Harry Potter y la revolución escatimada por Tania Quintero
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Harry Potter y la revolución escatimada por Tania Quintero
Harry Potter y la revolución escatimada (I)
Hoy, miércoles 3 de junio de 2009, mi nieta mayor cumple 15 años. A ella dedico este testimonio. Y también estas flores de su color preferido, el amarillo.
Cuando veo a los adolescentes fascinados por el mundo mágico de Harry Potter, no puedo evitar retrotraerme al mes de diciembre de 1958. Aquel día, desde una azotea de una casona de la Habana Vieja, buena parte de la visita a una familia amiga de mis padres me la pasé ensimismada, asustada, con una mezcla de temor y misterio, mirando el gran movimiento de tropas militares que sin necesidad de anteojos se divisaba desde el privilegiado lugar, muy cerca de la entrada del túnel. Una vista panorámica, fantástica, de la bahía y de la fortaleza de La Cabaña veía desde ahí.
En noviembre había cumplido dieciséis años y mis preocupaciones, debo confesar, guardaban relación con aquel ir y venir de militares: el Ejército Rebelde, me lo había dicho mi padre, estaba a punto de tomar la ciudad de Santa Clara, en el centro mismo de la isla. Pero mi padre, quetodo me lo decía, no me había dicho que el bulto grande y pesado que yo había recibido de un desconocido y guardado en un recoveco de nuestra casa, eran luces de bengala, para ser utilizadas en el descarrilamiento de un tren en Las Villas.
-¿Cómo tú crees que va a terminar la saga de Harry Potter?, le pregunto a mi nieta.
-Abu, no tengo ni idea.
PARA ADIVINO, DIOS
Cincuenta años atrás, en diciembre del 58, tampoco podía imaginarme que la dictadura de Batista pronto desaparecería. Ni que apenas un mes después de aquel día en que pasé varias horas embobecida mirando los movimientos de vehículos militares, yo estaría allí, en La Cabaña. Y almorzaría frijoles colorados en el comedor de los barbudos. Y vería por vez primera al Che y le daría la mano.
Los meses de enero a julio de 1959 los recuerdo como si yo y todos los que me rodeaban hubiéramos estado viviendo en un limbo. A pesar de las noticias y corazonadas, los acontecimientos se sucedieron con la velocidad de vértigo en las actuales carreras de Formula 1 y el sube y baja de un cachumbambé.
De pronto el rojinegro se convirtió en la combinación de moda, desplazando los colores de la bandera. Los católicos, por si acaso, decidieron mantener oculta la imagen del Sagrado Corazón. Los espiritistas, seguidores de Clavelito, sí dejaron el vaso de agua a la vista. Pero fue mayoría la que se sumó a la catarsis fidelista y en las puertas de las casas comenzaron a aparecer cartelitos de Gracias, Fidel. En mi casa nunca hubo ninguna imagen religiosa y a no ser una tía, nadie creía en el espiritismo. No éramos fanáticos y no pusimos ningun cartelito. Vivíamos en un tercer piso y nadie lo hubiera visto, mas esa no fue la razón. Mi padre no veía con buenos ojos a Fidel Castro. Cuando el día después del asalto al cuartel Moncada vi aquellos titulares en la prensa, le pedí una explicación. Y me lo dijo rápido y corto:
-Eso fue un putsch y ese Fidel Castro es un putschista.
Me quedé en China. Decidí no preguntarle, pero él se dio cuenta y a China me mandó. Fue al escaparate y sacó un pequeño libro. Se titulaba "Cómo ser un buen comunista", de Liu Shao Shi.
-Léetelo bien, así no tendrás que preguntar más.
Cuando terminé de leer el panfleto seguí sin saber qué era un putsch, quién en realidad era Fidel Castro y por qué para ser un buen comunista debía orientarme por un chino. Si todavía hubiera sido Confucio...
LA MADRE DE LIU SHAO SHI
Febrero de 1959. Con el tibiritábara de la revolución, en la Escuela de Comercio no habían empezado las clases, y había tremenda fajazón entre los del 26, el Directorio y la Juventud Socialista por controlar la asociación de estudiantes. Me había sumado a la huelga estudiantil decretada en el 58 en todo el pais y llevaba un año sin estudiar. Y me empezó el culillo por trabajar para tener mi propio sustento.
Una noche, después de comer, a boca de jarro dije a mi padre:
-Pipo, quiero trabajar.
-¿Trabajar? ¿En qué? Si tú nada sabes hacer.
-Yo dí clases de corte y costura con mi tía Cuca...
-Sí, y qué, ¿vas a trabajar en un taller de confecciones?
-A lo mejor, o puedo coser para la calle. Ya sé hacerme mi ropa.
-Mira, acuéstate a dormir y mañana seguimos hablando.
Al día siguiente le traje una propuesta: pasar un curso de mecanografía y taquigrafía en inglés y español, en la Havana Business Academy, al doblar de la casa. El problema era que costaba ocho pesos al mes.
