Indica por qué no es casualidad que Cuba, aislada, haya podido sobrevivir medio siglo en su abierta y hostil resistencia a la nación más poderosa del mundo, justo al norte. Cada país tiene su carácter, sus costumbres e idiosincrasia cultural, pero la profundidad de alma de Cuba la eleva a una clase única. La música cubana ha marcado el tono y dado ritmo a casi toda la música latinoamericana durante generaciones, y es la manifestación más visceral del espíritu indómito de la isla.
Así que venga, hablemos de la música que escuché en el Patio de Artex. Aun al borde del escarpado abismo del Período Especial, aun después de muchos meses de la austeridad agotadora del “Ahorro o muerte”, uno puede sentarse en una mesa en el Patio de Artex un viernes por la tarde y admirar cómo ocho individuos vestidos con camisetas regaladas y pitusas chinos transforman el patio en uno de los mejores lugares del mundo desde el cual lanzarse de lleno al resto del fin de semana. Con los vasos plásticos de mojitos traspirando sobre la mesa, el trompetista acalla su instrumento con una mano para acentuar el improvisado gruñido que le arranca al son que están tocando con magnífico brío, acelerando el ritmo y levantando de un empujón musical a alguien tan inepto en el baile como lo soy yo. Eso es lo que te dan a cambio de las 160 libras de arroz de admisión al Patio de Artex. Te dan escape, transcendencia. Ver ese espectáculo por $10 CUC por cabeza hubiera sido tremenda ganga.
Por eso los canadienses regresan una y otra vez. Y por eso, tal vez, traen más camisetas y toallas y aspirina en el próximo viaje: porque esta gente merece más, mucho más por su esfuerzo. Los cubanos se merecen otra suerte. Cierto, lo mismo ocurre en el sinfín de playas pintorescas en cualquier rincón del trópico empobrecido, pero en Cuba es aun más innegable. Tal vez se deba a la crueldad implacable del Período Especial, a lo absurdo del embargo estadounidense a estas alturas. Quizás en México o Jamaica nos engañemos con la noción de que la libertad aparente de esa sociedad significa que no existe una barrera absoluta entre nuestras acciones decadentes al tumbarnos cerca de la piscina con un trago y las mujeres que trabajan como bestias limpiando nuestros desordenados dormitorios temporales. De todas formas, hay algo en Cuba que saca a relucir de manera especial la naturaleza arbitraria de la riqueza, el poder y el confort material. Y por eso venimos cargados de cosas. Regalos. Trueque. Talismanes para disculparnos y pedir perdón.
NO ES DIFÍCIL toparse con lugares donde haya música en vivo en Santiago de Cuba. La ciudad se enorgullece en ser la sede donde los ritmos africanos se fusionaron con la harmonía de los instrumentos españoles para dar vida, en el siglo diecinueve, a la itinerante y tradicional trova, fuente de la cultura musical cubana que ha conquistado al mundo.
Una tarde en la Casa de la Trova vimos tocar a Ecos del Tivoli, un fenomenal septeto cuyos músicos vestían todos trajes iguales. En otros espectáculos escuchamos docenas de versiones del “Chan chan”, el himno del Buena Vista Social Club. Una noche llegamos temprano al paladar más cercano a nuestro hotel, que abrió sus puertas sólo para nosotros, y antes de que nos tomaran el pedido apareció un amable anciano con su fedora calado y guitarra en mano para ofrecernos una serenata (su evocadora versión de “La casa del sol naciente” fue el plato fuerte). Compramos el CD de su banda ($10 CUC incluyendo la propina por la serenata) y un par de noches después lo vimos entre el público de la Casa de la Trova, donde a base de zalamerías convenció a una prostituta para que me enseñara unos cuantos pasitos de baile en la pista.
Una tarde, explorando las calles aledañas a la destilería donde se hacía el original ron Bacardí, se nos acercó una señora mayor. Nos explicó que trabajaba en algo relacionado con la economía y computadoras, pero que su gran pasión de toda la vida era la ópera. Nos preguntó si queríamos escuchar una canción. Mientras los santiagueros nos pasaban por el lado sin darle mucha importancia —ocurrencia normal de cualquier tarde en Santiago—, la mujer nos regaló un apasionado bolero en una voz que revelaba años de formación musical clásica.
En la calle Heredia, cerca de la plaza principal de Santiago, hay un pequeño mercado para turistas. Allí, los vendedores callejeros pregonan sus artesanías y al fondo, en kioscos y tienditas, venden antigüedades, cuadros y souvenirs. Varias veces visité una en particular, un lugar del tamaño de un clóset repleto de libros, postales y viejos discos de música cubana. En cuanto expresé interés en los discos el propietario de la tiendita, un simpático caballero con visera de vendedor de periódicos, me sonrió masticando el cabo de su tabaco y empezó a sacar y poner discos en su tocadiscos. Dando pasillos de tango se movió por la tienda y nos sirvió café. Por uno o dos CUC cada uno, le compré varios discos de son cubano a los que es imposible ponerles precio, y una pila de números de los años 70 de la revista Bohemia —la que fuera la revista más importante de Latinoamérica. Por razones que no logré entender, el caballero me regaló un paquete de postales desplegables con fotos de la Catedral de la Seo de Zaragoza, España, con fecha de 1958.
¿Qué considerarías un justo precio de admisión a uno de los mejores parques temáticos de la Tierra, cuya atracción principal es la música? ¿Veinte dólares? ¿Cincuenta? ¿Cuánto cobran en Nashville en el Grand Ole Opry? Si me lo hubieran preguntado mientras abordaba el avión de regreso a casa, hubiera contestado que pagaría sin chistar $10 CUC por el apasionado bolero que nos regaló con su voz aquella señora en una esquina. Semanas después, sin embargo, de lo único que estaba plenamente consciente es que había fallado una y otra vez en dejar la propina adecuada.
HABLEMOS AHORA de dónde comer en Santiago (y cómo dejar poca propina allí también). Los restaurantes estatales —tanto los asignados para turistas, donde cobran en CUC, como los lugares en CUP para cubanos— son una pérdida de tiempo. Ahora bien, la comida que sirven en los paladares privados está completamente en otra liga. Hasta mediados de los 90, un paladar era un par de mesas en la cocina de cualquier casa, operado en el mercado negro. Luego algunos recibieron licencias para más tarde ser sometidos al rígido control estatal con complicadas y absurdas regulaciones y cargos abusivos. Los mejores son los que siguen sin licencia, y encontramos uno cerca de otro centro musical, la Casa de las Tradiciones, simplemente preguntándole a un hombre en la puerta si conocía un buen lugar donde comer.
El mismo hombre nos guió a paso ligero por una callecita donde parecía que todos los jóvenes del barrio se habían congregado alrededor de una mesa donde se jugaba dominó en plena calle y a grito pelado. Cuando nos acercamos, un muchacho se separó del grupo y se presentó como Luis. Nos llevó por otras dos cuadras hasta llegar a una casita. En la sala una señora que parecía su abuela miraba telenovelas y Luis nos invitó a sentarnos y esperar antes de desaparecer a otra parte de la casita durante casi media hora. Cuando volvió, nos pasó por la cocina y atravesamos un estrecho cuarto con literas infantiles contra una pared y luego bajamos una escalera de concreto hacia un patiecito. Allí había preparado una inmaculada mesa que ofrecía una vista panorámica de la bahía de Santiago. En un aparato portátil se escuchaban canciones de trova mientras nuestro anfitrión, con la soltura de todo un guía veterano, nos narraba detalles históricos sobre el puerto de Santiago y el papel que desempeñó en la trata de esclavos.
En una esquina del patio notamos un altarcito, un cajón de madera parado en uno de sus extremos con el lado abierto hacia fuera. Dentro tenía muñequitas, un plato hondo con monedas y un huevo sobre una bandejita. Encima del cajón había un tabaco y una pequeña cruz de madera, y justo enfrente del cajón había trazado en el cemento un círculo de tiza con dibujos de flechas y calaveras a su alrededor. Luis nos explicó que era practicante de la religión palo monte, una fe sincrética de origen afrocubano similar a la santería. Mencionamos que era el único altar de ese tipo que habíamos visto. Todo el mundo tiene uno, nos dijo, pero él no se molestaba en esconder el suyo. Nos dio una tarjetica con el nombre y la dirección del paladar, la única que vimos. Era obvio que en medio de la transición que se está viviendo en Cuba, a Luis le interesa más dejar bien ubicado su pequeño negocio a comienzos de la nueva fase que esconderlo de las autoridades en los últimos días de la etapa que fue.
“En Cuba”, nos dijo, “el hoy es ahora. Mañana será otro día”.
Nos preparó otra versión del mojito con hojas de albahaca en vez de menta. Lo llamó un “alto del mar”, que también era el nombre de su paladar, y fue el mejor trago que tomé en Cuba. La comida consistió de un pescado entero frito, adornado con el único pimiento rojo que vimos en Santiago y acompañado de una salsa al estilo criollo que en la delicadeza de su sabor era muy superior a lo que ofrecían los paladares con licencia. Cuando pedí la cuenta me entregó un papelito donde había anotado “$14.00”. Le di $20 CUC, otra propina insuficiente por una de las mejores comidas que he degustado en mi vida.
La casa de Luis quedaba a unas pocas cuadras del Museo de la Lucha Clandestina, que visitamos días después. Resultó ser también un altar, pero de otro tipo. Dentro de sus vitrinas se resguardan los trajes manchados de sangre y los cocteles molotov de la guerrilla que se llevó a cabo en las calles de Santiago años antes de que regresara Fidel de su exilio, testimonio de la tradición santiaguera de desafío y resistencia.
