Quejas ante la pasividad de Obama en Siria aunque alguniños lo condenan
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Quejas ante la pasividad de Obama en Siria aunque alguniños lo condenan
¿Sabe una potencia como Estados Unidos lo que hace en una región tan importante y compleja como Oriente Medio? La pregunta puede sonar a provocación, pero de su respuesta se derivan enormes implicaciones para el sistema internacional. No es una cuestión que se planteen sólo los críticos o enemigos de Estados Unidos. Cada vez más aliados, socios y amigos se preguntan si Washington tiene una estrategia clara hacia Oriente Medio, si prevé las posibles consecuencias de sus acciones o si, como algunos creen, se está desvinculando gradualmente de la región como parte de su anunciado giro estratégico hacia Asia y el Pacífico.
La experiencia de las sucesivas administraciones estadounidenses en Oriente Medio durante la última década no se puede decir que sea muy exitosa. Grandes proyectos de transformación regional, arriesgadas aventuras bélicas, costosos programas de reconstrucción y cuestionables métodos de lucha contra el fanatismo no le han reportado a Estados Unidos la seguridad, las nuevas alianzas ni la complicidad de corazones y mentes que se habían prometido. Con demasiada frecuencia, las políticas estadounidenses han generado resultados contrarios a los deseados, cuyas consecuencias a largo plazo van en contra de sus intereses nacionales.
La invasión de Irak en 2003 se presentó como una inversión para transformar el país en un aliado fiel a Estados Unidos. El nuevo Irak debería de servir de ejemplo para la democratización de otros países vecinos, así como de base para actuar –si fuera necesario– contra el régimen iraní. La realidad, una década después, no se parece en nada al plan previsto: Irak es un país fracturado, plagado de violencia y cuyo gobierno está en manos de aliados estrechos de Irán.
El auge regional de la República Islámica de Irán y sus aspiraciones hegemónicas no se pueden entender sin la ayuda involuntaria de Estados Unidos. Por un lado, en 2001 acabó con el régimen talibán en Afganistán (enemigo de los ayatolás iraníes), lo que situó en el poder en Kabul a grupos aliados de Teherán. Por otro lado, en 2003 la Administración de George W. Bush derrocó a Saddam Husein, quien había actuado como barrera frente a las ambiciones iraníes en el vecindario árabe. Sin haberlo previsto, los neoconservadores estadounidenses entregaron el gobierno de Bagdad a unos líderes chiíes sobre los que Irán ejerce una gran influencia.
Siria se ha convertido en una nueva fuente de desconcierto sobre los objetivos y la capacidad de liderazgo de Estados Unidos en Oriente Medio. Lo que empezó en marzo de 2011 como una revuelta pacífica contra el régimen totalitario de Bashar al-Asad se ha convertido en una guerra por delegación (proxy war), cuyo coste está pagando la población siria. En ella, el régimen y sus apoyos extranjeros (Irán, Rusia y Hezbolá) luchan contra los rebeldes y sus aliados (Qatar, Arabia Saudí, Turquía, Estados Unidos y Jordania, entre otros).
A pesar de que Siria está sufriendo uno de los conflictos más sangrientos de lo que llevamos de siglo XXI (junto con Irak), capaz de desestabilizar todo Oriente Medio y poner en riesgo los intereses de Estados Unidos y sus aliados, la Administración de Barack Obama ha optado por una pasividad antológica. Ni siquiera la “línea roja”, declarada por Obama, que supondría emplear armas de destrucción masiva por parte de Asad, parece relevante. Los hechos demuestran que éste debió de entender que tenía “luz verde” para seguir empleando misiles Scud, aviación militar, artillería pesada y, presumiblemente, armas químicas a escala limitada contra zonas pobladas, en nombre de la lucha contra “bandas terroristas”.