Logré convencerlo -al final era su única hija- y me pagó dos meses, marzo y abril. Se presentó un obstáculo: para mecanografiar con velocidad y poder conseguir pronto un trabajo tenía que practicar todos los días. Y a eso sí mi padre se negó: a comprarme una Remington que en cuarenta pesos vendía unvecino.
La solución fue irme todos los días para las oficinas del Comité Nacional del Partido Socialista Popular, donde él trabajaba cuidando el local. Y tantas veces fui que terminé sustituyendo a Aleida, la mecanógrafa, a punto de dar a luz. El administrador era Secundino Guerra, alias Guerrero. Y el tesorero Manolo Luzardo. Él fue quien determinó mi salario: 46 pesos. Cuando me lo dijo, formé bateo. Y él, grande y gordo como mi padre y también tacaño como él, me respondió: "Todavía no has cumplido los 17, ¿para qué necesitas tú más dinero? ¿Tú no sabes que el dinero corrompe?".
Por respeto no le respondí. Pero me acordé de Liu Shao Shi y de su madre.
(Continuará)
Hoy, miércoles 3 de junio de 2009, mi nieta mayor cumple 15 años. A ella dedico este testimonio. Y también estas flores de su color preferido, el amarillo.
Por Tania Quintero
Cuando veo a los adolescentes fascinados por el mundo mágico de Harry Potter, no puedo evitar retrotraerme al mes de diciembre de 1958. Aquel día, desde una azotea de una casona de la Habana Vieja, buena parte de la visita a una familia amiga de mis padres me la pasé ensimismada, asustada, con una mezcla de temor y misterio, mirando el gran movimiento de tropas militares que sin necesidad de anteojos se divisaba desde el privilegiado lugar, muy cerca de la entrada del túnel. Una vista panorámica, fantástica, de la bahía y de la fortaleza de La Cabaña veía desde ahí.
En noviembre había cumplido dieciséis años y mis preocupaciones, debo confesar, guardaban relación con aquel ir y venir de militares: el Ejército Rebelde, me lo había dicho mi padre, estaba a punto de tomar la ciudad de Santa Clara, en el centro mismo de la isla. Pero mi padre, quetodo me lo decía, no me había dicho que el bulto grande y pesado que yo había recibido de un desconocido y guardado en un recoveco de nuestra casa, eran luces de bengala, para ser utilizadas en el descarrilamiento de un tren en Las Villas.
-¿Cómo tú crees que va a terminar la saga de Harry Potter?, le pregunto a mi nieta.
-Abu, no tengo ni idea.
PARA ADIVINO, DIOS
Cincuenta años atrás, en diciembre del 58, tampoco podía imaginarme que la dictadura de Batista pronto desaparecería. Ni que apenas un mes después de aquel día en que pasé varias horas embobecida mirando los movimientos de vehículos militares, yo estaría allí, en La Cabaña. Y almorzaría frijoles colorados en el comedor de los barbudos. Y vería por vez primera al Che y le daría la mano.
Los meses de enero a julio de 1959 los recuerdo como si yo y todos los que me rodeaban hubiéramos estado viviendo en un limbo. A pesar de las noticias y corazonadas, los acontecimientos se sucedieron con la velocidad de vértigo en las actuales carreras de Formula 1 y el sube y baja de un cachumbambé.
De pronto el rojinegro se convirtió en la combinación de moda, desplazando los colores de la bandera. Los católicos, por si acaso, decidieron mantener oculta la imagen del Sagrado Corazón. Los espiritistas, seguidores de Clavelito, sí dejaron el vaso de agua a la vista. Pero fue mayoría la que se sumó a la catarsis fidelista y en las puertas de las casas comenzaron a aparecer cartelitos de Gracias, Fidel. En mi casa nunca hubo ninguna imagen religiosa y a no ser una tía, nadie creía en el espiritismo. No éramos fanáticos y no pusimos ningun cartelito. Vivíamos en un tercer piso y nadie lo hubiera visto, mas esa no fue la razón. Mi padre no veía con buenos ojos a Fidel Castro. Cuando el día después del asalto al cuartel Moncada vi aquellos titulares en la prensa, le pedí una explicación. Y me lo dijo rápido y corto:
-Eso fue un putsch y ese Fidel Castro es un putschista.
Me quedé en China. Decidí no preguntarle, pero él se dio cuenta y a China me mandó. Fue al escaparate y sacó un pequeño libro. Se titulaba "Cómo ser un buen comunista", de Liu Shao Shi.
-Léetelo bien, así no tendrás que preguntar más.
Cuando terminé de leer el panfleto seguí sin saber qué era un putsch, quién en realidad era Fidel Castro y por qué para ser un buen comunista debía orientarme por un chino. Si todavía hubiera sido Confucio...
LA MADRE DE LIU SHAO SHI
Febrero de 1959. Con el tibiritábara de la revolución, en la Escuela de Comercio no habían empezado las clases, y había tremenda fajazón entre los del 26, el Directorio y la Juventud Socialista por controlar la asociación de estudiantes. Me había sumado a la huelga estudiantil decretada en el 58 en todo el pais y llevaba un año sin estudiar. Y me empezó el culillo por trabajar para tener mi propio sustento.