Afuera, nos detuvimos a mirar a unos adolescentes jugar un improvisado juego de pelota en la calle. De bate usaban un palo de escoba y rebotaban en los edificios adyacentes una “pelota” inventada por ellos con tanta fuerza y aplomo que me tomó un rato darme cuenta que la pelota no era siquiera redonda. Era un pomo de medicinas vacío. Me vino a la mente una escena de nuestra visita al Walmart de Antigonish y la anotación de “pelotas de béisbol” en mi lista. Las había buscado en el departamento de equipos deportivos, pero en diciembre en Nueva Escocia no pude hallar ni una sola pelota de béisbol. En algún momento sostuve un tubo de pelotas de tenis, pero lo devolví al estante. Con una asombrosa falta de perspectiva, guiado por un ilusorio sentido del decoro, se me había ocurrido que los cubanos eran de los mejores jugadores de béisbol del mundo y que por lo tanto, practicarían sus habilidades al bate sólo con pelotas de béisbol perfectamente calibradas. Ahora, de pronto, aquello se convertía en la peor de mis inadecuadas propinas: la que nunca di.
EL BRISAS Sierra Mar es un hotel costero de tres estrellas y un tanto maltratado que queda a unos 65 km de Santiago, un viaje en carretera de casi tres horas por una de las carreteras más evocadoras de un paisaje de cráteres lunares que yo haya visto. El hotel ofrece el modelo básico del todo-incluido: piscina con bar en el medio, varios restaurantes y bares, un anfiteatro al aire libre para espectáculos nocturnos, una tienda de buceo y una playa que debió ser algo fuera de serie antes de que el huracán Dennis la redujera a un estrecho sendero de arena en 2005. Cuando llegamos, la mayoría de los huéspedes eran canadienses —para casi todos ésta no era su primera visita al hotel y muchos se hospedan allí una o más veces al año—, por lo que se sentía una relajada atmósfera de campamento de verano. Cerca de la recepción, los operadores de tours ofrecían diversos paquetes y panfletos de excursiones. Todos describían el peligro de aventurarse a la Cuba que existe más allá del portón del refugio turístico, donde, alertaban, hay un estafador esperando en cada esquina. Todos los operadores también aconsejaban a los turistas no salir solos del hotel bajo ningún pretexto.
Habíamos ido al Brisas Sierra Mar a bucear. Edgar, el buzo maestro, era un padre de familia de voz suave y muy perspicaz. Era nuestra primera vez allí, pero casi todos los demás en la excursión le preguntaron a Edgar por su familia. Sus hijas habían estado enfermas, dijo y encogió los hombros de tal manera que parecía indicar que el tema de la enfermedad en Cuba podía extenderse demasiado como para hablar de ello.
Los arrecifes de coral cubanos están saturados del pez león, una impresionante criatura de brillantes franjas negras y anaranjadas con una cresta de antenas venenosas que sobresalen del cuerpo y de las aletas. Proveniente del Pacífico Sur, es una especie invasora en el Caribe que se banquetea con los indefensos huevos que otros peces han dejado incubándose en la barrera coralina. Edgar traía siempre su arpón para eliminar tantos como viera en cada descenso, así que la caza del pez león por el buzo maestro se convirtió en un espectáculo de acción. Un día fileteó unos cuantos en la tienda de buceo, quitándoles con gran pericia las aletas coronadas de antenas venenosas con un par arpones con la misma facilidad con que un cocinero de comida asiática manejaría unos palitos chinos. El chef del hotel empanizó y frió los filetes y nos los sirvieron con papas fritas: “fish and chips” a la cubana, tal vez la mejor comida que digerimos durante nuestra estancia en el hotel.
La mañana que nos íbamos fui hasta la tienda de buceo con una bolsa llena de regalos para Edgar: una toalla de baño, una carpeta y una libreta para niños con un tigre en la portada que mi hija había escogido, además de pomitos de aspirina, Dramamine y Nauzene, una medicina infantil para la náusea. Edgar estaba enfermo y no había ido a trabajar, pero el guarda me dijo que podía dejarle la bolsa en su oficina. Entré y puse la bolsa debajo del escritorio de Edgar y después dudé: ¿y si alguien se la lleva? No había ningún registro de la bolsa, ni forma de garantizar que Edgar y sus hijas enfermas la recibirían. Estaba dedicando demasiado tiempo, me daba cuenta, a una conexión personal injustificada. Quería que Edgar supiera que yo deseaba ayudarlo. A menudo ésa es la dinámica de hacer un regalo en Cuba —no basta con ser el amo colonial que tiene exóticos tesoros, el soberano tiene que ofrecerlos a su antojo. Hasta en el acto de caridad queremos tributo. Queremos llevarnos un poco de gratitud a casa.
Dejé la bolsa en la oficina de Edgar, a sabiendas de que cualquiera que la encontrara iba a entender y apreciar su contenido. Usaría esas cosas una y otra vez hasta gastarlas y entonces, les buscaría otro propósito. Un pomito vacío de aspirina podría, al fin y al cabo, servir como una muy buena pelota de béisbol.
NO ESTABA LISTO para las malas condiciones que encontré en el lugar donde Antonio vivía. Tal vez haya otra manera más halagadora de decirlo pero al final del tour de Santiago, cuando nos invitó a su casa, lo que allí vi era mucho peor de lo que remotamente creía que iba a ver. Me imaginaba que sería una vivienda como las que pasábamos en nuestros paseos por las calles de la ciudad: limpias casitas de concreto de una planta, espacios estrechos pero agradables como la casa de Luis.
Antonio nos guió por un callejón y descendimos a un barrio densamente poblado, cerca del estudio fotográfico. Allí vimos chapuceros cajones de concreto amontonados uno encima de otro, afiligranadas sus paredes con cabillas oxidadas y cubiertos de techos de hojalata reciclada. Eso era lo que había detrás de las casas que veíamos desde la calle en nuestros paseos. Antonio y su joven esposa vivían en el cajón que descansaba sobre otro de mayor tamaño, donde vivían su madre y su hermana. Para entrar a su casa había que subir por una también reciclada y destartalada escalera de madera. Había dos cuartos: uno delante con un fregadero repleto de platos sucios en una esquina y el de atrás, con un colchón en el piso. En la “sala” había un equipo de música chino cuyo visualizador digital pestañeaba incansable su luz verdiazul y encima, un póster de un equipo de fútbol holandés sujeto a la pared con tachuelas. Era un lugar improvisado, una chabola, un bajareque de cemento.
Antonio le había pedido a su amigo que nos llevara a dar el tour de la ciudad en su viejo auto soviético que funcionaba por pura determinación. Pasamos por espléndidas mansiones coloniales —“las casas de la gente que se fue para Miami”, me explicó Antonio— que ahora albergaban centros culturales y educativos. Nos llevó a un museo cultural afrocubano que nunca habríamos encontrado de otra manera. Camino a la fortaleza española en las afueras de la ciudad, paramos en la carretera y esperamos mientras él corría a una casa donde consiguió dos botellas de ron que tenían la etiqueta del legendario ron Matusalem. En Cuba no se ha vuelto a hacer ron Matusalem desde que Fidel nacionalizó la destilería, pero lo que había en las dos botellas era de primera para el precio de ganga de $10 CUC cada botella. También nos había llevado al restaurante perfecto, un paladar sin licencia que nos preparó una deliciosa langosta a la plancha. A lo largo del día, Antonio se comportó de manera agradable, cortés, bien informado y ansioso de compartir sus conocimientos con nosotros. Era bilingüe, instruido y avispado. Sus necesidades eran evidentes, inconfundibles.
Y yo olvidé todo eso. Que él era tan dolorosamente pobre y yo tan inmensamente rico en comparación. Que su delirante e incierto futuro colgaba de cuántos CUC tuviera en el momento en que la precaria danza económica del Período Especial cesara y los hiciera tan obsoletos como los Ostmarks. En el instante en que me arrebató el billete de diez pesos de la mano, yo era para él un simple agente colonizador, brevemente indignado. Le habíamos dado regalos y habría más, entonces ¿cómo se atrevía él a decidir cuándo, dónde y cómo yo se los tenía que entregar?
Ése era el valor verdadero de los diez pesos convertibles: bajo las circunstancias apropiadas, te demostrarán quién eres en Cuba. Tal vez no te guste lo que veas, pero seguirá siendo una ganga por el precio.
EL DÍA ANTES de partir de Cuba fuimos en taxi hasta Gibara. Antes de que los colonizadores españoles construyeran el ferrocarril y su terminal en Santiago, esta pequeña ciudad había sido un puerto importante del comercio azucarero. En la actualidad es un letárgico laberinto de dilapidadas casonas coloniales ubicadas en un hermoso tramo frente al mar Caribe y sus deliciosas brisas. A pesar de que se llega en menos de una hora en carro desde el aeropuerto internacional de Holguín —más cerca aun que la franja de hoteles todo-incluido de la costa—, por allí pasan sólo unos cuantos turistas de excursión de pocas horas. Los gibareños son amistosos; el alojamiento en casas particulares ubicadas en las antiguas mansiones es adecuado y pintoresco aunque no excepcional; los mariscos son deliciosos y abundan. Corre una sabrosa brisa en esta maravilla de lugar que se está desintegrando con suma lentitud. Gibara es, en otras palabras, el prototipo del lugar perfecto, del escondite-alejado-del-ruidoso-mundo cuya búsqueda por todos nosotros le ha servido a Lonely Planet para construir un imperio de guías turísticas.
Nos encantó Gibara. Por $10 CUC la noche teníamos a nuestra disposición un cuarto cómodo en una casona colonial de techos altos, con un tranquilo y amplio patio sombreado con varias hamacas. A las dos horas de llegar, mi esposa y yo ya especulábamos lo fácil y barato que nos sería tomar uno de esos chárters a Holguín en medio del invierno y pasarnos un mes en Gibara viviendo con poquísima plata.
Al atardecer fuimos hasta el puerto a ver llegar el ferry. Desembarcó un montón de gente con ropa de trabajo que se iban alejaban a pie. Justo cuando empezaba a preguntarme si eran los empleados de los hoteles playeros de la costa mi esposa, que estaba sacando fotos, resbaló y se torció el tobillo. Pronto la gente se arremolinó a nuestro alrededor, sus rostros expresando sincera preocupación. Todos nos decían que fuéramos al hospital y alguien se ofreció a buscar un auto. Mi esposa insistía que estaba bien, que sólo necesitaba descansar un minuto.
“Pero si se hizo daño”, dijo alguien. “Mire ese tobillo. ¿Por qué no quiere ir?”