Cuando los rebeldes libios corrían el riesgo real de ser aniquilados en Bengasi por las tropas de Muammar Gaddafi en marzo de 2011, la Administración Obama optó por la doctrina de “liderar desde atrás” (leading from behind) durante la campaña militar amparada por el Consejo de Seguridad. En el caso de Siria, y tras 27 meses de masacres con la intervención directa de la Guardia Revolucionaria iraní y de la milicia libanesa de Hezbolá, Obama parecería querer desentenderse de ese conflicto, delegando su política en países como Qatar y Arabia Saudí.
La política de Obama hacia Siria está exasperando a multitud de sirios que sufren las consecuencias del conflicto. También recibe duras críticas de analistas y políticos estadounidenses –algunos de ellos se habían opuesto a la invasión de Irak– que ven los intereses de su país perjudicados a corto plazo (radicalización de la revuelta, debilitamientos de sus aliados, imagen de impotencia frente a Rusia e Irán) y en el largo (menor capacidad de influir en el futuro de Siria y de la región).
Las administraciones estadounidenses parecen empeñadas desde hace una década en utilizar los argumentos equivocados en Oriente Medio para justificar unas políticas que, a la larga, resultan contraproducentes y aumentan la inestabilidad. Ya ocurrió con las supuestas armas de destrucción masiva y los supuestos vínculos de Saddam Husein con al-Qaeda. También se argumentó hace una década que, mediante la imposición de fuertes sanciones contra el régimen sirio, éste acabaría moderándose y cediendo frente a Estados Unidos, cuando en realidad esas sanciones lo entregaron en brazos de Irán y el régimen de Asad contribuyó a la desestabilización de Irak.
En Siria ahora podría ocurrir algo parecido al negar Washington el apoyo a grupos rebeldes contrarios al régimen de Asad alegando que existen elementos radicales y yihadistas entre ellos. Es evidente que éstos existen (en parte, porque no se actuó cuando se podía evitar la radicalización), pero también hay rebeldes que quieren ver su país libre y sin extremistas. Por qué no se les apoya más desde el exterior resulta difícil de entender.
El norte de África y Oriente Medio atraviesan un periodo de profundas transformaciones socioeconómicas con serias implicaciones políticas, del que puede que sólo hayamos visto el principio. Da la impresión de que Estados Unidos está actuando en esta región, con la que tradicionalmente ha tenido estrechas y no siempre fáciles relaciones, a base de medidas reactivas y sin una visión clara de cómo le interesa que sea su futuro. Muy lejos queda ya el discurso que Obama dio en El Cairo en 2009, así como las expectativas de que sería capaz de impulsar la paz entre israelíes y palestinos, como dejó en evidencia su visita a Oriente Medio el pasado marzo.
Un riesgo de la “política pasiva” de Washington es que sus rivales vean confirmadas sus sospechas de que Estados Unidos está dispuesto a asumir hechos consumados, aunque vayan en contra de sus intereses. Esto está llevando a que muchos habitantes laicos de Oriente Medio critiquen la actitud a su juicio complaciente que la Administración estadounidense está teniendo con los islamistas que están llegando al poder, especialmente en Egipto, a pesar de sus abusos y dudosa competencia como gobernantes.
Seguramente sea pronto para declarar que Estados Unidos haya optado por retirarse de Oriente Medio, aunque los indicios están ahí. Quienes así lo creen argumentan que la previsible independencia energética de Estados Unidos mediante las nuevas tecnologías como el fracking (fracturación hidráulica para la extracción no convencional de gas y petróleo del subsuelo) podría favorecer una política exterior estadounidense “minimalista” en Oriente Medio. Sin embargo, resulta difícil de imaginar que Washington se desentienda del futuro del estado de Israel o de los recursos energéticos que albergan las petromonarquías árabes del Golfo.
Cuando Estados Unidos se retiró gradualmente de Europa tras la Segunda Guerra Mundial, dejó tras de sí estructuras sólidas que garantizaban la estabilidad y la seguridad. Si se retirara ahora de Oriente Medio, no dejaría nada parecido, pero sí enormes focos de inestabilidad y conflictos.