Una noche, después de comer, a boca de jarro dije a mi padre:
-Pipo, quiero trabajar.
-¿Trabajar? ¿En qué? Si tú nada sabes hacer.
-Yo dí clases de corte y costura con mi tía Cuca...
-Sí, y qué, ¿vas a trabajar en un taller de confecciones?
-A lo mejor, o puedo coser para la calle. Ya sé hacerme mi ropa.
-Mira, acuéstate a dormir y mañana seguimos hablando.
Al día siguiente le traje una propuesta: pasar un curso de mecanografía y taquigrafía en inglés y español, en la Havana Business Academy, al doblar de la casa. El problema era que costaba ocho pesos al mes.
Logré convencerlo -al final era su única hija- y me pagó dos meses, marzo y abril. Se presentó un obstáculo: para mecanografiar con velocidad y poder conseguir pronto un trabajo tenía que practicar todos los días. Y a eso sí mi padre se negó: a comprarme una Remington que en cuarenta pesos vendía unvecino.
La solución fue irme todos los días para las oficinas del Comité Nacional del Partido Socialista Popular, donde él trabajaba cuidando el local. Y tantas veces fui que terminé sustituyendo a Aleida, la mecanógrafa, a punto de dar a luz. El administrador era Secundino Guerra, alias Guerrero. Y el tesorero Manolo Luzardo. Él fue quien determinó mi salario: 46 pesos. Cuando me lo dijo, formé bateo. Y él, grande y gordo como mi padre y también tacaño como él, me respondió: "Todavía no has cumplido los 17, ¿para qué necesitas tú más dinero? ¿Tú no sabes que el dinero corrompe?".
Por respeto no le respondí. Pero me acordé de Liu Shao Shi y de su madre.
(Continuará)
Azali- Admin
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Re: Harry Potter y la revolución escatimada por Tania Quintero
jueves 4 de junio de 2009
Harry Potter y la revolución escatimada (II)
En mi expediente laboral aparecía una carta, fechada en agosto de 1959, con papel timbrado del PSP, en la cual Blas Roca Calderío decía que me conocía desde hacía tiempo (él quería poner desde que nací, pero a mí esa realidad no me gustó y lo cambió) y era persona de toda moral y confianza.
Esas dos cualidades valían antes y ahora, pero la plaza me la gané no porque era sobrina de la esposa de Blas ni porque mi padre habia sido su guardaespaldas durante más de veinte años. Tampoco decidió el hecho de haber nacido y crecido entre ellos. Me contrataron porque mecanografiaba con destreza, no tenía faltas de ortografía y sabía redactar cartas.
Al "tío Paco" le tecleé más porque era el secretario general y porque escribía como un condenado, en blocks pequeños, de papel gaceta, sin rayas, de ésos que costaban dos quilos en las quincallas. Tenía la letra pequeñita, pero legible y escribía parejito, como si pasara una línea.
Blas, Juan (Marinello) y Carlos (Rafael Rodríguez) eran los más exigentes. No admitían la más mínima chapucería. Tenía una buena goma Pelikan, pero ellos no me pasaban ni un borrón. Cuando me equivocaba tenía que repetir la hoja. Entonces no había esos papelitos para borrar -o sí, pero yo no los conocía.
Por 46 pesos trabajaba de lunes a domingo, mañana, tarde, noche y madrugada si era preciso. Liu Shao Shiu debió haber escrito un manual de cómo ser un buen explotador comunista.
CALABAZA, CALABAZA
Blas decidió reeditar en 1959 su libro Los fundamentos del socialismo en Cuba. Cogió la última edición y la hizo leña. Iba arrancando hoja por hoja y en ellas directamente iba haciéndole los arreglos. La complicación venía cuando añadía nuevos párrafos y ponía numeritos aquí, allá y acullá en las hojitas de blocks de dos quilos.
Ser la hija de Quintero y trabajar como una caballa a esa edad tenía sus ventajas: de vez en cuando hacía lo que me daba la gana. Por ello saqué la máquina de escribir de la biblioteca y la llevé para la oficina de Blas, simple como la de todos en aquella época: un buró, tres taburetes y un librero.
Allí podía trabajar con tranquilidad, pues Blas, para poder concentrarse, estaba pasándose un tiempo en una casa en la playa de Guanabo, él solo, con dos escoltas. A las cinco de la mañana se despertaba, hacía café y se sentaba a escribir. Antes que el sol apretara caminaba un rato por la arena y volvía a su libro. Con un chofer me enviaba las hojas a mecanografiar y cuando las tenía listas avisaba y las venían a recoger.
Pero a veces Blas me mandaba a buscar. Me encantaba ir en el Impala, sentada alante, disfrutando el paisaje de la costa norte habanera. La contentura pronto se me quitaba, cuando veía que había hecho arreglos en las cuartillas ya mecanografiadas. Después vendría lo peor: quedarme a almorzar con él.
