El Jardín de Academos
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El Jardín de Academos
El Jardín de Academos
Hubo un momento de mi adolescencia en que comencé a perseguir los libros de ciertos autores cubanos. La mayoría de esos escritores que me interesaban y con los cuales practicaba mi fetichismo particular tenía un factor común: había estudiado en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana. Desde entonces soñaba con subir las mismas escaleras que ellos habían frecuentado. En el año del servicio militar, sin saber casi nada de griego, escribía frases en esa lengua sobre mis vaqueros mientras llenaba informes de logística, preparaba picadillo de soya (raciones de 80 gramos de soya por cada 20 de carne de cerdo) o fregaba platos en el comedor de los oficiales.
En ese año de servicio militar obligatorio, que a veces parecía totalmente estéril, me leí todas las obras que daría en la carrera hasta tercer año. La Ilíada que usé entonces fue la misma que un gran amigo me regaló en octavo grado. La había reparado, pues le faltaba la cubierta, y ese ejemplar fue el que utilicé durante mi carrera y el que me sirvió para impartir las clases en la Universidad de La Habana como profesor de Literatura Grecolatina hasta 2009. Mientras escribo, esa Ilíada que me acompaña desde los 13 años descansa a mi diestra. La he traído hace poco de la isla.
Al regresar a Cuba en marzo de 2014 constaté que incluso en medio de la pobreza, de la escasez a veces extrema y a pesar de los sueldos que son como bofetadas mensuales que cualquier trabajador recibe en ese país, mis amigos no han dejado de soñar, de luchar y hacer con ganas. Caminando por Centro Habana al atardecer, entre escombros y ruinas por las que asomaban algunos rostros tímidos como después de un bombardeo, y mientras conversaba allí con algunos amigos bailarines, en medio de esa humedad insular que es otro golpe rotundo del enclaustramiento, pude ver unas ganas enormes de vivir, de bailar, de enfrentarse a todo por medio y por causa de la creación, y recordé también mis propias ganas de otra época, me reconocí en sus palabras y carencias. Volver a la Facultad fue reconciliar otra vez miseria y vida, escasez y talento, necesidad y rigor. En una visita a la UH, el catedrático y latinista catalán Marc Mayer aseguraba que La Habana era un lugar fantástico: es como las ruinas de Pompeya —decía—, pero habitadas. Lo cierto es que entre esos triglifos arcanos y columnas dóricas de la arquitectura habanera desdibujados por el polvo y el salitre, en medio de esas ruinas y de puertas que no conducen a una habitación sino que fundan otros espacios, también se sigue enseñando Latín y Griego.
En el empeño a veces terco, utópico, altruista de profesores como Juan Miguel Dihigo y Mestre, Vicentina Antuña, Elena Calduch, Elina Miranda, María Castro, Luisa Campuzano y Amaury Carbón está el fundamento de la continuidad y el desempeño de los profesores más jóvenes que hoy mismo enseñan en aquellas aulas. A pesar del evidente vacío generacional que hay entre Elina Miranda (nacida en 1944) y los jóvenes profesores (la mayoría nacidos después de 1980) que hoy llevan el peso mayor de los estudios clásicos y literarios en general de toda la Facultad; la preparación, el talento, el esfuerzo de la mayoría de ellos evidencia que no siempre la edad es garantía de mayores habilidades pedagógicas. José Antonio Baujín, Astrid Santana Fernández de Castro, Leonardo Sarría, Haydée Arango y Ariel Camejo dan fe de ello. A pesar de las muertes, de las continuas emigraciones de profesionales cubanos, del desfase y la ausencia de muchas promociones, creo (porque lo he vivido en primera persona, desde dentro y ahora desde fuera) que Artes y Letras sigue siendo un espacio donde se respeta y se aprecia el talento.
Desde 2009 al menos tres profesores hemos abandonado la Cátedra de Clásicas para vivir, estudiar y trabajar fuera de Cuba. Sin embargo, al lugar que llego siempre digo que Elina Miranda sigue siendo mi tutora, y esos pasillos que ahora tienen una réplica personal en la memoria todavía son mi jardín de Academos, la casa en que crezco a diario. El cariño, la familiaridad y el respeto que recibí a mi regreso después de cuatro años y medio de ausencia así me lo reafirman.
El paralelo con la pobreza, con la escasez del país está en las aulas y los departamentos de Artes y Letras, pero también y sobre todo en el sacrificio y la lucha por alcanzar una factura y una calidad difíciles de encontrar en cualquier lugar del mundo. La puerta de la Cátedra de Filología y Tradición Clásicas, como un guiño especular, me la abrió el joven que fue mi sustituto en septiembre de 2009, cuando viajé a España con una beca de estudios. Los mismos muebles, los libros viejos, callados en los enormes estantes: como si nada se hubiese movido en mis casi cinco años de ausencia, o como si hubiera devuelto yo mismo hacía apenas minutos el último ejemplar de Horacio o Séneca en el librero de Filología Latina.