Tal vez la pregunta que encabeza esta página debería ser: ¿Sabe Estados Unidos lo que quiere en Oriente Medio? A eso habría que añadir otra: ¿Es Europa consciente de lo que eso significa?
Haizam Amirah Fernández es investigador principal de Mediterráneo y Mundo Árabe en el Real Instituto Elcano y profesor de Relaciones Internacionales en el Instituto de Empresa
La experiencia de las sucesivas administraciones estadounidenses en Oriente Medio durante la última década no se puede decir que sea muy exitosa. Grandes proyectos de transformación regional, arriesgadas aventuras bélicas, costosos programas de reconstrucción y cuestionables métodos de lucha contra el fanatismo no le han reportado a Estados Unidos la seguridad, las nuevas alianzas ni la complicidad de corazones y mentes que se habían prometido. Con demasiada frecuencia, las políticas estadounidenses han generado resultados contrarios a los deseados, cuyas consecuencias a largo plazo van en contra de sus intereses nacionales.
La invasión de Irak en 2003 se presentó como una inversión para transformar el país en un aliado fiel a Estados Unidos. El nuevo Irak debería de servir de ejemplo para la democratización de otros países vecinos, así como de base para actuar –si fuera necesario– contra el régimen iraní. La realidad, una década después, no se parece en nada al plan previsto: Irak es un país fracturado, plagado de violencia y cuyo gobierno está en manos de aliados estrechos de Irán.
El auge regional de la República Islámica de Irán y sus aspiraciones hegemónicas no se pueden entender sin la ayuda involuntaria de Estados Unidos. Por un lado, en 2001 acabó con el régimen talibán en Afganistán (enemigo de los ayatolás iraníes), lo que situó en el poder en Kabul a grupos aliados de Teherán. Por otro lado, en 2003 la Administración de George W. Bush derrocó a Saddam Husein, quien había actuado como barrera frente a las ambiciones iraníes en el vecindario árabe. Sin haberlo previsto, los neoconservadores estadounidenses entregaron el gobierno de Bagdad a unos líderes chiíes sobre los que Irán ejerce una gran influencia.
Siria se ha convertido en una nueva fuente de desconcierto sobre los objetivos y la capacidad de liderazgo de Estados Unidos en Oriente Medio. Lo que empezó en marzo de 2011 como una revuelta pacífica contra el régimen totalitario de Bashar al-Asad se ha convertido en una guerra por delegación (proxy war), cuyo coste está pagando la población siria. En ella, el régimen y sus apoyos extranjeros (Irán, Rusia y Hezbolá) luchan contra los rebeldes y sus aliados (Qatar, Arabia Saudí, Turquía, Estados Unidos y Jordania, entre otros).
A pesar de que Siria está sufriendo uno de los conflictos más sangrientos de lo que llevamos de siglo XXI (junto con Irak), capaz de desestabilizar todo Oriente Medio y poner en riesgo los intereses de Estados Unidos y sus aliados, la Administración de Barack Obama ha optado por una pasividad antológica. Ni siquiera la “línea roja”, declarada por Obama, que supondría emplear armas de destrucción masiva por parte de Asad, parece relevante. Los hechos demuestran que éste debió de entender que tenía “luz verde” para seguir empleando misiles Scud, aviación militar, artillería pesada y, presumiblemente, armas químicas a escala limitada contra zonas pobladas, en nombre de la lucha contra “bandas terroristas”.
Cuando los rebeldes libios corrían el riesgo real de ser aniquilados en Bengasi por las tropas de Muammar Gaddafi en marzo de 2011, la Administración Obama optó por la doctrina de “liderar desde atrás” (leading from behind) durante la campaña militar amparada por el Consejo de Seguridad. En el caso de Siria, y tras 27 meses de masacres con la intervención directa de la Guardia Revolucionaria iraní y de la milicia libanesa de Hezbolá, Obama parecería querer desentenderse de ese conflicto, delegando su política en países como Qatar y Arabia Saudí.