Blas enseguida se daba cuenta de la cara de mierda que ponía y con su hablar pausado, me decía:
-De verdad que eres una vaina. Carmen y Quintero (mis padres) te han criado muy mal, con bistecitos y platanitos fritos. Y no te han enseñado a comer ni calabaza con cáscara, no porque engorda las piernas, sino porque en la cáscara es donde está el alimento.
Y a continuación soltaba una disertación sobre las propiedades de la calabaza. Mientras, tenía que hacer de tripas corazón y tomarme sin rechistar aquella sopa anaranjada y olorosa de flores de calabaza, cogidas del huerto detrás de la casa, cuidado con esmero por Blas.
Desde una ventana los escoltas miraban con disimulo y se reían, los muy cabrones, porque ellos no eran los que tenían que tomarse aquello. A ellos, tres veces al día, le traían cantinas con comida "normal" y no ese invento de sopa de flores de calabaza.
DOCTORA POR UN DÍA
No recuerdo con exactitud, pero todo el trabajo con Blas a propósito de la reedición en 1959 de Los fundamentos del socialismo en Cuba se hizo en un mes.
Al ser la única mecanógrafa y bibliotecaria en ese momento, no podía darme el lujo de desatender al resto de los que allí tenían oficina permanente: Aníbal Escalante, Secundino Guerra, Lázaro Peña, Carlos Fernández R., Ramón Calcines, Severo Aguirre y Antero Regalado, entre otros. Posteriormente el "secretariado" aumentarÍa con tres mecanógrafas más: Dulce, la esposa del sindicalista Rafael Ávila; Edilia, esposa de Pancho, el chofer de Joaquín Ordoqui y María, una guatemalteca que tras el derribamiento de Jacobo Arbenz había emigrado a México con su esposo e hijos y terminaría residiendo en La Habana.
Los que trabajaban en sus casas o en otros lugares también venían y si me lo pedían tenía que mecanografiarles, como Juan Marinello, Carlos Rafael Rodríguez, Salvador García Agüero, Flavio Bravo, Osvaldo Sánchez y los camaradas de las provincias. Cuando había reunión nacional debia salir de la biblioteca porque allí se celebraba, en torno a una gran mesa y taburetes, el modelo de silla preferido por estos comunistas de hoz y martillo. Flavio Bravo hacía las funciones de secretario de actas. A diferencia de Blas, tenía una letra enrevesada e ilegible. Pasaba tanto trabajo para descifrar las notas tomadas por Flavio, que no retenía los contenidos. Y es una lástima, porque en aquellas reuniones se hablaba de la Meca y la Ceca.
La Mora era la encargada de una pequeña cocina donde se la pasaba colando café. Los días de reuniones, ella, Mario (el encargado de la limpieza) y yo, al mediodía íbamos a La Fama China, restaurante situado en Belascoaín y Maloja, a dos cuadras, a buscar las treinta y pico de cajitas, unas con arroz frito y otras con chop suey de puerco o pollo, con antelación encargadas. El almuerzo lo acompañaban con refresco y al final, café de nuevo. Algunos fumaban, mas en aquella época la Organización Mundial de la Salud no le había declarado la guerra al tabaco y a quienes como a mí molestaba el humo teníamos que salir a tomar aire fuera.
La biblioteca la atendía sin complicaciones. En una ocasión, del Ministerio de Relaciones Exteriores me mandaron a pedir unos libros de filosofía y marxismo y enseguida se los envié con un chofer. Cuando venció el préstamo, junto con los libros adjuntaron una carta muy gentil, dirigida a la "Dra. Tania Quintero, directora de la Biblioteca del Partido Socialista Popular". Todavía la estoy vacilando.
La cara grata era ésa: atender la biblioteca, ayudar a la Mora a repartir café y cajitas de comida china, ir al correo a comprar sellos y enviar montones de cartas y andar en carro pa'rriba y pa'bajo. Los 46 pesos dejaron de ser un trauma desde el primer mes: en El Encanto me compré un frasco de Miss Dior por cinco pesos (sí, pesos, la moneda nacional). Crucé al TenCent de Galiano y después de merendar llevé para la casa una libra de chocolate con almendras (0,99 centavos). Seguí hasta Ultra y allí terminé de gastar mi primer salario. Adquirí un par de sandalias, una cartera, una saya, una blusa, un pañuelo de cabeza, dos blumers y dos ajustadores. Y todavía me quedó para regresar en taxi a la casa.
El lado ingrato yo lo veía en el revolico y la incertidumbre en que habíamos empezado a vivir los cubanos en la isla entera. Pese a mi juventud y mi inexperiencia política, me daba perfecta cuenta de que por aquel local de Carlos III y Marqués González, donde laboré desde agosto de 1959 hasta febrero de 1961, pasaba todo lo que en ese momento se sazonaba y cocinaba en el fogón de la revolución . (Continuará)
Publicado por Malopezmx a las 1:00 PM 1 comentarios
Harry Potter y la revolución escatimada (II)
Por Tania Quintero
En mi expediente laboral aparecía una carta, fechada en agosto de 1959, con papel timbrado del PSP, en la cual Blas Roca Calderío decía que me conocía desde hacía tiempo (él quería poner desde que nací, pero a mí esa realidad no me gustó y lo cambió) y era persona de toda moral y confianza.