“Es que somos canadienses”, contestó mi esposa.
“Es para todos. Vayan, vayan”.
Cuba tiene uno de los mejores sistemas de salud pública de los países en desarrollo. Sus escuelas de medicina entrenan médicos de toda Latinoamérica y el resto del mundo, y también exporta a sus graduados en profesiones médicas a todo el globo. En un instante aprendimos que los cubanos —a veces con críticos comentarios bruscos pero con amplias sonrisas— están orgullosos de sus hospitales. La verdad, no se me ocurre otro lugar donde la reacción general a un tobillo torcido sea ir inmediatamente al hospital.
Así que para allá fuimos. Era ya de noche cuando llegamos. Los pasillos estaban a medio iluminar con escasos bombillos y tubos fluorescentes, las paredes y los muebles se caían a pedazos. Nos dirigieron a una sala de espera y en diez minutos llamaron a mi esposa. La atendieron un par de jóvenes doctores, que muy atentos le vendaron el tobillo y le indicaron como cuidárselo. Nadie nos pidió dinero ni ninguna otra cosa. Estábamos de regreso en la casa de huéspedes una media hora después de haber salido a pasear.
Así son los cubanos con lo poco que tienen, una actitud que nos vendría como anillo al dedo a nosotros. Toma lo que necesites. No dudes, no seas tímido. Vayan, vayan.
Una vez que mi esposa se acostó, regresé al hospital. Llevaba conmigo una bolsa, nuestro último regalo para el pueblo cubano. La gente en la entrada seguro pensó que estaba un poco trastornado, con mi español tan flojo y fragmentado, pero una vez que les mostré lo que había en la bolsa buscaron a un doctor en el piso de arriba para que registrara la donación. Un pomo grande de aspirina. Las seis píldoras para la congestión que quedaban en el paquete. Una botella de gotas para aliviar gases para bebés. Dos tercios de un paquete de veinte bolígrafos. Todo lo que nos quedaba. Era lo menos que podíamos dar a un hospital que ofrece auxilio a quien se aparezca en su puerta, pero que no puede costear su propia medicina.
La próxima vez que vayamos a Cuba vamos a llevar muchas cosas más. Y me acordaré constantemente de dar mejores propinas. He decidido que un mínimo de $10 CUC es lo adecuado. Lo justo.
Publicado originalmente en The Walrus. Traducción: om ulloa.
http://www.penultimosdias.com/2012/04/06/propinas-en-cuba/
por Chris Turner
Este año, más de un millón de canadienses irán de vacaciones a Cuba. Los otros dos lugares más allá de nuestras fronteras que nos atraen más son Estados Unidos y México. No hay otro destino turístico en la Tierra donde domine tanto la presencia canadiense y posiblemente no exista ninguno donde seamos tan vitales para la economía nacional. Sin mucha formalidad en el protocolo y sin la menor intención por parte de nuestras multitudes en busca de sol y playa, hemos establecido una relación con Cuba que es excepcional en la historia de ambos países. Hemos colonizado a Cuba durante nuestras vacaciones, y de pura casualidad.
Ésta es entonces la historia de lo que sucede cuando de pronto se destapa la naturaleza desarticulada y medio oculta de esa relación colonial. Es una lección de economía en forma de parábola, una crónica de viaje sobre la extraña conexión entre amo y lacayo en esa de facto colonia turística.
Empecemos entonces como en un cuento de hadas, en la torre de un castillo: la terraza del Hotel Casa Granda en Santiago de Cuba, la segunda ciudad más grande del país. El Casa Granda se ubica en un edificio colonial medio en ruinas, frente a una amplia plaza y una elegante catedral. La estructura de cinco pisos, con portal de columnas y capas de pintura blanca descascarándosele, retiene esa “atmósfera cubana” que ya describiera Graham Greene. Justo allí me encontraba yo, a la puesta del sol de una tarde de enero, tomándome un mojito a pequeños sorbos y cuestionándome el verdadero valor de diez pesos cubanos convertibles.
Habría que decir aquí que Cuba es una de las pocas naciones del mundo con dos monedas oficiales. Dentro de esa economía de Tierra del Nunca Jamás —atrapada en su propia burbuja a medio inflar por extenderse a mitad de camino entre el derrumbe del bloque soviético y el actual orden capitalista—, los visitantes a Cuba se preguntarán con frecuencia cuáles son las verdaderas tasas de cambio de divisas. Existe el peso regular o no convertible, que es el peso oficial cubano o CUP. Los cubanos cobran en CUP y lo usan para adquirir productos básicos en las tiendas estatales. Y existe el peso convertible, el CUC o moneda fuerte, que sirve para adquirir bienes de lujo y es la moneda por defecto en circulación en la economía del turismo. En la contabilidad gubernamental, el CUP y el CUC tienen el mismo valor; sin embargo, informalmente el CUC vale casi lo mismo que el dólar canadiense mientras que el valor callejero de un CUP es de un nickel o cinco centavos canadienses, cuando más. El CUP no vale nada fuera de Cuba, a no ser como souvenir.
Ese día en que me hallaba en la terraza del Casa Granda tratando de explicarme qué había pasado y cómo me sentía al respecto: unas horas antes me habían arrebatado de la mano diez CUC. Era una sensación extraña —siendo ya totalmente adulto en la fase de hipoteca-e-hijos— chocar con una nueva categoría emocional, pero estaba seguro que eso era precisamente lo que me había sucedido en un polvoriento callejón de Santiago. Ahora trataba de ahondar en lo que sentía, para distinguir sus dimensiones.
Lo que ocurrió, en resumen, fue que mi esposa y yo habíamos contratado a un joven —Antonio— para que nos diera un tour. Nos habíamos pasado la mañana dentro de un viejo y destartalado Moskvich conducido por otro joven mientras Antonio nos señalaba los lugares de interés, con comentarios incluidos sobre lo que él describía como “la verdadera Cuba”. Visitamos un museo de cultura afrocubana; exploramos la vieja fortaleza española; compramos ron de contrabando. Luego fuimos con Antonio a su minúscula vivienda en lo que parecía ser un mal diseñado cajón de concreto. Allí conocimos a su esposa y madre mientras nos tomábamos unas cervezas, hablábamos un poco de política y tomábamos fotos. A media tarde, Antonio y otro amigo suyo nos llevaron a un encantador restaurancito en los bajos de la famosa santiaguera calle-escalinata de Pico Padre. Allí comimos langosta a la plancha, bebimos más cervezas e intercambiamos chistes y juramentos de amistad eterna.
Al terminar la comida le entregué 80 CUC al camarero, quien me devolvió 10 CUC. Parado yo allí con el billete de diez pesos en la mano, Antonio me lo arrebató y se lo metió en el bolsillo. Le dirigí una mirada inquisitiva por confusa y él me respondió encogiéndose de hombros, un calibrado movimiento de significado ambiguo que interpreté entre ¿Y a ti qué te pasa? y Ya sabes cómo son las cosas aquí. No había sido mi intención darle el dinero; él había decidido que se lo merecía. Horas más tarde, en la terraza del Casa Granda, bebiéndome un mojito que me había costado la mitad de la cantidad que tanto me obsesionaba, me cuestioné cuál era el significado real de aquel movimiento de hombros.
TODO ESTO había ocurrido en esa zona comercial informal y mal delineada que surge en cualquier economía de turismo saludable, un mercado gris particularmente amplio y más transitado aun en países donde existen descomunales diferencias de riqueza, poder y libertad política entre los habitantes y los visitantes. En Cuba, Antonio y yo estábamos parados en orillas opuestas de una brecha divisoria creada por la colosal mezcolanza de esos tres factores.
No nos habíamos hecho ilusiones, mi esposa y yo. Entendíamos que Antonio era, en la jerga local, un jinetero, un pillo a la caza de ingenuos clientes, aunque a menudo en Cuba le dan a la palabra el significado más vulgar de estafador sexual o prostituta/o. Durante un par de días nos habíamos enfrascado con Antonio en un prolongado tira-y-encoge de regateos, una danza que ya conocíamos de otros viajes a países con bulliciosos mercados grises. Hubo encuentros varios en una concurrida calle frente a un decrépito estudio fotográfico que puede o no haber sido su centro de trabajo habitual. Nos había dado una foto como regalo, además de unos tabacos baratos, mientras discutíamos la posibilidad de hacer un tour por la ciudad como si de una amistosa excursión se tratara en vez de una transacción pagada. Mi esposa y yo habíamos averiguado en la recepción del Hotel Meliá, el único centro turístico que ofrece servicio completo en la ciudad, y sabíamos ya que un tour guiado en autobús con aire acondicionado nos costaría más de $100. En vez de entregarle nuestros CUC a una operación controlada por el gobierno, nos agradaba más la idea de dárselos a un hábil jinetero, acompañándolos tal vez de un par de regalos adicionales.
Fue correcta nuestra decisión y no nos arrepentíamos. Habíamos pasado un día estupendo, divertido y revelador como no lo hubiera sido nunca un tour oficial. Creíamos haber mostrado nuestra gratitud siendo generosos con Antonio y su familia, pagándole por aquí y por allá al darle siempre dinero de más, sin reclamarle el vuelto en ocasiones. Me había dado cuenta de que habíamos pagado de más por los tragos en el museo de cultura afrocubana, y que yo le había dado a Antonio por lo menos cinco veces el dinero necesario para comprar la caja de seis cervezas que compartimos después en su casa. Al finalizar el tour, habíamos pasado por el hotel a recoger una bolsa con marcadores, libretas, cepillos de dientes, toallas nuevas y un par de shorts Adidas usados para regalarle a la familia. Por su labor de guías, a Antonio y al chófer les dimos 20 CUC por cabeza —cantidad equivalente a un mes de salario en un trabajo estatal típico. También les habíamos pagado a ambos la comida de langosta (otro mes de salario, aunque por ser cubanos nunca les hubieran servido de haber ido ellos allí por su cuenta, aunque tuvieran los CUC).
