La ciudad retrete
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La ciudad retrete
La ciudad retrete
Junio 30, 2009 at 17:42 · Clasificados en Sin Evasión
La Habana se ha convertido en un retrete gigantesco. Esto, que a primera vista pudiera parecer una exageración, no es más que otro reflejo del declive total: la imagen mugrienta y pestilente de la desidia general. Cierto que en toda la ciudad apenas existen servicios sanitarios públicos, pero tampoco recuerdo que éstos hayan abundado alguna vez, al menos en los últimos cuarenta años, y nunca antes de ahora percibí tanta suciedad del entorno. No me salga ahora un puntilloso a mencionarme la falta de higiene de los barrios bajos de muchas capitales o de los agresivos olores que caracterizan ciertas ciudades tercermundistas: mal de muchos es consuelo de tontos. Estoy hablando de mi ciudad natal, que en tiempos pasados tenía la belleza y dignidad que le conferían su peculiar arquitectura, su higiene ambiental, su envidiable sistema de alcantarillado y el amor de sus habitantes.
Más allá del insuficiente (e ineficiente) sistema de recogida de desechos sólidos –lo que nos impone el permanente paisaje de colectores de basura repletos y hasta desbordados-; de las defectuosas redes de albañales cuyas frecuentes roturas han ido poblando de negros, insalubres y permanentes arroyos nuestras calles o de la carencia de suficiente personal de trabajos comunales –en este caso barrenderos- que mantengan la adecuada limpieza de calles y avenidas; también se ha enseñoreado en un amplio sector de la población, fundamentalmente del género masculino, la práctica de malos hábitos. Ahora es común ir caminando por la vía pública a plena luz del día y ver un sujeto arrimado a un poste o a una pared orinando con tanta comodidad y confianza cual si se encontrara ante el sanitario de su casa, con el “bienestar” adicional de no tener que descargar o subir y bajar la tapa del retrete. He sido testigo de esta escena muchas veces, la más reciente de las cuales fue hace apenas una semana, cerca del mediodía, en una cuadra de tanto tráfico humano como la de Árbol Seco entre Carlos III y Estrella, justo al costado del Mercado Carlos III, por donde circula una cantidad abrumadora de gente y de automóviles. Esta vez el sujeto en cuestión, después de cerrar tranquilamente la portañuela de su pantalón… ¡se subió a su carro, allí parqueado y se fue! Tenía apenas a unos pasos el baño público del Mercado, pero prefirió exhibir impúdicamente su propia desfachatez y su desprecio a los demás orinando en plena calle.
Los bajos de mi edificio, por ejemplo, se han convertido también en un baño público, sobre todo los fines de semana en que hay actividades “culturales” en la “Casa de la Incultura” de Centro Habana (antigua Casa Hornedo, en Carlos III esquina a Castillejo), cuando muchos de los asistentes salen borrachos y encuentran aquí el aliviadero para sus vejigas. Pero ocurre lo mismo en otros disímiles puntos de la ciudad: los portales de Carlos III y Oquendo; los de las calles Reina, Monte y Galiano; los del majestuoso Palacio Aldama (actual Instituto de Historia); los del cine Payret; los del antiguo Diario de la Marina (hoy Editora Abril); los del Centro Asturiano (hoy sede de las salas de arte universal del Palacio de Bellas Artes); toda la Manzana de Gómez; los Jardines del Capitolio; el Parque de la Fraternidad, y hasta la tierra donde crecen los árboles del Parque Central. Estos son solo algunos lugares por los que suelo transitar. La esencia amoniacal llena con sus efluvios irritantes casi cada lugar público por donde circulamos en nuestro ajetreo diario.
Y este es solo un aspecto de la barbarie que nos ha invadido, existen otras manifestaciones quizás más aberrantes: ahora ya no solo tenemos vándalos que se dedican a romper los teléfonos públicos o a saquear sus alcancías; está también la acción de escupir dentro del depósito que devuelve las monedas, de manera que el incauto que va a recoger la suya después de una llamada que no se llevó a efecto, de pronto se encuentra con los esputos de alguien enredados entre sus dedos. Es como si la gente desatara su rencor y su impotencia contra la ciudad, en definitiva tan sufrida como sus habitantes.
Hay quienes opinan que esta es una forma de rebelión. Puede ser, pero en todo caso son acciones fallidas que solo consiguen dañarnos a nosotros mismos: es sabido que por estas calles no transitan los habitantes del Palacio de la Revolución, del Laguito o de otras zonas exclusivas de los poderosos, los máximos responsables de la miseria material y espiritual que nos corroe. No creo que quienes proceden ensuciando la ciudad porten algún ideal elevado o sientan responsabilidad alguna por sus actos. Tampoco regodearnos en la porquería es una solución a nuestros muchos males. La ciudad capital se ha llenado de manifestaciones delictivas y de otras muestras de indisciplina social que no hablan realmente de la tan cacareada rebeldía o dignidad de un pueblo, sino del atroz estado de retroceso moral que estamos viviendo; posiblemente una simple pero visible muestra del abismo en que nos ha sumido medio siglo de destrucción sistemática.