Esas dos cualidades valían antes y ahora, pero la plaza me la gané no porque era sobrina de la esposa de Blas ni porque mi padre habia sido su guardaespaldas durante más de veinte años. Tampoco decidió el hecho de haber nacido y crecido entre ellos. Me contrataron porque mecanografiaba con destreza, no tenía faltas de ortografía y sabía redactar cartas.
Al "tío Paco" le tecleé más porque era el secretario general y porque escribía como un condenado, en blocks pequeños, de papel gaceta, sin rayas, de ésos que costaban dos quilos en las quincallas. Tenía la letra pequeñita, pero legible y escribía parejito, como si pasara una línea.
Blas, Juan (Marinello) y Carlos (Rafael Rodríguez) eran los más exigentes. No admitían la más mínima chapucería. Tenía una buena goma Pelikan, pero ellos no me pasaban ni un borrón. Cuando me equivocaba tenía que repetir la hoja. Entonces no había esos papelitos para borrar -o sí, pero yo no los conocía.
Por 46 pesos trabajaba de lunes a domingo, mañana, tarde, noche y madrugada si era preciso. Liu Shao Shiu debió haber escrito un manual de cómo ser un buen explotador comunista.
CALABAZA, CALABAZA
Blas decidió reeditar en 1959 su libro Los fundamentos del socialismo en Cuba. Cogió la última edición y la hizo leña. Iba arrancando hoja por hoja y en ellas directamente iba haciéndole los arreglos. La complicación venía cuando añadía nuevos párrafos y ponía numeritos aquí, allá y acullá en las hojitas de blocks de dos quilos.
Ser la hija de Quintero y trabajar como una caballa a esa edad tenía sus ventajas: de vez en cuando hacía lo que me daba la gana. Por ello saqué la máquina de escribir de la biblioteca y la llevé para la oficina de Blas, simple como la de todos en aquella época: un buró, tres taburetes y un librero.
Allí podía trabajar con tranquilidad, pues Blas, para poder concentrarse, estaba pasándose un tiempo en una casa en la playa de Guanabo, él solo, con dos escoltas. A las cinco de la mañana se despertaba, hacía café y se sentaba a escribir. Antes que el sol apretara caminaba un rato por la arena y volvía a su libro. Con un chofer me enviaba las hojas a mecanografiar y cuando las tenía listas avisaba y las venían a recoger.
Pero a veces Blas me mandaba a buscar. Me encantaba ir en el Impala, sentada alante, disfrutando el paisaje de la costa norte habanera. La contentura pronto se me quitaba, cuando veía que había hecho arreglos en las cuartillas ya mecanografiadas. Después vendría lo peor: quedarme a almorzar con él.
Blas enseguida se daba cuenta de la cara de mierda que ponía y con su hablar pausado, me decía:
-De verdad que eres una vaina. Carmen y Quintero (mis padres) te han criado muy mal, con bistecitos y platanitos fritos. Y no te han enseñado a comer ni calabaza con cáscara, no porque engorda las piernas, sino porque en la cáscara es donde está el alimento.
Y a continuación soltaba una disertación sobre las propiedades de la calabaza. Mientras, tenía que hacer de tripas corazón y tomarme sin rechistar aquella sopa anaranjada y olorosa de flores de calabaza, cogidas del huerto detrás de la casa, cuidado con esmero por Blas.
Desde una ventana los escoltas miraban con disimulo y se reían, los muy cabrones, porque ellos no eran los que tenían que tomarse aquello. A ellos, tres veces al día, le traían cantinas con comida "normal" y no ese invento de sopa de flores de calabaza.
DOCTORA POR UN DÍA
No recuerdo con exactitud, pero todo el trabajo con Blas a propósito de la reedición en 1959 de Los fundamentos del socialismo en Cuba se hizo en un mes.
Al ser la única mecanógrafa y bibliotecaria en ese momento, no podía darme el lujo de desatender al resto de los que allí tenían oficina permanente: Aníbal Escalante, Secundino Guerra, Lázaro Peña, Carlos Fernández R., Ramón Calcines, Severo Aguirre y Antero Regalado, entre otros. Posteriormente el "secretariado" aumentarÍa con tres mecanógrafas más: Dulce, la esposa del sindicalista Rafael Ávila; Edilia, esposa de Pancho, el chofer de Joaquín Ordoqui y María, una guatemalteca que tras el derribamiento de Jacobo Arbenz había emigrado a México con su esposo e hijos y terminaría residiendo en La Habana.
Los que trabajaban en sus casas o en otros lugares también venían y si me lo pedían tenía que mecanografiarles, como Juan Marinello, Carlos Rafael Rodríguez, Salvador García Agüero, Flavio Bravo, Osvaldo Sánchez y los camaradas de las provincias. Cuando había reunión nacional debia salir de la biblioteca porque allí se celebraba, en torno a una gran mesa y taburetes, el modelo de silla preferido por estos comunistas de hoz y martillo. Flavio Bravo hacía las funciones de secretario de actas. A diferencia de Blas, tenía una letra enrevesada e ilegible. Pasaba tanto trabajo para descifrar las notas tomadas por Flavio, que no retenía los contenidos. Y es una lástima, porque en aquellas reuniones se hablaba de la Meca y la Ceca.