Así que sí, ya sabíamos más o menos “cómo eran las cosas aquí”. Sin embargo, Antonio creía que yo todavía tenía una deuda con él de 10 CUC, por lo tanto él mismo se había encargado de saldarla. Al principio, allí parado en la calle frente al restaurante viéndolos despedirse en medio de cálidos abrazos y apretones de mano, sentí algo parecido a un ultraje, casi una violación. ¿Me acababan de estafar? Peor aún, me pregunté espantado al sospechar lo que más teme un viajero curtido: No solo me habían robado sino que… ¿también se habían burlado de mí?
Con la lucidez del segundo mojito y la espectacular puesta de sol en la bahía de Santiago llegué a la conclusión de que no. No fue un robo ni un timo y por eso mismo se sentía tan raro. No se trataba de lo que me había ocurrido; se trataba de quién era yo en Cuba. Aquello expresaba una rotunda negativa a adherirse al guión de la dinámica del poder colonial. Era la rebelión del lacayo frente a su amo colonial. Era, estaba seguro, un modo intensamente cubano de interpretar lo ocurrido.
Desde luego que yo no iba a echar de menos los diez pesos. Antonio se los había ganado con creces. Yo ya había presenciado lo suficiente para saber cuán difícil iba a ser que en sus manos pronto cayera otro billete de 10 CUC. Por su parte, él entendía con qué poco esfuerzo yo obtendría otra pila de esos billetes. No estaba él del todo dotado para captar con fría lógica la distribución de riqueza y escala social en la economía de turismo, y de ninguna manera pensaba que me debía algún tipo de deferencia. Él había cogido lo que le pertenecía por derecho propio, el cobro de un invertido impuesto colonial sobre la transacción del día. Ésa era la cantidad que el mercado turístico santiaguero toleraba ese día.
Cuando vi el limón y las hojas de menta machacadas en el fondo del vaso de mi segundo mojito, ya vislumbraba el asunto con mucha más claridad: Antonio y yo, Cuba y Canadá, todo el viaje. La verdadera tasa de cambio de los diez pesos convertibles me preocupó el resto de mi estancia e iluminó con nueva luz el mes de preparativos anterior al viaje. Diez pesos eran una ganga, en realidad, para todo lo que me fue revelado.
UNOS DÍAS antes de partir hacia Cuba habíamos pasado por el Walmart de Antigonish, en Nueva Escocia, donde andábamos visitando a mis padres durante las fiestas navideñas. Teníamos que mandar a imprimir fotos y hacer compras de última hora para el viaje: bloqueador de sol, medicinas y un lápiz de memoria digital de alta capacidad. Una de las suposiciones, nunca abiertamente expresada, en la relación colonial de Canadá con Cuba es que los turistas deben importar montones de mercancía que luego distribuirán entre los nativos. En Cuba, al contrario de la mayoría de otros paraísos playeros caribeños, no se trata sólo de que la gente no puede costearse los mismos productos que nosotros sino que muchos de esos productos que consideramos esenciales y creemos garantizados, no se pueden conseguir en el trunco mercado cubano. Por eso había leído en la internet lo que otros compatriotas aconsejaban llevar: hilo dental, champú, toallas de buena calidad, pelotas de béisbol, vitaminas y medicinas, cepillos de diente y útiles escolares, equipos electrónicos pequeños y espejuelos graduados.
Caminamos por los pasillos de Walmart, excesivamente radiantes bajo tanta luz fluorescente, y pasamos los rebosantes estantes llenando un carrito con plumas, libretas y pomitos de aspirina. Llevábamos a nuestra reacia hija de cinco años al retortero y mientras nosotros debatíamos absurdamente cuál comprar, ella se acomodó en uno de los estantes repletos de toallas como si fuera una litera. Había por lo menos cuatro grados de calidad y precios de toalla. Yo había anotado en mi lista “toallas de buena calidad” y hasta había puesto una estrellita al lado, pero no lograba recordar el porqué de la estrella: si era porque las toallas eran tan útiles que teníamos que comprar muchas o si era que los cubanos necesitaban únicamente toallas de buena calidad. Por fin decidimos comprar dos toallas de baño ($5 c/u), cuatro toallitas ($2 c/u) y dos toallas de mano ($4 c/u). Cuando llegamos a la caja no recordaba si las toallas compradas cumplían el requisito de calidad o de cantidad. El costo total fue de $186,82, equivalente a seis meses de un salario típico en Cuba. Pagamos con la plástica tarjeta de crédito y nos encogimos de hombros, cansados.
Por supuesto, esa forma de pago es la norma actual en la economía canadiense. Vivimos en medio de tantas opciones que resulta delirante, tan inundados como enterrados bajo la abundancia que inspiramos series televisivas sobre nuestra afluente realidad consumista. Muchos ni siquiera llevamos efectivo encima. Un pitido digital se traslada a la velocidad de la luz desde la caja de Walmart hasta una “granja” de servidores que representan la caja fuerte del banco y ya, cuando llegamos a la puerta automática de salida no recordamos si pagamos $176 o $186 por el peso muerto dentro del carrito que empujamos. Con facilidad se te podrían ir otros $10 CUC si olvidas sacar a tiempo esa innecesaria caja de lápices de colorear que tu hija echó en el carrito mientras caminabas distraído.
A PESAR de la arbitrariedad de las decisiones tardías que determinan su periferia, la relación de Canadá con Cuba, económica o de otra índole, tiene gran relevancia. Canadá y México fueron los únicos países occidentales que no rompieron relaciones diplomáticas con Cuba durante la crisis de los misiles a principios de la década de 1960; además, la amistad de Fidel Castro con Pierre Trudeau fue tan estrecha que Castro fue uno de los portadores honorarios del féretro del primer ministro canadiense en su velorio en Montreal. En los anales de la diplomacia canadiense no existe ninguna otra relación internacional en la que Canadá se haya alejado tanto de Estados Unidos.
Como recompensa a nuestra duradera amistad, Canadá es el segundo aliado económico más importante de Cuba después de Venezuela, que suministra a la isla de más del 60 por ciento del petróleo que consume. (China exporta mucha más mercadería a Cuba, pero los chinos no se bajan a diario de múltiples vuelos chárter para repartir regalitos y dejar cientos de millones de dólares en los cofres de la economía cubana). Cuba es nuestro mayor socio en toda la región de Centroamérica y el Caribe. Le exportamos una amplia gama de materias primas —azufre, trigo, cable de cobre— y somos el segundo comprador de las exportaciones cubanas, en particular de azúcar, níquel, pescado, frutos cítricos y tabaco. Todo ese comercio suma más de mil millones de dólares. La compañía minera canadiense Sherritt International goza de una enorme presencia en la isla excavando níquel cubano; y la empresa Toronto Pizza Nova es la única pizzería extranjera que opera seis sucursales por toda Cuba. Mientras tanto, en casa, muchas tiendas de souvenirs en ciudades canadienses resaltan y anuncian que tienen humidores muy bien surtidos de tabacos cubanos a la venta para turistas estadounidenses. De cierta manera, el tabaco cubano es ya tan canadiense como el sirope de arce.
La perspectiva económica del otro extremo de esta relación no es tan idílica. Desde el colapso de la Unión Soviética a finales de la década de 1980, Cuba se ha tenido que enfrentar al aniquilador “Período Especial”, durante el cual su economía se ha visto aislada en su propio limbo socialista: amarrada a un fracasado orden comunista y todavía apartada —a pesar de la corta distancia geográfica de 145 km— comercialmente de la mayor potencia económica del mundo, necesitando con urgencia tanto importaciones como el efectivo para pagarlas. A medida que fueron desapareciendo los productos soviéticos de las despensas cubanas en los primeros años del Período Especial, el consumo de calorías del cubano bajó un 30 por ciento, y la dieta en sí nunca se ha vuelto a compensar. Entre el 60 y 80 por ciento de los alimentos de los cubanos dependen de productos que Cuba importa (y cada vez más —por medio de permisos y exenciones— de Estados Unidos). De la noche a la mañana, los cubanos tuvieron que producir alimentos de forma orgánica y en muchos casos de modo y con herramientas del período preindustrial. Por ejemplo, en la isla se produjo un aumento súbito en la manufactura de yuntas y arados para bueyes, entre otras muchas medidas de austeridad adoptadas por el gobierno para que su “navío” se mantuviera a flote en los mares inciertos del Período Especial.
Sin embargo, las restricciones de esa ola de austeridad están ahora arremetiendo peligrosamente contra la balsa que apenas queda del “navío”. Para conservar energía, desde junio de 2009 toda Cuba se rige por cuotas de emergencia impuestas por el programa estatal “Ahorro o muerte”. Tentativamente el gobierno ha empezado a “liberar” a un gran número de trabajadores estatales y a auspiciar el desarrollo de pequeños negocios “cuentapropistas”. Por otra parte, Cuba exporta tantos médicos al extranjero (a cambio de materias primas como petróleo) que en la actualidad la misma cantidad de cubanos que ejercen profesiones médicas en la isla cuidan de la salud de ciudadanos de otros países. El gobierno también ha comenzado a hablar de eliminar los subsidios de productos básicos de manera paulatina, insinuando así que tienen los días contados las tiendas donde los cubanos reciben a diario raciones mínimas de pan (y a veces de arroz, frijoles y leche).
Un estudio reciente describe la actual propuesta de Cuba como “economía de supervivencia”. Yoani Sánchez, bloguera disidente de La Habana, resumía con más elocuencia la interrogante cubana en su blog y en el Huffington Post en agosto del año pasado: “Estamos en transición, algo parece a punto de romperse irremediablemente en esta Isla, pero no nos damos cuenta, hundidos en la cotidianidad y en los problemas. Después vendrán los documentalistas y en treinta minutos querrán narrar lo que a nosotros nos ha llevado décadas”.