En medio de esa aparente inmovilidad, a pesar de la pobreza más o menos irradiante, hay cosas que sí se han movido. Una de mis últimas alumnas hizo la tesis sobre la traducción que el latinista Amaury Carbón (lamentablemente fallecido) realizó de El asno de oro de Apuleyo. Recuerdo aún cuando una gran parte de la biblioteca personal de Amaury fue donada a la Cátedra de Clásicas y cómo al recibir y organizar los libros encontré en aquellas libretas viejas la versión de dicha obra; por eso su análisis y su estudio es para mí una gran satisfacción. Una de mis compañeras de Clásicas, Mariana Fernández Campos, ha realizado un meticuloso estudio doctoral sobre la colección numismática latina de la Universidad de la Habana, monedas antiguas que han sido prácticamente desconocidas por los estudiosos durante muchas décadas y que hoy cuentan con una decorosa edición y un profundísimo análisis. Ese volumen, titulado Monedas romanas en La Habana, publicado en 2013 por la Editorial UH da fe del buen trabajo de dicha casa editora. No conozco ningún proyecto editorial cubano, ni dentro ni fuera de la isla, que trabaje hoy con tanto rigor, cuidado y respeto. Los libros de la Editorial UH destacan por la sobriedad y el atractivo de sus diseños de cubierta, por la limpieza y el cuidado en la edición y la corrección y por la calidad de sus contenidos. La editorial está hoy ubicada en el Edificio Dihigo, en lo que antes era el almacén de libros de la Facultad, y sus editores alternan la edición con las clases que imparten en la Universidad como profesores. En medio de condiciones muy difíciles y sin apenas remuneración, este trabajo es digno de reconocimiento.
Hay dos cosas que para el claustro y los estudiantes de Clásicas y de Artes y Letras en general siguen siendo emblemáticas: la belleza y el conocimiento, inseparables, intercambiables en el sentido, quizá, que lo señala Keats: “beauty is truth and truth is beauty”. Al mismo tiempo, en pocas islas siguen siendo tan certeras las palabras de Arquíloco sobre la alternancia del destino: “con la vida en los brazos de las olas”. Belleza y zozobra son aún como un sello para muchos que, desde la negación o el recuerdo, desde cualquier lugar, cargamos con la isla y con su peso.
Yoandy Cabrera
Madrid
Publicado enEn Cuba
http://www.penultimosdias.com/2014/04/18/el-jardin-de-academos/
- Yoandy Cabrera
Madrid, España
Hubo un momento de mi adolescencia en que comencé a perseguir los libros de ciertos autores cubanos. La mayoría de esos escritores que me interesaban y con los cuales practicaba mi fetichismo particular tenía un factor común: había estudiado en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana. Desde entonces soñaba con subir las mismas escaleras que ellos habían frecuentado. En el año del servicio militar, sin saber casi nada de griego, escribía frases en esa lengua sobre mis vaqueros mientras llenaba informes de logística, preparaba picadillo de soya (raciones de 80 gramos de soya por cada 20 de carne de cerdo) o fregaba platos en el comedor de los oficiales.
En ese año de servicio militar obligatorio, que a veces parecía totalmente estéril, me leí todas las obras que daría en la carrera hasta tercer año. La Ilíada que usé entonces fue la misma que un gran amigo me regaló en octavo grado. La había reparado, pues le faltaba la cubierta, y ese ejemplar fue el que utilicé durante mi carrera y el que me sirvió para impartir las clases en la Universidad de La Habana como profesor de Literatura Grecolatina hasta 2009. Mientras escribo, esa Ilíada que me acompaña desde los 13 años descansa a mi diestra. La he traído hace poco de la isla.
Al regresar a Cuba en marzo de 2014 constaté que incluso en medio de la pobreza, de la escasez a veces extrema y a pesar de los sueldos que son como bofetadas mensuales que cualquier trabajador recibe en ese país, mis amigos no han dejado de soñar, de luchar y hacer con ganas. Caminando por Centro Habana al atardecer, entre escombros y ruinas por las que asomaban algunos rostros tímidos como después de un bombardeo, y mientras conversaba allí con algunos amigos bailarines, en medio de esa humedad insular que es otro golpe rotundo del enclaustramiento, pude ver unas ganas enormes de vivir, de bailar, de enfrentarse a todo por medio y por causa de la creación, y recordé también mis propias ganas de otra época, me reconocí en sus palabras y carencias. Volver a la Facultad fue reconciliar otra vez miseria y vida, escasez y talento, necesidad y rigor. En una visita a la UH, el catedrático y latinista catalán Marc Mayer aseguraba que La Habana era un lugar fantástico: es como las ruinas de Pompeya —decía—, pero habitadas. Lo cierto es que entre esos triglifos arcanos y columnas dóricas de la arquitectura habanera desdibujados por el polvo y el salitre, en medio de esas ruinas y de puertas que no conducen a una habitación sino que fundan otros espacios, también se sigue enseñando Latín y Griego.