La Mora era la encargada de una pequeña cocina donde se la pasaba colando café. Los días de reuniones, ella, Mario (el encargado de la limpieza) y yo, al mediodía íbamos a La Fama China, restaurante situado en Belascoaín y Maloja, a dos cuadras, a buscar las treinta y pico de cajitas, unas con arroz frito y otras con chop suey de puerco o pollo, con antelación encargadas. El almuerzo lo acompañaban con refresco y al final, café de nuevo. Algunos fumaban, mas en aquella época la Organización Mundial de la Salud no le había declarado la guerra al tabaco y a quienes como a mí molestaba el humo teníamos que salir a tomar aire fuera.
La biblioteca la atendía sin complicaciones. En una ocasión, del Ministerio de Relaciones Exteriores me mandaron a pedir unos libros de filosofía y marxismo y enseguida se los envié con un chofer. Cuando venció el préstamo, junto con los libros adjuntaron una carta muy gentil, dirigida a la "Dra. Tania Quintero, directora de la Biblioteca del Partido Socialista Popular". Todavía la estoy vacilando.
La cara grata era ésa: atender la biblioteca, ayudar a la Mora a repartir café y cajitas de comida china, ir al correo a comprar sellos y enviar montones de cartas y andar en carro pa'rriba y pa'bajo. Los 46 pesos dejaron de ser un trauma desde el primer mes: en El Encanto me compré un frasco de Miss Dior por cinco pesos (sí, pesos, la moneda nacional). Crucé al TenCent de Galiano y después de merendar llevé para la casa una libra de chocolate con almendras (0,99 centavos). Seguí hasta Ultra y allí terminé de gastar mi primer salario. Adquirí un par de sandalias, una cartera, una saya, una blusa, un pañuelo de cabeza, dos blumers y dos ajustadores. Y todavía me quedó para regresar en taxi a la casa.
El lado ingrato yo lo veía en el revolico y la incertidumbre en que habíamos empezado a vivir los cubanos en la isla entera. Pese a mi juventud y mi inexperiencia política, me daba perfecta cuenta de que por aquel local de Carlos III y Marqués González, donde laboré desde agosto de 1959 hasta febrero de 1961, pasaba todo lo que en ese momento se sazonaba y cocinaba en el fogón de la revolución . (Continuará)
Foto: Blas Roca en mayo de 1945. Ed Clark, revista Life.
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Azali- Admin
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Re: Harry Potter y la revolución escatimada por Tania Quintero
viernes 5 de junio de 2009
Harry Potter y la revolución escatimada (III)
En la planta baja quedaba un local de conferencias. Allí se celebraban las "Charlas de los Jueves". No me perdía ninguna. Fue mi primera escuela de comunismo. Habían pasado seis años y ya había olvidado a Liu Shao Shi y su manual. Resuelta a zambullirme de cabeza en la doctrina marxista leninista, le pedí al "tío Paco" una relación de libros a leer. Me hizo dos listas: una contenía la literatura básica, elemental, y otra más avanzada. A raíz de su muerte, en 1985, doné al Instituto de Historia del comité central del Partido Comunista de Cuba los manuscritos de Blas Roca, entre ellos los dos listados para un autoadoctrinamiento que nunca seguí al pie de la letra.
Los comunistas no eran nuevos en esa plaza: hasta julio de 1953 en esa misma cuadra y acera de la céntrica avenida de Carlos III, habían tenido sus oficinas nacionales, pero tras la represión desatada por el asalto al cuartel Moncada, fueron obligadas a cerrarlas. Volvieron a abrirlas en 1959, mas no en el mismo sitio: el antiguo local había sido convertido en almacén de tabacos. En la misma esquina de Marqués González tuvieron la suerte de encontrar y poder alquilar una casona de dos plantas con amplios salones. La planta baja, con acceso directo a la calle, la destinaron para actos y conferencias como las "Charlas de los Jueves".
Cuando se subía por la amplia escalera, en el primer piso, a la izquierda, estaban las oficinas nacionales y a la derecha las del comité provincial del PSP en La Habana, entonces una sola provincia. Su secretario general era César Escalante, hermano de Aníbal. Los Escalante provenían de una familia de raigambre patriótica. César, alto y delgado, no se parecía a Aníbal, más gordo y siempre con un sombrero tejano. En el carácter sí: los dos tenían fuertes personalidades. A César se debe la creación de la primera COR (Comisión de Orientación Revolucionaria), después devenida en DOR. Charlas, folletos, propaganda: todo eso y más se le acreditaba a César y su equipo de colaboradores.
Los días previos a la ley de nacionalización de las compañias extranjeras, estadounidenses en su mayoría, César tuvo una actividad febril, junto a otros miembros del comité nacional del PSP. Lo recuerdo ir y venir desde sus oficinas a las nuestras, serio, apurado. Fueron dos días con sus noches muy tensos y de mucho correcorre, con reuniones contínuas, llamadas, idas y venidas, imagino que para deliberar con Fidel y Raúl. Y yo, claro, mecanografiando, cambiando párrafos, rehaciendo cuartillas.