De cara a esta incertidumbre cada vez mayor, queda solo una luz cuya intensidad va en aumento en el turbio horizonte de Cuba, la luz que guía a la destartalada “nave-balsa” del Período Especial a puerto seguro: el turismo. En 1990, al comenzar esta extraña etapa, Cuba atraía 340.000 turistas; en 2011 dio la bienvenida a casi 2,5 millones. Desde que se anunció el programa “Ahorro o muerte”, el gobierno de Raúl Castro ha permitido el arrendamiento de terrenos durante noventa y nueve años para alentar el desarrollo de balnearios, campos de golf y centros turísticos por parte de inversionistas extranjeros. También ha relajado las restricciones antes impuestas a negocios de familia, como los paladares y las casas particulares, en un intento de crear empleos no gubernamentales en el turismo. Así las cosas, uno de cada cuatro de los 80.000 empleados estatales en el sector turístico tiene un nivel de educación superior a la escuela secundaria. “En estos momentos” escribe Sánchez, “el aliciente principal para quienes trabajan en cafeterías, restaurantes y hoteles radica en la posibilidad de que un visitante extranjero les deje alguna gratificación material”. Más de un millón de esos visitantes extranjeros, el 44 por ciento del total, son canadienses. El siguiente gran grupo lo componen aproximadamente 175.000 ingleses. Dar, y aceptar, propinas en Cuba fue considerado durante mucho tiempo un acto contrarrevolucionario, indigno de un verdadero patriota, algo que ahora se ha convertido en la forma más directa y vital de sostener cierta estabilidad económica.
SER UN TURISTA canadiense en Cuba significa algo más que ser un visitante pasajero, mucho más. No es que uno sea visiblemente extranjero y más acaudalado, no; de pronto uno se convierte en un especie de vasallo moderno, el único emisario accesible de una metrópoli que nunca ha sido vista pero que de lejos se aprecia benévola y dadivosa.
Ésas eran las corrientes socio-macroeconómicas vigentes mientras mi esposa y yo paseábamos por una céntrica y amplia avenida de Santiago aquel primer día de nuestra visita. El tráfico era constante y sonoro, poblado de arcaicos camiones y camionetas de la General Motors, autobuses chinos eructando gases diesel y vehículos Fords y Cadillacs de antaño con motores reconstruidos múltiples veces bajo el capó. Nos detuvimos a admirar la impresionante fachada del Hotel Rex, una gloriosa estructura de art déco y neón, reliquia de la Cuba de la década de 1950. La revolución cubana se originó en Santiago y en 1953, en ese mismo hotel se quedaron los fidelistas la noche antes del ataque al cercano cuartel Moncada. (Después del ataque, Fidel —expulsado de Cuba por encabezarlo—, conocería al Ché Guevara durante su exilio mexicano y regresaría unos años más tarde, capturando Santiago en 1958, la primera gran victoria del ejército revolucionario).
Un poco más tarde esa mañana, un joven nos saludó desde un quicio de cemento de casi media planta de altura sobre el nivel de la calle. Señalaba la cámara de mi esposa y nos invitó a ver su pequeño estudio fotográfico. En bastante buen inglés, a pesar del marcado acento, se presentó como Antonio.
El estudio era un buen ejemplo de la improvisación cubana contemporánea. Situado en la sala de la vieja casa, las paredes estaban descascaradas y a punto del derrumbe, toques muy peculiares del Período Especial. La iluminación provenía de un tubo de luz fluorescente montado horizontalmente en una pared, cuyo resplandor sobrenatural caía sobre una raída cortina blanca. El único equipo fotográfico era una camarita digital que tendría por lo menos cinco años y cuya resolución de imagen era mucho menor en mega píxeles que la de un teléfono inteligente básico. En Santiago, sin embargo, pareciera que tener acceso a cualquier tipo de cámara digital era buena base para montar un negocio de fotografía.
Antonio y un par de colegas estaban sacando fotos de una bebita y sus padres. El sábado cumpliría su primer año y nos invitaron a la celebración. Posamos con la niña y su familia y, una vez que se fueron, Antonio inició un prolongado monólogo sobre el mercado fotográfico local, Santiago (“la ciudad más caribeña de Cuba”) y su personal herencia afrocubana. Sacó su pasaporte y nos mostró la visa del viaje que había hecho a Amsterdam hacía unos años. Nos enseñó un par de fotos de él en Holanda, con un grueso abrigo y gorro de invierno. Conocía a un músico, nos contó, que había ido de gira por Canadá. Su ansia de escape era evidente.
Nos despedimos de Antonio con una vaga promesa de que regresaríamos, tal vez para hacer con él su tour de “la Cuba verdadera” o para acudir a la fiesta de cumpleaños. No nos comprometimos a nada porque había que tener precaución en estas cosas, pero tampoco mentimos.
Era un día hermoso, agradable bajo el cálido sol mientras deambulábamos sin apuro por una calle cercana a un mercado y tiendas del estado. De vez en vez nos deteníamos a mirar con curiosidad el raro conjunto de artículos. Vimos zapatos baratos hechos en China y juguetes de plástico en los estantes y vitrinas medio vacías. Una tienda estaba repleta de falsificaciones de aparatos eléctricos y de minúsculas lavadoras de ropa. El haz de luz anaranjada del atardecer bañaba y hacía brillar todo, con la mayoría de las luces apagadas debido al “Ahorro o muerte”. Una cola de santiagueros agarrados a sus arrugadas libretas de racionamiento esperaban delante de una tienda que ofertaba huevos.
Llegamos a un rincón donde una jovencita vendía paletas de helado. En un letrerito decía “$3.00”. Le pedí una paleta y le entregué tres monedas de $1 CUC, dándome cuenta al instante que las dejaba caer en el mostradorcito que el precio del letrero era en CUP. En un abrir y cerrar de ojos, la muchacha las deslizó y escondió las monedas debajo del mostrador, disimulando su acción como pronta eficiencia. Me entregó la paleta de helado y se me quedó mirando. Le sostuve la mirada lo que dura un bostezo, sin saber por qué esperaba. Éramos colonizador y colonizada, hundidos ambos en el ambiguo mercado gris de la economía de turismo, esperando a ver quién iba a pestañear primero. “Gracias”, dije por fin y seguimos caminando por la calle.
Unas cuadras después comprendí cuánto había pagado de más. El helado resultó grumoso y desabrido. Como seguíamos con un poco de hambre, nos detuvimos en una esquina donde una anciana vendía cucuruchos de maní tostado. Le hice un gesto para que me diera uno y le alcancé una moneda de 25 centavos CUC, la doceava parte de lo que había pagado por el helado. La mujer parecía horrorizada. El anciano parado a su lado también abrió los ojos con exageración y agarró todos los cucuruchos que le cabían en ambas manos, que eran casi todos los que tenía la mujer en la bandeja, para dármelos. Por fin llegamos a un acuerdo y acepté dos cucuruchos por la peseta, la cual la mujer agradeció con gran efusividad.
Le había proporcionado a la chica del puesto de helado una ganancia inesperada. A ella, que vendía helados malos a los santiagueros en un puestecito en la calle comercial con tiendas estatales en una ciudad donde apenas había turistas. (A diferencia de La Habana —que de por sí atrae multitudes de turistas además de los que van allí de excursión a diario desde el atestado balneario de Varadero—, Santiago queda muy lejos, a tres horas por carretera de los hoteles de playa cercanos a Holguín que atraen a las masas en busca de paquetes turísticos). A ella, que no imaginaba ni remotamente regresar a casa esa noche con unos CUC en el bolsillo —casi el salario de una semana en una propina fortuita en moneda fuerte. Mi esposa y yo éramos, a sus ojos, canadienses en busca de sol que habíamos pagado vuelos que costaban mil dólares, así que ¿qué nos importaría malgastar un par de CUC? El precio de todo era arbitrario en Cuba. Aquí no se aplicaban las reglas. Y eso era parte de su atractivo.
ESTUVIMOS EN SANTIAGO una semana y sólo dos veces vimos algo que pareciera un anuncio de tasas de cambio de divisas, ambas ocasiones en locales de música en vivo cerca de la plaza central. La primera fue en la tienda de música de la Casona Artex, también del gobierno, donde venden gran variedad de CDs de música cubana (después del ron y los tabacos, la música de Cuba es el siguiente souvenir más popular, además de su más preciada exportación cultural). En el patio del fondo se presentan agrupaciones musicales toda la tarde y noche, y en la parte de arriba de la escalera que conduce al patio vimos un letrero con una lista de los precios de admisión en ambas monedas, pesos convertibles y no convertibles: “$1.00 CUC / $20.00 CUP”. En esa misma cuadra, en la Casa de la Trova —el más histórico escenario musical de Santiago, por no decir de toda Cuba— ese día les estaban cobrando a los santiagueros y demás cubanos $25 CUP por un boleto de entrada que decía “$1.00 CUC”.
Un día, al pasar por una de las tiendas de racionamiento, me fijé en la pizarra encima del largo y desgastado mostrador de madera y vi que el arroz estaba a $0.25 la libra (en CUP, claro). Según la tasa de cambio de veinte-por-uno colgada en el patio de la Casona Artex, yo había pagado $60 CUP —lo que me alcanzaba para comprar 240 libras de arroz— por una paleta de helado que apenas se dejaba tragar. Podíamos haber comprado 160 libras de arroz por lo que pagamos por pasar una hora escuchando música una linda tarde en ese mismo patio.
Hablemos de la música que oí esa tarde en el Patio de Artex. Hacerlo pone en evidencia la razón más obvia —más allá de la oferta y la conveniencia de los vuelos baratos o de la amistad histórica o de la incomparable calidad de los Cohíbas hechos a mano— por la que más de un millón de canadienses visitan Cuba cada año (en comparación con los 740.000 que viajan a la República Dominicana, por ejemplo, donde los precios son más bajos y los tabacos y el ron son también abundantes pero la logística de todo lo demás no va acompañada por las complicaciones de la burocracia comunista y las lúgubres exigencias del Período Especial). Indica por qué no es casualidad que Cuba, aislada, haya podido sobrevivir medio siglo en su abierta y hostil resistencia a la nación más poderosa del mundo, justo al norte. Cada país tiene su carácter, sus costumbres e idiosincrasia cultural, pero la profundidad de alma de Cuba la eleva a una clase única. La música cubana ha marcado el tono y dado ritmo a casi toda la música latinoamericana durante generaciones, y es la manifestación más visceral del espíritu indómito de la isla.