Imagen 1. La arboleda del Parque Central, frente a los Hoteles “Parque Central”, por la calle Neptuno e “Inglaterra” y “Telégrafo”, por la calle Prado, es uno de los urinarios gigantes, a espacio abierto, de la capital cubana
Imagen 2. La esquina de las calles Oquendo y Pocito, en Centro Habana, ofrece casi permanentemente esta imagen, ya habitual, de la higiene que caracteriza la ciudad. En la esquina opuesta se encuentra la cafetería “El Frisquito”, un centro de elaboración de alimentos para las escuelas secundarias y comedor obrero de los trabajadores de salud pública encargados de la “campaña antivectorial” en prevención contra las epidemias de Dengue
Junio 30, 2009 at 17:42 · Clasificados en Sin Evasión
La Habana se ha convertido en un retrete gigantesco. Esto, que a primera vista pudiera parecer una exageración, no es más que otro reflejo del declive total: la imagen mugrienta y pestilente de la desidia general. Cierto que en toda la ciudad apenas existen servicios sanitarios públicos, pero tampoco recuerdo que éstos hayan abundado alguna vez, al menos en los últimos cuarenta años, y nunca antes de ahora percibí tanta suciedad del entorno. No me salga ahora un puntilloso a mencionarme la falta de higiene de los barrios bajos de muchas capitales o de los agresivos olores que caracterizan ciertas ciudades tercermundistas: mal de muchos es consuelo de tontos. Estoy hablando de mi ciudad natal, que en tiempos pasados tenía la belleza y dignidad que le conferían su peculiar arquitectura, su higiene ambiental, su envidiable sistema de alcantarillado y el amor de sus habitantes.
Más allá del insuficiente (e ineficiente) sistema de recogida de desechos sólidos –lo que nos impone el permanente paisaje de colectores de basura repletos y hasta desbordados-; de las defectuosas redes de albañales cuyas frecuentes roturas han ido poblando de negros, insalubres y permanentes arroyos nuestras calles o de la carencia de suficiente personal de trabajos comunales –en este caso barrenderos- que mantengan la adecuada limpieza de calles y avenidas; también se ha enseñoreado en un amplio sector de la población, fundamentalmente del género masculino, la práctica de malos hábitos. Ahora es común ir caminando por la vía pública a plena luz del día y ver un sujeto arrimado a un poste o a una pared orinando con tanta comodidad y confianza cual si se encontrara ante el sanitario de su casa, con el “bienestar” adicional de no tener que descargar o subir y bajar la tapa del retrete. He sido testigo de esta escena muchas veces, la más reciente de las cuales fue hace apenas una semana, cerca del mediodía, en una cuadra de tanto tráfico humano como la de Árbol Seco entre Carlos III y Estrella, justo al costado del Mercado Carlos III, por donde circula una cantidad abrumadora de gente y de automóviles. Esta vez el sujeto en cuestión, después de cerrar tranquilamente la portañuela de su pantalón… ¡se subió a su carro, allí parqueado y se fue! Tenía apenas a unos pasos el baño público del Mercado, pero prefirió exhibir impúdicamente su propia desfachatez y su desprecio a los demás orinando en plena calle.
Los bajos de mi edificio, por ejemplo, se han convertido también en un baño público, sobre todo los fines de semana en que hay actividades “culturales” en la “Casa de la Incultura” de Centro Habana (antigua Casa Hornedo, en Carlos III esquina a Castillejo), cuando muchos de los asistentes salen borrachos y encuentran aquí el aliviadero para sus vejigas. Pero ocurre lo mismo en otros disímiles puntos de la ciudad: los portales de Carlos III y Oquendo; los de las calles Reina, Monte y Galiano; los del majestuoso Palacio Aldama (actual Instituto de Historia); los del cine Payret; los del antiguo Diario de la Marina (hoy Editora Abril); los del Centro Asturiano (hoy sede de las salas de arte universal del Palacio de Bellas Artes); toda la Manzana de Gómez; los Jardines del Capitolio; el Parque de la Fraternidad, y hasta la tierra donde crecen los árboles del Parque Central. Estos son solo algunos lugares por los que suelo transitar. La esencia amoniacal llena con sus efluvios irritantes casi cada lugar público por donde circulamos en nuestro ajetreo diario.
Y este es solo un aspecto de la barbarie que nos ha invadido, existen otras manifestaciones quizás más aberrantes: ahora ya no solo tenemos vándalos que se dedican a romper los teléfonos públicos o a saquear sus alcancías; está también la acción de escupir dentro del depósito que devuelve las monedas, de manera que el incauto que va a recoger la suya después de una llamada que no se llevó a efecto, de pronto se encuentra con los esputos de alguien enredados entre sus dedos. Es como si la gente desatara su rencor y su impotencia contra la ciudad, en definitiva tan sufrida como sus habitantes.
Hay quienes opinan que esta es una forma de rebelión. Puede ser, pero en todo caso son acciones fallidas que solo consiguen dañarnos a nosotros mismos: es sabido que por estas calles no transitan los habitantes del Palacio de la Revolución, del Laguito o de otras zonas exclusivas de los poderosos, los máximos responsables de la miseria material y espiritual que nos corroe. No creo que quienes proceden ensuciando la ciudad porten algún ideal elevado o sientan responsabilidad alguna por sus actos. Tampoco regodearnos en la porquería es una solución a nuestros muchos males. La ciudad capital se ha llenado de manifestaciones delictivas y de otras muestras de indisciplina social que no hablan realmente de la tan cacareada rebeldía o dignidad de un pueblo, sino del atroz estado de retroceso moral que estamos viviendo; posiblemente una simple pero visible muestra del abismo en que nos ha sumido medio siglo de destrucción sistemática.
Imagen 1. La arboleda del Parque Central, frente a los Hoteles “Parque Central”, por la calle Neptuno e “Inglaterra” y “Telégrafo”, por la calle Prado, es uno de los urinarios gigantes, a espacio abierto, de la capital cubana
Imagen 2. La esquina de las calles Oquendo y Pocito, en Centro Habana, ofrece casi permanentemente esta imagen, ya habitual, de la higiene que caracteriza la ciudad. En la esquina opuesta se encuentra la cafetería “El Frisquito”, un centro de elaboración de alimentos para las escuelas secundarias y comedor obrero de los trabajadores de salud pública encargados de la “campaña antivectorial” en prevención contra las epidemias de Dengue
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