El colofón sería el acto en el Stadium del Cerro (actual Estadio Latinoamericano). Por si no bastara su repercusión, tuvo un ingrediente mediático extra: en medio de su discurso Fidel Castro enmudeció. De aquella Ley trascendental, la imagen que me ha quedado es el caminar apresurado de César Escalante, Fidel afónico, los americanos encabronados y yo muerta de cansancio.
Si en aquel potaje la "especialidad" de César era la ideología, la de su hermano Aníbal era el rumbo político de la revolución. O al menos eso era lo que me parecía, pues Aníbal era el enlace entre la dirección nacional del PSP y Alejandro, seudónimo de Fidel Castro. Cada vez que un mensaje escrito debía ser enviado a Alejandro, Guerrero me hacía dejar lo que estuviera realizando y de prisa me llevaba para la oficina de Aníbal, situada entre la de Guerrero y Manolo Luzardo, al fondo del local.
En una Underwood situada en un rincón, Aníbal me mandaba a sentar, mientras él, dando zancadas de un lado a otro, empezaba a dictarme. Y yo tiquitiquitiquiti. Hacía una pausa y me decía:
-A ver, léeme qué has puesto ahí.
-Aníbal, puse lo que usted me dictó.
-Vamos, vamos, lee y no hables.
Y yo le leía. Si le parecía bien seguía dictando, si no, me hacía sacar el papel, él lo rompía y empezaba a dictar de nuevo. Aníbal me decía las comas, puntos y aparte, punto y seguido, aunque no se necesitaban demasiadas reglas ortográficas: siempre eran mensajes cortos, apremiantes.
Desde que veía a Guerrero venir hacia mí como un gallito culeco, para mis adentros decia: "Uf, ahí viene Guerrero para un cortayclava de Aníbal".
Ninguna de esas urgencias me causaban mayor preocupación. Era joven y aquellos dimesidiretes políticos no me quitaban el sueño. Joven, pero no tonta, me daba cuenta de que tenían razón los enemigos incipientes de la revolución cuando comenzaron a propagar que "la revolución era como un melón, verde por fuera y roja por dentro". Sin sonrojarse, Fidel los desmentía y aseguraba que era más verde que las palmas. Sí, que las palmas del Soviet de Mabay (el 13 de septiembre de 1933, dirigidos por el comunista Rogelio Recio, los campesinos del ingenio Mabay, en el poblado del mismo nombre, en la antigua provincia de Oriente, decidieron unirse y fundar un gobierno popular, bautizado con el nombre de Soviet de Mabay; ese día, en lo más alto del central azucarero ondearía la bandera roja con la hoz y el martillo).
Por suerte, siempre que aparecía un corta y clava yo estaba ahí y no tomándome un café con leche en la cafetería al lado del periódico Revolución, en Carlos III y Oquendo o más arriba, en otra más pequeña, detrás de la Compañía Cubana de Eletricidad, donde por una peseta me tomaba una deliciosa limonada frappé.
Esas salidas eran para merendar. A donde solía escaparme era al periódico Hoy, a tres cuadras, en la calle Desagüe, o a la librería de Lalo Carrasco, enfrente. A veces iba con mi padre a tomar café con leche en Reina y Belascoaín y aprovechaba para comprar algunas de las delicias vendidas en una tiendecita aledaña: cremitas de leche de Cascorro, cucuruchos de Baracoa, raspadura, boniatillo, coquitos prietos o acaramelados, pasta de tamarindo, guayaba en barra, mermelada o casquitos, en fin, dulces tradicionales de toda Cuba.
(Continuará)
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Harry Potter y la revolución escatimada (III)
Por Tania Quintero
En la planta baja quedaba un local de conferencias. Allí se celebraban las "Charlas de los Jueves". No me perdía ninguna. Fue mi primera escuela de comunismo. Habían pasado seis años y ya había olvidado a Liu Shao Shi y su manual. Resuelta a zambullirme de cabeza en la doctrina marxista leninista, le pedí al "tío Paco" una relación de libros a leer. Me hizo dos listas: una contenía la literatura básica, elemental, y otra más avanzada. A raíz de su muerte, en 1985, doné al Instituto de Historia del comité central del Partido Comunista de Cuba los manuscritos de Blas Roca, entre ellos los dos listados para un autoadoctrinamiento que nunca seguí al pie de la letra.
Los comunistas no eran nuevos en esa plaza: hasta julio de 1953 en esa misma cuadra y acera de la céntrica avenida de Carlos III, habían tenido sus oficinas nacionales, pero tras la represión desatada por el asalto al cuartel Moncada, fueron obligadas a cerrarlas. Volvieron a abrirlas en 1959, mas no en el mismo sitio: el antiguo local había sido convertido en almacén de tabacos. En la misma esquina de Marqués González tuvieron la suerte de encontrar y poder alquilar una casona de dos plantas con amplios salones. La planta baja, con acceso directo a la calle, la destinaron para actos y conferencias como las "Charlas de los Jueves".