Así que venga, hablemos de la música que escuché en el Patio de Artex. Aun al borde del escarpado abismo del Período Especial, aun después de muchos meses de la austeridad agotadora del “Ahorro o muerte”, uno puede sentarse en una mesa en el Patio de Artex un viernes por la tarde y admirar cómo ocho individuos vestidos con camisetas regaladas y pitusas chinos transforman el patio en uno de los mejores lugares del mundo desde el cual lanzarse de lleno al resto del fin de semana. Con los vasos plásticos de mojitos traspirando sobre la mesa, el trompetista acalla su instrumento con una mano para acentuar el improvisado gruñido que le arranca al son que están tocando con magnífico brío, acelerando el ritmo y levantando de un empujón musical a alguien tan inepto en el baile como lo soy yo. Eso es lo que te dan a cambio de las 160 libras de arroz de admisión al Patio de Artex. Te dan escape, transcendencia. Ver ese espectáculo por $10 CUC por cabeza hubiera sido tremenda ganga.
Por eso los canadienses regresan una y otra vez. Y por eso, tal vez, traen más camisetas y toallas y aspirina en el próximo viaje: porque esta gente merece más, mucho más por su esfuerzo. Los cubanos se merecen otra suerte. Cierto, lo mismo ocurre en el sinfín de playas pintorescas en cualquier rincón del trópico empobrecido, pero en Cuba es aun más innegable. Tal vez se deba a la crueldad implacable del Período Especial, a lo absurdo del embargo estadounidense a estas alturas. Quizás en México o Jamaica nos engañemos con la noción de que la libertad aparente de esa sociedad significa que no existe una barrera absoluta entre nuestras acciones decadentes al tumbarnos cerca de la piscina con un trago y las mujeres que trabajan como bestias limpiando nuestros desordenados dormitorios temporales. De todas formas, hay algo en Cuba que saca a relucir de manera especial la naturaleza arbitraria de la riqueza, el poder y el confort material. Y por eso venimos cargados de cosas. Regalos. Trueque. Talismanes para disculparnos y pedir perdón.
NO ES DIFÍCIL toparse con lugares donde haya música en vivo en Santiago de Cuba. La ciudad se enorgullece en ser la sede donde los ritmos africanos se fusionaron con la harmonía de los instrumentos españoles para dar vida, en el siglo diecinueve, a la itinerante y tradicional trova, fuente de la cultura musical cubana que ha conquistado al mundo.
Una tarde en la Casa de la Trova vimos tocar a Ecos del Tivoli, un fenomenal septeto cuyos músicos vestían todos trajes iguales. En otros espectáculos escuchamos docenas de versiones del “Chan chan”, el himno del Buena Vista Social Club. Una noche llegamos temprano al paladar más cercano a nuestro hotel, que abrió sus puertas sólo para nosotros, y antes de que nos tomaran el pedido apareció un amable anciano con su fedora calado y guitarra en mano para ofrecernos una serenata (su evocadora versión de “La casa del sol naciente” fue el plato fuerte). Compramos el CD de su banda ($10 CUC incluyendo la propina por la serenata) y un par de noches después lo vimos entre el público de la Casa de la Trova, donde a base de zalamerías convenció a una prostituta para que me enseñara unos cuantos pasitos de baile en la pista.
Una tarde, explorando las calles aledañas a la destilería donde se hacía el original ron Bacardí, se nos acercó una señora mayor. Nos explicó que trabajaba en algo relacionado con la economía y computadoras, pero que su gran pasión de toda la vida era la ópera. Nos preguntó si queríamos escuchar una canción. Mientras los santiagueros nos pasaban por el lado sin darle mucha importancia —ocurrencia normal de cualquier tarde en Santiago—, la mujer nos regaló un apasionado bolero en una voz que revelaba años de formación musical clásica.
En la calle Heredia, cerca de la plaza principal de Santiago, hay un pequeño mercado para turistas. Allí, los vendedores callejeros pregonan sus artesanías y al fondo, en kioscos y tienditas, venden antigüedades, cuadros y souvenirs. Varias veces visité una en particular, un lugar del tamaño de un clóset repleto de libros, postales y viejos discos de música cubana. En cuanto expresé interés en los discos el propietario de la tiendita, un simpático caballero con visera de vendedor de periódicos, me sonrió masticando el cabo de su tabaco y empezó a sacar y poner discos en su tocadiscos. Dando pasillos de tango se movió por la tienda y nos sirvió café. Por uno o dos CUC cada uno, le compré varios discos de son cubano a los que es imposible ponerles precio, y una pila de números de los años 70 de la revista Bohemia —la que fuera la revista más importante de Latinoamérica. Por razones que no logré entender, el caballero me regaló un paquete de postales desplegables con fotos de la Catedral de la Seo de Zaragoza, España, con fecha de 1958.
¿Qué considerarías un justo precio de admisión a uno de los mejores parques temáticos de la Tierra, cuya atracción principal es la música? ¿Veinte dólares? ¿Cincuenta? ¿Cuánto cobran en Nashville en el Grand Ole Opry? Si me lo hubieran preguntado mientras abordaba el avión de regreso a casa, hubiera contestado que pagaría sin chistar $10 CUC por el apasionado bolero que nos regaló con su voz aquella señora en una esquina. Semanas después, sin embargo, de lo único que estaba plenamente consciente es que había fallado una y otra vez en dejar la propina adecuada.
HABLEMOS AHORA de dónde comer en Santiago (y cómo dejar poca propina allí también). Los restaurantes estatales —tanto los asignados para turistas, donde cobran en CUC, como los lugares en CUP para cubanos— son una pérdida de tiempo. Ahora bien, la comida que sirven en los paladares privados está completamente en otra liga. Hasta mediados de los 90, un paladar era un par de mesas en la cocina de cualquier casa, operado en el mercado negro. Luego algunos recibieron licencias para más tarde ser sometidos al rígido control estatal con complicadas y absurdas regulaciones y cargos abusivos. Los mejores son los que siguen sin licencia, y encontramos uno cerca de otro centro musical, la Casa de las Tradiciones, simplemente preguntándole a un hombre en la puerta si conocía un buen lugar donde comer.
El mismo hombre nos guió a paso ligero por una callecita donde parecía que todos los jóvenes del barrio se habían congregado alrededor de una mesa donde se jugaba dominó en plena calle y a grito pelado. Cuando nos acercamos, un muchacho se separó del grupo y se presentó como Luis. Nos llevó por otras dos cuadras hasta llegar a una casita. En la sala una señora que parecía su abuela miraba telenovelas y Luis nos invitó a sentarnos y esperar antes de desaparecer a otra parte de la casita durante casi media hora. Cuando volvió, nos pasó por la cocina y atravesamos un estrecho cuarto con literas infantiles contra una pared y luego bajamos una escalera de concreto hacia un patiecito. Allí había preparado una inmaculada mesa que ofrecía una vista panorámica de la bahía de Santiago. En un aparato portátil se escuchaban canciones de trova mientras nuestro anfitrión, con la soltura de todo un guía veterano, nos narraba detalles históricos sobre el puerto de Santiago y el papel que desempeñó en la trata de esclavos.
En una esquina del patio notamos un altarcito, un cajón de madera parado en uno de sus extremos con el lado abierto hacia fuera. Dentro tenía muñequitas, un plato hondo con monedas y un huevo sobre una bandejita. Encima del cajón había un tabaco y una pequeña cruz de madera, y justo enfrente del cajón había trazado en el cemento un círculo de tiza con dibujos de flechas y calaveras a su alrededor. Luis nos explicó que era practicante de la religión palo monte, una fe sincrética de origen afrocubano similar a la santería. Mencionamos que era el único altar de ese tipo que habíamos visto. Todo el mundo tiene uno, nos dijo, pero él no se molestaba en esconder el suyo. Nos dio una tarjetica con el nombre y la dirección del paladar, la única que vimos. Era obvio que en medio de la transición que se está viviendo en Cuba, a Luis le interesa más dejar bien ubicado su pequeño negocio a comienzos de la nueva fase que esconderlo de las autoridades en los últimos días de la etapa que fue.
“En Cuba”, nos dijo, “el hoy es ahora. Mañana será otro día”.
Nos preparó otra versión del mojito con hojas de albahaca en vez de menta. Lo llamó un “alto del mar”, que también era el nombre de su paladar, y fue el mejor trago que tomé en Cuba. La comida consistió de un pescado entero frito, adornado con el único pimiento rojo que vimos en Santiago y acompañado de una salsa al estilo criollo que en la delicadeza de su sabor era muy superior a lo que ofrecían los paladares con licencia. Cuando pedí la cuenta me entregó un papelito donde había anotado “$14.00”. Le di $20 CUC, otra propina insuficiente por una de las mejores comidas que he degustado en mi vida.
La casa de Luis quedaba a unas pocas cuadras del Museo de la Lucha Clandestina, que visitamos días después. Resultó ser también un altar, pero de otro tipo. Dentro de sus vitrinas se resguardan los trajes manchados de sangre y los cocteles molotov de la guerrilla que se llevó a cabo en las calles de Santiago años antes de que regresara Fidel de su exilio, testimonio de la tradición santiaguera de desafío y resistencia.
Afuera, nos detuvimos a mirar a unos adolescentes jugar un improvisado juego de pelota en la calle. De bate usaban un palo de escoba y rebotaban en los edificios adyacentes una “pelota” inventada por ellos con tanta fuerza y aplomo que me tomó un rato darme cuenta que la pelota no era siquiera redonda. Era un pomo de medicinas vacío. Me vino a la mente una escena de nuestra visita al Walmart de Antigonish y la anotación de “pelotas de béisbol” en mi lista. Las había buscado en el departamento de equipos deportivos, pero en diciembre en Nueva Escocia no pude hallar ni una sola pelota de béisbol. En algún momento sostuve un tubo de pelotas de tenis, pero lo devolví al estante. Con una asombrosa falta de perspectiva, guiado por un ilusorio sentido del decoro, se me había ocurrido que los cubanos eran de los mejores jugadores de béisbol del mundo y que por lo tanto, practicarían sus habilidades al bate sólo con pelotas de béisbol perfectamente calibradas. Ahora, de pronto, aquello se convertía en la peor de mis inadecuadas propinas: la que nunca di.