La política de Obama hacia Siria está exasperando a multitud de sirios que sufren las consecuencias del conflicto. También recibe duras críticas de analistas y políticos estadounidenses –algunos de ellos se habían opuesto a la invasión de Irak– que ven los intereses de su país perjudicados a corto plazo (radicalización de la revuelta, debilitamientos de sus aliados, imagen de impotencia frente a Rusia e Irán) y en el largo (menor capacidad de influir en el futuro de Siria y de la región).
Las administraciones estadounidenses parecen empeñadas desde hace una década en utilizar los argumentos equivocados en Oriente Medio para justificar unas políticas que, a la larga, resultan contraproducentes y aumentan la inestabilidad. Ya ocurrió con las supuestas armas de destrucción masiva y los supuestos vínculos de Saddam Husein con al-Qaeda. También se argumentó hace una década que, mediante la imposición de fuertes sanciones contra el régimen sirio, éste acabaría moderándose y cediendo frente a Estados Unidos, cuando en realidad esas sanciones lo entregaron en brazos de Irán y el régimen de Asad contribuyó a la desestabilización de Irak.
En Siria ahora podría ocurrir algo parecido al negar Washington el apoyo a grupos rebeldes contrarios al régimen de Asad alegando que existen elementos radicales y yihadistas entre ellos. Es evidente que éstos existen (en parte, porque no se actuó cuando se podía evitar la radicalización), pero también hay rebeldes que quieren ver su país libre y sin extremistas. Por qué no se les apoya más desde el exterior resulta difícil de entender.
El norte de África y Oriente Medio atraviesan un periodo de profundas transformaciones socioeconómicas con serias implicaciones políticas, del que puede que sólo hayamos visto el principio. Da la impresión de que Estados Unidos está actuando en esta región, con la que tradicionalmente ha tenido estrechas y no siempre fáciles relaciones, a base de medidas reactivas y sin una visión clara de cómo le interesa que sea su futuro. Muy lejos queda ya el discurso que Obama dio en El Cairo en 2009, así como las expectativas de que sería capaz de impulsar la paz entre israelíes y palestinos, como dejó en evidencia su visita a Oriente Medio el pasado marzo.
Un riesgo de la “política pasiva” de Washington es que sus rivales vean confirmadas sus sospechas de que Estados Unidos está dispuesto a asumir hechos consumados, aunque vayan en contra de sus intereses. Esto está llevando a que muchos habitantes laicos de Oriente Medio critiquen la actitud a su juicio complaciente que la Administración estadounidense está teniendo con los islamistas que están llegando al poder, especialmente en Egipto, a pesar de sus abusos y dudosa competencia como gobernantes.
Seguramente sea pronto para declarar que Estados Unidos haya optado por retirarse de Oriente Medio, aunque los indicios están ahí. Quienes así lo creen argumentan que la previsible independencia energética de Estados Unidos mediante las nuevas tecnologías como el fracking (fracturación hidráulica para la extracción no convencional de gas y petróleo del subsuelo) podría favorecer una política exterior estadounidense “minimalista” en Oriente Medio. Sin embargo, resulta difícil de imaginar que Washington se desentienda del futuro del estado de Israel o de los recursos energéticos que albergan las petromonarquías árabes del Golfo.
Cuando Estados Unidos se retiró gradualmente de Europa tras la Segunda Guerra Mundial, dejó tras de sí estructuras sólidas que garantizaban la estabilidad y la seguridad. Si se retirara ahora de Oriente Medio, no dejaría nada parecido, pero sí enormes focos de inestabilidad y conflictos.
Tal vez la pregunta que encabeza esta página debería ser: ¿Sabe Estados Unidos lo que quiere en Oriente Medio? A eso habría que añadir otra: ¿Es Europa consciente de lo que eso significa?
Haizam Amirah Fernández es investigador principal de Mediterráneo y Mundo Árabe en el Real Instituto Elcano y profesor de Relaciones Internacionales en el Instituto de Empresa
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