Cuando se subía por la amplia escalera, en el primer piso, a la izquierda, estaban las oficinas nacionales y a la derecha las del comité provincial del PSP en La Habana, entonces una sola provincia. Su secretario general era César Escalante, hermano de Aníbal. Los Escalante provenían de una familia de raigambre patriótica. César, alto y delgado, no se parecía a Aníbal, más gordo y siempre con un sombrero tejano. En el carácter sí: los dos tenían fuertes personalidades. A César se debe la creación de la primera COR (Comisión de Orientación Revolucionaria), después devenida en DOR. Charlas, folletos, propaganda: todo eso y más se le acreditaba a César y su equipo de colaboradores.
Los días previos a la ley de nacionalización de las compañias extranjeras, estadounidenses en su mayoría, César tuvo una actividad febril, junto a otros miembros del comité nacional del PSP. Lo recuerdo ir y venir desde sus oficinas a las nuestras, serio, apurado. Fueron dos días con sus noches muy tensos y de mucho correcorre, con reuniones contínuas, llamadas, idas y venidas, imagino que para deliberar con Fidel y Raúl. Y yo, claro, mecanografiando, cambiando párrafos, rehaciendo cuartillas.
El colofón sería el acto en el Stadium del Cerro (actual Estadio Latinoamericano). Por si no bastara su repercusión, tuvo un ingrediente mediático extra: en medio de su discurso Fidel Castro enmudeció. De aquella Ley trascendental, la imagen que me ha quedado es el caminar apresurado de César Escalante, Fidel afónico, los americanos encabronados y yo muerta de cansancio.
Si en aquel potaje la "especialidad" de César era la ideología, la de su hermano Aníbal era el rumbo político de la revolución. O al menos eso era lo que me parecía, pues Aníbal era el enlace entre la dirección nacional del PSP y Alejandro, seudónimo de Fidel Castro. Cada vez que un mensaje escrito debía ser enviado a Alejandro, Guerrero me hacía dejar lo que estuviera realizando y de prisa me llevaba para la oficina de Aníbal, situada entre la de Guerrero y Manolo Luzardo, al fondo del local.
En una Underwood situada en un rincón, Aníbal me mandaba a sentar, mientras él, dando zancadas de un lado a otro, empezaba a dictarme. Y yo tiquitiquitiquiti. Hacía una pausa y me decía:
-A ver, léeme qué has puesto ahí.
-Aníbal, puse lo que usted me dictó.
-Vamos, vamos, lee y no hables.
Y yo le leía. Si le parecía bien seguía dictando, si no, me hacía sacar el papel, él lo rompía y empezaba a dictar de nuevo. Aníbal me decía las comas, puntos y aparte, punto y seguido, aunque no se necesitaban demasiadas reglas ortográficas: siempre eran mensajes cortos, apremiantes.
Desde que veía a Guerrero venir hacia mí como un gallito culeco, para mis adentros decia: "Uf, ahí viene Guerrero para un cortayclava de Aníbal".
Ninguna de esas urgencias me causaban mayor preocupación. Era joven y aquellos dimesidiretes políticos no me quitaban el sueño. Joven, pero no tonta, me daba cuenta de que tenían razón los enemigos incipientes de la revolución cuando comenzaron a propagar que "la revolución era como un melón, verde por fuera y roja por dentro". Sin sonrojarse, Fidel los desmentía y aseguraba que era más verde que las palmas. Sí, que las palmas del Soviet de Mabay (el 13 de septiembre de 1933, dirigidos por el comunista Rogelio Recio, los campesinos del ingenio Mabay, en el poblado del mismo nombre, en la antigua provincia de Oriente, decidieron unirse y fundar un gobierno popular, bautizado con el nombre de Soviet de Mabay; ese día, en lo más alto del central azucarero ondearía la bandera roja con la hoz y el martillo).
Por suerte, siempre que aparecía un corta y clava yo estaba ahí y no tomándome un café con leche en la cafetería al lado del periódico Revolución, en Carlos III y Oquendo o más arriba, en otra más pequeña, detrás de la Compañía Cubana de Eletricidad, donde por una peseta me tomaba una deliciosa limonada frappé.
Esas salidas eran para merendar. A donde solía escaparme era al periódico Hoy, a tres cuadras, en la calle Desagüe, o a la librería de Lalo Carrasco, enfrente. A veces iba con mi padre a tomar café con leche en Reina y Belascoaín y aprovechaba para comprar algunas de las delicias vendidas en una tiendecita aledaña: cremitas de leche de Cascorro, cucuruchos de Baracoa, raspadura, boniatillo, coquitos prietos o acaramelados, pasta de tamarindo, guayaba en barra, mermelada o casquitos, en fin, dulces tradicionales de toda Cuba.
(Continuará)
Foto: Biblioteca del Partido Socialista Popular, mayo de 1945. Ed Clark, revista Life.
Publicado por Malopezmx a las 1:00 PM 0 comentarios
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