EL BRISAS Sierra Mar es un hotel costero de tres estrellas y un tanto maltratado que queda a unos 65 km de Santiago, un viaje en carretera de casi tres horas por una de las carreteras más evocadoras de un paisaje de cráteres lunares que yo haya visto. El hotel ofrece el modelo básico del todo-incluido: piscina con bar en el medio, varios restaurantes y bares, un anfiteatro al aire libre para espectáculos nocturnos, una tienda de buceo y una playa que debió ser algo fuera de serie antes de que el huracán Dennis la redujera a un estrecho sendero de arena en 2005. Cuando llegamos, la mayoría de los huéspedes eran canadienses —para casi todos ésta no era su primera visita al hotel y muchos se hospedan allí una o más veces al año—, por lo que se sentía una relajada atmósfera de campamento de verano. Cerca de la recepción, los operadores de tours ofrecían diversos paquetes y panfletos de excursiones. Todos describían el peligro de aventurarse a la Cuba que existe más allá del portón del refugio turístico, donde, alertaban, hay un estafador esperando en cada esquina. Todos los operadores también aconsejaban a los turistas no salir solos del hotel bajo ningún pretexto.
Habíamos ido al Brisas Sierra Mar a bucear. Edgar, el buzo maestro, era un padre de familia de voz suave y muy perspicaz. Era nuestra primera vez allí, pero casi todos los demás en la excursión le preguntaron a Edgar por su familia. Sus hijas habían estado enfermas, dijo y encogió los hombros de tal manera que parecía indicar que el tema de la enfermedad en Cuba podía extenderse demasiado como para hablar de ello.
Los arrecifes de coral cubanos están saturados del pez león, una impresionante criatura de brillantes franjas negras y anaranjadas con una cresta de antenas venenosas que sobresalen del cuerpo y de las aletas. Proveniente del Pacífico Sur, es una especie invasora en el Caribe que se banquetea con los indefensos huevos que otros peces han dejado incubándose en la barrera coralina. Edgar traía siempre su arpón para eliminar tantos como viera en cada descenso, así que la caza del pez león por el buzo maestro se convirtió en un espectáculo de acción. Un día fileteó unos cuantos en la tienda de buceo, quitándoles con gran pericia las aletas coronadas de antenas venenosas con un par arpones con la misma facilidad con que un cocinero de comida asiática manejaría unos palitos chinos. El chef del hotel empanizó y frió los filetes y nos los sirvieron con papas fritas: “fish and chips” a la cubana, tal vez la mejor comida que digerimos durante nuestra estancia en el hotel.
La mañana que nos íbamos fui hasta la tienda de buceo con una bolsa llena de regalos para Edgar: una toalla de baño, una carpeta y una libreta para niños con un tigre en la portada que mi hija había escogido, además de pomitos de aspirina, Dramamine y Nauzene, una medicina infantil para la náusea. Edgar estaba enfermo y no había ido a trabajar, pero el guarda me dijo que podía dejarle la bolsa en su oficina. Entré y puse la bolsa debajo del escritorio de Edgar y después dudé: ¿y si alguien se la lleva? No había ningún registro de la bolsa, ni forma de garantizar que Edgar y sus hijas enfermas la recibirían. Estaba dedicando demasiado tiempo, me daba cuenta, a una conexión personal injustificada. Quería que Edgar supiera que yo deseaba ayudarlo. A menudo ésa es la dinámica de hacer un regalo en Cuba —no basta con ser el amo colonial que tiene exóticos tesoros, el soberano tiene que ofrecerlos a su antojo. Hasta en el acto de caridad queremos tributo. Queremos llevarnos un poco de gratitud a casa.
Dejé la bolsa en la oficina de Edgar, a sabiendas de que cualquiera que la encontrara iba a entender y apreciar su contenido. Usaría esas cosas una y otra vez hasta gastarlas y entonces, les buscaría otro propósito. Un pomito vacío de aspirina podría, al fin y al cabo, servir como una muy buena pelota de béisbol.
NO ESTABA LISTO para las malas condiciones que encontré en el lugar donde Antonio vivía. Tal vez haya otra manera más halagadora de decirlo pero al final del tour de Santiago, cuando nos invitó a su casa, lo que allí vi era mucho peor de lo que remotamente creía que iba a ver. Me imaginaba que sería una vivienda como las que pasábamos en nuestros paseos por las calles de la ciudad: limpias casitas de concreto de una planta, espacios estrechos pero agradables como la casa de Luis.
Antonio nos guió por un callejón y descendimos a un barrio densamente poblado, cerca del estudio fotográfico. Allí vimos chapuceros cajones de concreto amontonados uno encima de otro, afiligranadas sus paredes con cabillas oxidadas y cubiertos de techos de hojalata reciclada. Eso era lo que había detrás de las casas que veíamos desde la calle en nuestros paseos. Antonio y su joven esposa vivían en el cajón que descansaba sobre otro de mayor tamaño, donde vivían su madre y su hermana. Para entrar a su casa había que subir por una también reciclada y destartalada escalera de madera. Había dos cuartos: uno delante con un fregadero repleto de platos sucios en una esquina y el de atrás, con un colchón en el piso. En la “sala” había un equipo de música chino cuyo visualizador digital pestañeaba incansable su luz verdiazul y encima, un póster de un equipo de fútbol holandés sujeto a la pared con tachuelas. Era un lugar improvisado, una chabola, un bajareque de cemento.
Antonio le había pedido a su amigo que nos llevara a dar el tour de la ciudad en su viejo auto soviético que funcionaba por pura determinación. Pasamos por espléndidas mansiones coloniales —“las casas de la gente que se fue para Miami”, me explicó Antonio— que ahora albergaban centros culturales y educativos. Nos llevó a un museo cultural afrocubano que nunca habríamos encontrado de otra manera. Camino a la fortaleza española en las afueras de la ciudad, paramos en la carretera y esperamos mientras él corría a una casa donde consiguió dos botellas de ron que tenían la etiqueta del legendario ron Matusalem. En Cuba no se ha vuelto a hacer ron Matusalem desde que Fidel nacionalizó la destilería, pero lo que había en las dos botellas era de primera para el precio de ganga de $10 CUC cada botella. También nos había llevado al restaurante perfecto, un paladar sin licencia que nos preparó una deliciosa langosta a la plancha. A lo largo del día, Antonio se comportó de manera agradable, cortés, bien informado y ansioso de compartir sus conocimientos con nosotros. Era bilingüe, instruido y avispado. Sus necesidades eran evidentes, inconfundibles.
Y yo olvidé todo eso. Que él era tan dolorosamente pobre y yo tan inmensamente rico en comparación. Que su delirante e incierto futuro colgaba de cuántos CUC tuviera en el momento en que la precaria danza económica del Período Especial cesara y los hiciera tan obsoletos como los Ostmarks. En el instante en que me arrebató el billete de diez pesos de la mano, yo era para él un simple agente colonizador, brevemente indignado. Le habíamos dado regalos y habría más, entonces ¿cómo se atrevía él a decidir cuándo, dónde y cómo yo se los tenía que entregar?
Ése era el valor verdadero de los diez pesos convertibles: bajo las circunstancias apropiadas, te demostrarán quién eres en Cuba. Tal vez no te guste lo que veas, pero seguirá siendo una ganga por el precio.
EL DÍA ANTES de partir de Cuba fuimos en taxi hasta Gibara. Antes de que los colonizadores españoles construyeran el ferrocarril y su terminal en Santiago, esta pequeña ciudad había sido un puerto importante del comercio azucarero. En la actualidad es un letárgico laberinto de dilapidadas casonas coloniales ubicadas en un hermoso tramo frente al mar Caribe y sus deliciosas brisas. A pesar de que se llega en menos de una hora en carro desde el aeropuerto internacional de Holguín —más cerca aun que la franja de hoteles todo-incluido de la costa—, por allí pasan sólo unos cuantos turistas de excursión de pocas horas. Los gibareños son amistosos; el alojamiento en casas particulares ubicadas en las antiguas mansiones es adecuado y pintoresco aunque no excepcional; los mariscos son deliciosos y abundan. Corre una sabrosa brisa en esta maravilla de lugar que se está desintegrando con suma lentitud. Gibara es, en otras palabras, el prototipo del lugar perfecto, del escondite-alejado-del-ruidoso-mundo cuya búsqueda por todos nosotros le ha servido a Lonely Planet para construir un imperio de guías turísticas.
Nos encantó Gibara. Por $10 CUC la noche teníamos a nuestra disposición un cuarto cómodo en una casona colonial de techos altos, con un tranquilo y amplio patio sombreado con varias hamacas. A las dos horas de llegar, mi esposa y yo ya especulábamos lo fácil y barato que nos sería tomar uno de esos chárters a Holguín en medio del invierno y pasarnos un mes en Gibara viviendo con poquísima plata.
Al atardecer fuimos hasta el puerto a ver llegar el ferry. Desembarcó un montón de gente con ropa de trabajo que se iban alejaban a pie. Justo cuando empezaba a preguntarme si eran los empleados de los hoteles playeros de la costa mi esposa, que estaba sacando fotos, resbaló y se torció el tobillo. Pronto la gente se arremolinó a nuestro alrededor, sus rostros expresando sincera preocupación. Todos nos decían que fuéramos al hospital y alguien se ofreció a buscar un auto. Mi esposa insistía que estaba bien, que sólo necesitaba descansar un minuto.
“Pero si se hizo daño”, dijo alguien. “Mire ese tobillo. ¿Por qué no quiere ir?”
“Es que somos canadienses”, contestó mi esposa.
“Es para todos. Vayan, vayan”.
Cuba tiene uno de los mejores sistemas de salud pública de los países en desarrollo. Sus escuelas de medicina entrenan médicos de toda Latinoamérica y el resto del mundo, y también exporta a sus graduados en profesiones médicas a todo el globo. En un instante aprendimos que los cubanos —a veces con críticos comentarios bruscos pero con amplias sonrisas— están orgullosos de sus hospitales. La verdad, no se me ocurre otro lugar donde la reacción general a un tobillo torcido sea ir inmediatamente al hospital.
