Quemado
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Quemado
Quemado
Resulta inconcebible hasta dónde puede llegar el ser humano en su capacidad para la crueldad. Como hemos visto, no, no tenemos límites. Y, si en algún momento parece que los tenemos, entonces los estiramos hasta un punto desconocido. Los animales, incluido el que pueda tener un comportamiento más ruin en determinadas circunstancias, no es más que un ejemplar querubín a nuestro lado.
Los responsables del Estado Islámico han debido pensar que eso de secuestrar durante meses o años a sus rehenes para luego humillarlos, obligándolos a criticar la conducta de sus países en público para después decapitarlos frente a una cámara ha dejado de tener su impacto.
La jaula y el fuego, y la carne humana chamuscada, el infierno en su más evidente versión, parecen su nuevo antojo, su más insólito e indecente espectáculo, su gran reclamo de atención. Claramente, si buscaban visibilidad en el mundo entero, la han conseguido.
Ante semejante perversidad, ante tanta vileza, ni la condena internacional, ni la condena íntima, resultan suficientes. Hace falta más. Aunque es verdad que no resulta sencillo combatir a estos fanáticos sin Estado claro, a estos asesinos sin fe verdadera, se revela imprescindible hacerlo, porque estamos en guerra.
No en un enfrentamiento convencional, cierto, pero sí en un conflicto de dimensiones absolutas y de toda trascendencia; una guerra auténtica, como se entienden ahora las ofensivas bélicas. No habrá más Coreas, ni más Vietnams ni, probablemente, más Iraqs. Pero hay que afrontarlo: estamos en guerra.
Los individuos que creen en Dios en cualquiera de sus múltiples versiones y que no matan; los que no creen en ninguna de sus interpretaciones divinas, ni tampoco en la divinidad misma, y que no matan. Todos, contra los locos que creen demasiado, y que matan.
Occidente, y también Oriente, en guerra contra el enemigo común, la barbarie del Estado Islámico, la sinrazón agresiva y provocadora de la infamia máxima.
En todos los conflictos bélicos, en los levantamientos contra las injusticias y las indecencias, surgen héroes y mártires. A menudo, las dos cosas a la vez encerradas en un mismo cuerpo. Mohamed Bouazizi, con su suicidio a lo bonzo en Túnez, abandonó, tan quemado como el piloto jordano, el mundo de los vivos, pero antes de hacerlo provocó la Primavera Árabe en todo el norte africano. El martirio terrible de Muaz Kasasbeh debería propulsar un nuevo tipo de entendimiento entre quienes quieren paz en el mundo, y los que la decapitan o la queman.
La última locura del IS arrebató, y del modo más doloroso, la vida a un joven jordano, pero al mismo tiempo lo elevó, ya para siempre, al mundo eterno de los mitos, aquel desde el que ya nos mira, cada día, junto al vendedor ambulante que se inmoló en Sidi Bouzid.
Su suplicio no será inútil si, como pasó con Bouazizi, sirve para cambiar las cosas, para que despierten y se unan bajo un mismo objetivo los humanos que necesitamos que la crueldad no sólo tenga límites, sino que desaparezca del planeta azul.
http://www.elmundo.es/blogs/elmundo/elcuadrilatero/2015/02/06/quemado.html
Resulta inconcebible hasta dónde puede llegar el ser humano en su capacidad para la crueldad. Como hemos visto, no, no tenemos límites. Y, si en algún momento parece que los tenemos, entonces los estiramos hasta un punto desconocido. Los animales, incluido el que pueda tener un comportamiento más ruin en determinadas circunstancias, no es más que un ejemplar querubín a nuestro lado.
Los responsables del Estado Islámico han debido pensar que eso de secuestrar durante meses o años a sus rehenes para luego humillarlos, obligándolos a criticar la conducta de sus países en público para después decapitarlos frente a una cámara ha dejado de tener su impacto.
La jaula y el fuego, y la carne humana chamuscada, el infierno en su más evidente versión, parecen su nuevo antojo, su más insólito e indecente espectáculo, su gran reclamo de atención. Claramente, si buscaban visibilidad en el mundo entero, la han conseguido.
Ante semejante perversidad, ante tanta vileza, ni la condena internacional, ni la condena íntima, resultan suficientes. Hace falta más. Aunque es verdad que no resulta sencillo combatir a estos fanáticos sin Estado claro, a estos asesinos sin fe verdadera, se revela imprescindible hacerlo, porque estamos en guerra.
No en un enfrentamiento convencional, cierto, pero sí en un conflicto de dimensiones absolutas y de toda trascendencia; una guerra auténtica, como se entienden ahora las ofensivas bélicas. No habrá más Coreas, ni más Vietnams ni, probablemente, más Iraqs. Pero hay que afrontarlo: estamos en guerra.
Los individuos que creen en Dios en cualquiera de sus múltiples versiones y que no matan; los que no creen en ninguna de sus interpretaciones divinas, ni tampoco en la divinidad misma, y que no matan. Todos, contra los locos que creen demasiado, y que matan.
Occidente, y también Oriente, en guerra contra el enemigo común, la barbarie del Estado Islámico, la sinrazón agresiva y provocadora de la infamia máxima.
En todos los conflictos bélicos, en los levantamientos contra las injusticias y las indecencias, surgen héroes y mártires. A menudo, las dos cosas a la vez encerradas en un mismo cuerpo. Mohamed Bouazizi, con su suicidio a lo bonzo en Túnez, abandonó, tan quemado como el piloto jordano, el mundo de los vivos, pero antes de hacerlo provocó la Primavera Árabe en todo el norte africano. El martirio terrible de Muaz Kasasbeh debería propulsar un nuevo tipo de entendimiento entre quienes quieren paz en el mundo, y los que la decapitan o la queman.
La última locura del IS arrebató, y del modo más doloroso, la vida a un joven jordano, pero al mismo tiempo lo elevó, ya para siempre, al mundo eterno de los mitos, aquel desde el que ya nos mira, cada día, junto al vendedor ambulante que se inmoló en Sidi Bouzid.
Su suplicio no será inútil si, como pasó con Bouazizi, sirve para cambiar las cosas, para que despierten y se unan bajo un mismo objetivo los humanos que necesitamos que la crueldad no sólo tenga límites, sino que desaparezca del planeta azul.
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