En el empeño a veces terco, utópico, altruista de profesores como Juan Miguel Dihigo y Mestre, Vicentina Antuña, Elena Calduch, Elina Miranda, María Castro, Luisa Campuzano y Amaury Carbón está el fundamento de la continuidad y el desempeño de los profesores más jóvenes que hoy mismo enseñan en aquellas aulas. A pesar del evidente vacío generacional que hay entre Elina Miranda (nacida en 1944) y los jóvenes profesores (la mayoría nacidos después de 1980) que hoy llevan el peso mayor de los estudios clásicos y literarios en general de toda la Facultad; la preparación, el talento, el esfuerzo de la mayoría de ellos evidencia que no siempre la edad es garantía de mayores habilidades pedagógicas. José Antonio Baujín, Astrid Santana Fernández de Castro, Leonardo Sarría, Haydée Arango y Ariel Camejo dan fe de ello. A pesar de las muertes, de las continuas emigraciones de profesionales cubanos, del desfase y la ausencia de muchas promociones, creo (porque lo he vivido en primera persona, desde dentro y ahora desde fuera) que Artes y Letras sigue siendo un espacio donde se respeta y se aprecia el talento.
Desde 2009 al menos tres profesores hemos abandonado la Cátedra de Clásicas para vivir, estudiar y trabajar fuera de Cuba. Sin embargo, al lugar que llego siempre digo que Elina Miranda sigue siendo mi tutora, y esos pasillos que ahora tienen una réplica personal en la memoria todavía son mi jardín de Academos, la casa en que crezco a diario. El cariño, la familiaridad y el respeto que recibí a mi regreso después de cuatro años y medio de ausencia así me lo reafirman.
El paralelo con la pobreza, con la escasez del país está en las aulas y los departamentos de Artes y Letras, pero también y sobre todo en el sacrificio y la lucha por alcanzar una factura y una calidad difíciles de encontrar en cualquier lugar del mundo. La puerta de la Cátedra de Filología y Tradición Clásicas, como un guiño especular, me la abrió el joven que fue mi sustituto en septiembre de 2009, cuando viajé a España con una beca de estudios. Los mismos muebles, los libros viejos, callados en los enormes estantes: como si nada se hubiese movido en mis casi cinco años de ausencia, o como si hubiera devuelto yo mismo hacía apenas minutos el último ejemplar de Horacio o Séneca en el librero de Filología Latina.
En medio de esa aparente inmovilidad, a pesar de la pobreza más o menos irradiante, hay cosas que sí se han movido. Una de mis últimas alumnas hizo la tesis sobre la traducción que el latinista Amaury Carbón (lamentablemente fallecido) realizó de El asno de oro de Apuleyo. Recuerdo aún cuando una gran parte de la biblioteca personal de Amaury fue donada a la Cátedra de Clásicas y cómo al recibir y organizar los libros encontré en aquellas libretas viejas la versión de dicha obra; por eso su análisis y su estudio es para mí una gran satisfacción. Una de mis compañeras de Clásicas, Mariana Fernández Campos, ha realizado un meticuloso estudio doctoral sobre la colección numismática latina de la Universidad de la Habana, monedas antiguas que han sido prácticamente desconocidas por los estudiosos durante muchas décadas y que hoy cuentan con una decorosa edición y un profundísimo análisis. Ese volumen, titulado Monedas romanas en La Habana, publicado en 2013 por la Editorial UH da fe del buen trabajo de dicha casa editora. No conozco ningún proyecto editorial cubano, ni dentro ni fuera de la isla, que trabaje hoy con tanto rigor, cuidado y respeto. Los libros de la Editorial UH destacan por la sobriedad y el atractivo de sus diseños de cubierta, por la limpieza y el cuidado en la edición y la corrección y por la calidad de sus contenidos. La editorial está hoy ubicada en el Edificio Dihigo, en lo que antes era el almacén de libros de la Facultad, y sus editores alternan la edición con las clases que imparten en la Universidad como profesores. En medio de condiciones muy difíciles y sin apenas remuneración, este trabajo es digno de reconocimiento.
Hay dos cosas que para el claustro y los estudiantes de Clásicas y de Artes y Letras en general siguen siendo emblemáticas: la belleza y el conocimiento, inseparables, intercambiables en el sentido, quizá, que lo señala Keats: “beauty is truth and truth is beauty”. Al mismo tiempo, en pocas islas siguen siendo tan certeras las palabras de Arquíloco sobre la alternancia del destino: “con la vida en los brazos de las olas”. Belleza y zozobra son aún como un sello para muchos que, desde la negación o el recuerdo, desde cualquier lugar, cargamos con la isla y con su peso.
Yoandy Cabrera
Madrid
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