Así que para allá fuimos. Era ya de noche cuando llegamos. Los pasillos estaban a medio iluminar con escasos bombillos y tubos fluorescentes, las paredes y los muebles se caían a pedazos. Nos dirigieron a una sala de espera y en diez minutos llamaron a mi esposa. La atendieron un par de jóvenes doctores, que muy atentos le vendaron el tobillo y le indicaron como cuidárselo. Nadie nos pidió dinero ni ninguna otra cosa. Estábamos de regreso en la casa de huéspedes una media hora después de haber salido a pasear.
Así son los cubanos con lo poco que tienen, una actitud que nos vendría como anillo al dedo a nosotros. Toma lo que necesites. No dudes, no seas tímido. Vayan, vayan.
Una vez que mi esposa se acostó, regresé al hospital. Llevaba conmigo una bolsa, nuestro último regalo para el pueblo cubano. La gente en la entrada seguro pensó que estaba un poco trastornado, con mi español tan flojo y fragmentado, pero una vez que les mostré lo que había en la bolsa buscaron a un doctor en el piso de arriba para que registrara la donación. Un pomo grande de aspirina. Las seis píldoras para la congestión que quedaban en el paquete. Una botella de gotas para aliviar gases para bebés. Dos tercios de un paquete de veinte bolígrafos. Todo lo que nos quedaba. Era lo menos que podíamos dar a un hospital que ofrece auxilio a quien se aparezca en su puerta, pero que no puede costear su propia medicina.
La próxima vez que vayamos a Cuba vamos a llevar muchas cosas más. Y me acordaré constantemente de dar mejores propinas. He decidido que un mínimo de $10 CUC es lo adecuado. Lo justo.
Publicado originalmente en The Walrus. Traducción: om ulloa.
http://www.penultimosdias.com/2012/04/06/propinas-en-cuba/
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Azali- Admin
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Re: Propinas en Cuba .
...Existe el peso regular o no convertible, que es el peso oficial cubano o CUP. Los cubanos cobran en CUP y lo usan para adquirir productos básicos en las tiendas estatales. Y existe el peso convertible, el CUC o moneda fuerte, que sirve para adquirir bienes de lujo y es la moneda por defecto en circulación en la economía del turismo...
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Me fije' en esa parte donde el turista canadiense dice que el CUC es la moneda fuerte "que sirve para adquirir bienes de lujo"...
Parece ser que el aceite de cocina,los articulos de aseo personal,ropa interior,etc,etc,etc...son considerados por el autor como articulos de lujo.
Otra cosa...Es cierto que los cubanos son "muy atentos", sobre todo con los turistas extranjeros ,siempre teniendo en cuenta la idea de los CUC que el extranjero les pueda regalar .
Alv.
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Me fije' en esa parte donde el turista canadiense dice que el CUC es la moneda fuerte "que sirve para adquirir bienes de lujo"...
Parece ser que el aceite de cocina,los articulos de aseo personal,ropa interior,etc,etc,etc...son considerados por el autor como articulos de lujo.
Otra cosa...Es cierto que los cubanos son "muy atentos", sobre todo con los turistas extranjeros ,siempre teniendo en cuenta la idea de los CUC que el extranjero les pueda regalar .
Alv.
Alver- Cantidad de envíos : 6935
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Re: Propinas en Cuba .
Y lo más probable es que a quien el le regalo' una toalla,unos lapiceros ,un pomo de aspirina y otro pomo de medicinas, haya considerado el regalo,como una Mierda(perdonando la palabra).
Porque con toda seguridad que esperaban que el regalo fuera CUCs, ropas o zapatos de marca.No son todos los que asi piensan,pero no me equivocaria si dijese que son bastantes.
Alv.
Porque con toda seguridad que esperaban que el regalo fuera CUCs, ropas o zapatos de marca.No son todos los que asi piensan,pero no me equivocaria si dijese que son bastantes.
Alv.
Alver- Cantidad de envíos : 6935
Fecha de inscripción : 26/02/2009
Re: Propinas en Cuba .
Cierto Alver, en muchas cosas que dice el turista canadiense, se ve el desconocimiento de fondo , la que les canto, no lo hace por amor al arte, necesita la limosna que espera que le de los turista, no es que se quiere a poner a cantar porque si..creo que les falta poner el sombrerito en el suelo para que estos turistas se den cuenta que necesitan el dinero y que lo que hacen es un "trabajo".
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Azali- Admin
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Re: Propinas en Cuba .
Las fotos lo dicen todo, da lastima el nivel de miseria en que viven esos que quizas hasta ganan mucho mas que otros que estan peor..pues se han atrevido a "negociar" con extranjeros.
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Azali- Admin
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Fecha de inscripción : 27/10/2008
Re: Propinas en Cuba .
Azali,si no se da cuenta es porque no quiere...Si esa artista tuviera un empleo aunque fuese medianamente remunerado y ganara algo en CUc, que es la moneda que ella necesita para adquirir los artículos de primera necesidad y las tantas cosas de las que carece,no se pondria a cantarle en la calle a un turista.
Este señor-,como bien tu apuntas-en ocasiones llega a conclusiones muy superficiales o tontas,por llamarle de alguna manera.Como cuando entra en la comparacion de lo caro que cuesta una cosa en Canada o en USA y lobarato que cuesta en Cuba,sin tomar el en cuenta que tampoco el cubano gana en moneda dura ni la décima parte de lo que gana el ,y la lógica indica que las cosas deben tener el precio acorde al pais y acorde a los sueldos que se pagan.Excluyendo a Cuba que,los sueldos se pagan en moneda cubana y los artículos principales se venden o se adquieren PRIMORDIALMENTE,en las tiendas, hoteles,sitios turisticos y restaurantes , teniendo dinero o divisas extranjeras.De lo contrario...Nananina!
Alv.
alv.
Este señor-,como bien tu apuntas-en ocasiones llega a conclusiones muy superficiales o tontas,por llamarle de alguna manera.Como cuando entra en la comparacion de lo caro que cuesta una cosa en Canada o en USA y lobarato que cuesta en Cuba,sin tomar el en cuenta que tampoco el cubano gana en moneda dura ni la décima parte de lo que gana el ,y la lógica indica que las cosas deben tener el precio acorde al pais y acorde a los sueldos que se pagan.Excluyendo a Cuba que,los sueldos se pagan en moneda cubana y los artículos principales se venden o se adquieren PRIMORDIALMENTE,en las tiendas, hoteles,sitios turisticos y restaurantes , teniendo dinero o divisas extranjeras.De lo contrario...Nananina!
Alv.
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Alver- Cantidad de envíos : 6935
Fecha de inscripción : 26/02/2009
Re: Propinas en Cuba .
Las fotos ,Azali,son reveladoras .La pobreza de esas personas es inocultable,y eso,que evidentemente por lo que dice el canadiense,algunos de ellos resuelven sus CUC ,bisniando en todo lo que sea posible.Si para los que logran conseguir unos CUC la vida es asi,ya no hay que ver como es la vida de los que no tiene ni un pariente en el extranjero ni tienen los medios para buscarse aunque sea unos CUC .
Alver- Cantidad de envíos : 6935
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Re: Propinas en Cuba .
Da mucha pena ver como viven, y lo peor lo engan~ados que viven , les dicen , ustedes estan mal, pero otros estan peor..
Pero algo deja en claro el turista, ellos son los colonizadores, el culto que hacen en Cuba a los extranjeros da lastima, los extranjeros se benefician de ello, y creo que viven ese pedacito sentirse importantes, los canadienses son unos tacan~os ,he visto esperar un centavo de vuelto, y esas basuritas que llevan es como los espejitos y cuentas de colores que llevaban los esclavistas colonizadores..
Pero algo deja en claro el turista, ellos son los colonizadores, el culto que hacen en Cuba a los extranjeros da lastima, los extranjeros se benefician de ello, y creo que viven ese pedacito sentirse importantes, los canadienses son unos tacan~os ,he visto esperar un centavo de vuelto, y esas basuritas que llevan es como los espejitos y cuentas de colores que llevaban los esclavistas colonizadores..
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Azali- Admin
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Fecha de inscripción : 27/10/2008
Re: Propinas en Cuba .
Asi es!
El mismo reconoce que le sale barato vacacionar en Cuba y que muchos canadienses lo hacen.Principalmente eso sucede con todos los turistas que van a Cuba,son por lo general casi pobres o ciudadanos promedio en sus respectivos paises ,pero sucede que entre los pobres de Cuba se sienten millonarios ,y los cubanos ,como no tienen nada ,miran a esos turistas que tienen cuatro pesos,tal como si fueran millonarios o ricos en sus respectivos paises.
A lo mejor el turista no se siente millonario,pero el cubano asi lo cree y por eso piensa que tumbarle 10 CUC a un turista es como arrancarle un pelo a un burro .
Alv.
El mismo reconoce que le sale barato vacacionar en Cuba y que muchos canadienses lo hacen.Principalmente eso sucede con todos los turistas que van a Cuba,son por lo general casi pobres o ciudadanos promedio en sus respectivos paises ,pero sucede que entre los pobres de Cuba se sienten millonarios ,y los cubanos ,como no tienen nada ,miran a esos turistas que tienen cuatro pesos,tal como si fueran millonarios o ricos en sus respectivos paises.
A lo mejor el turista no se siente millonario,pero el cubano asi lo cree y por eso piensa que tumbarle 10 CUC a un turista es como arrancarle un pelo a un burro .
Alv.
Alver- Cantidad de envíos : 6935
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Re: Propinas en Cuba .
El tema se hace recordar a "la vaca toma mojitos" argentina, que se siente importante cuando va a Cuba..y disfruta ese momentico de "superioridad".. en Cuba da asco como se han comportado toda la fauna de extranajeros, sin generalizar por supuesto, pero muchos si, la epoca de chilenos comprando en tiendas por dolares , dando el garrote a los cubanos , que no tenian derecho a poner un pie en una de esas tiendas, eso fue una epoca mas que vergonzosa, eso me demuestra mas que los zurdos no tienen verguenza y que su discurso se queda en el bla bla bla y mas nada.
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Azali- Admin
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