Satanás en La Habana: Rolling Stones y la represión a jóvenes en Cuba
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Satanás en La Habana: Rolling Stones y la represión a jóvenes en Cuba
Satanás en La Habana: Rolling Stones y la represión a jóvenes en Cuba
Jorge Posadajposada@elnuevoherald.com
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La represión a los jóvenes a finales de los 60 en Cuba cuando cualquiera podía ser acusado de diversionismo ideológico
El rock estaba prohibido y los jóvenes escondían los discos en carátulas de la Orquesta Aragón o Barbarito Diez
‘Fueron tiempos de atropellos violentos, de un feroz hostigamiento y depuraciones en todas partes’
En el verano de 1969 yo tenía veintidós años, estudiaba francés en la escuela de idiomas Abraham Lincoln, trabajaba en un taller de enrollados de motores y tenía una discreta melena que no me llegaba a los hombros. Hacía tiempo que el régimen castrista había desatado su persecución contra los peludos, los “decadentes rezagos del capitalismo” y cualquier expresión de libertad individual. A pesar de no tener el pelo muy largo, las pulgadas de más provocaban que fuera mal visto en el trabajo, en la escuela y en la calle. Sólo a mi familia parecía no molestarle, sobre todo a mi madre: “Me encanta cómo te queda. No te peles”, me decía dándome apoyo.
El autor en Cuba en 1970
Cuando aquello, las recogidas de melenudos en lugares estratégicos de La Habana estaban a la orden del día; se expulsaba sistemáticamente de la universidad a estudiantes por fabricadas acusaciones como “diversionismo ideológico“, “inmoralidad” o “desviaciones sexuales”, y cada vez era mayor la represión del aparato. Cualquier cosa se podía considerar un símbolo inadmisible de la sociedad de consumo.
En uno de sus prepotentes discursos, Fidel Castro la arremetió con ensañamiento contra los jóvenes: “Muchos de esos pepillos, hijos de burgueses, andan por ahí con unos pantaloncitos demasiado estrechos; algunos de ellos con una guitarrita en actitudes elvispreslianas, y han llevado su libertinaje a extremos de querer ir a algunos sitios de concurrencia pública a organizar sus shows feminoides por la libre”.
Para el sistema, todo aquél al que le gustara usar pantalones muy estrechos y tuviera el pelo largo era un homosexual en potencia, un estrafalario al que había que desaparecer y un simpatizante del imperialismo. Y el rock and roll se convirtió en una de las manías del castrismo y sus jenízaros.
Aunque todos los grupos eran malditos, desde el principio las dos bandas más atacadas fueron los Beatles y los Rolling Stones. Eran demasiado irreverentes, demasiado escandalosos y tenían demasiadas greñas para ser aceptados por una dictadura a la que sólo le gustaba Carlos Puebla y vivía obsesionada con la disciplina, la obediencia y el pelado militar. No tardaron mucho en eliminarlos de populares programas de radio como Sorpresa musical y Nocturno, y pobre del que la policía atrapara con algún disco vetado. Muchos peludos fueron pelados a la fuerza, pero antes les rompían el disco en plena calle. A las fiestas y reuniones se llevaba escondidos el Rubber Soul dentro de una carátula de Pello el Afrokán, el Beggars Banquet de los Rolling dentro de una colección de danzones de Barbarito Diez, y un long playing de Simon & Garfunkel, oculto dentro de uno de la Orquesta Aragón. La gente se turnaba para vigilar desde el balcón o de atrás de la puerta, por si la vieja chivata (siempre la chivata era una vieja) del comité de defensa denunciaba la velada y llamaba a la policía.
Expresamente proscrito este tipo de música en radio, televisión y lugares públicos, y rodeados de miedo, delaciones y miseria, los muchachos se las arreglaron y encontraron otras vías para escuchar de forma clandestina las canciones.
El escritor y bloguero Roberto Madrigal salió de Cuba en 1980 por el Puente Marítimo del Mariel y vive en Cincinnati, Ohio, desde hace más de treinta años, donde trabaja como psicólogo especializado en trastornos del desarrollo. Testigo elocuente de aquella época, cuenta Madrigal: “Además de las estaciones de Miami que entraban con cierta facilidad como WQAM primero y WGBS luego, en viejos radios Zenith o Admiral oíamos mucho el programa Beaker Street de la emisora KAAY. Transmitía desde un lugar tan remoto como Little Rock, Arkansas, de diez de la noche hasta la madrugada. Allí entre otros, conocimos a Pink Floyd, Grateful Dead, Jefferson Airplane, los Doors, Jimi Hendrix y Janis Joplin. Éramos más conocedores de la llamada música del enemigo y disfrutábamos el añadido encanto que le daba la censura, ya que le daba importancia al considerarla peligrosa”.
El sentimiento de inseguridad, tristeza e indefensión lo impregnaba todo; el aislamiento, la amargura y la incomunicación nos petrificaban y en ese mundo donde el futuro pertenecía por entero al socialismo, sobrevivíamos como podíamos.
Orlando Real, que salió de Cuba vía Ecuador, donde trabajó como maestro de francés, y ahora vive retirado en West Palm Beach, fue también testigo de los abusos, las injusticias y el acoso del que era objeto la población joven. “Una noche yo estaba en La Rampa y vi cómo unas conocidas actrices con largas tijeras le cortaban a un melenudo el pantalón estrecho que tenía puesto, a todas estas gritándole insultos de vago, niño bitongo y antisocial. Otro día, iba en una guagua y alguien que llevaba a la vista un disco culpable se buscó un problema tan grande con un teniente del ejército que antes de terminar el viaje lo bajó y se lo llevó preso. Nos quemaron nuestra juventud”.
Fueron tiempos de atropellos violentos, de un feroz hostigamiento y depuraciones en todas partes; de llevarse a los aspirantes a hippies para los campamentos de trabajo forzado de la UMAP, las granjas de reeducación y las cárceles.
Por su parte, el escritor Rafael Saumell, ex guionista de radio y televisión en Cuba, ex preso político, y en la actualidad profesor de Sam Houston State University, en Texas, dice: “La censura era férrea y los funcionarios controlaban rígidamente el vestuario. El peor de todos era un personaje tenebroso llamado Papito Serguera que años más tarde dijo cínicamente que nunca tomó ninguna decisión por su cuenta, que solamente cumplió las orientaciones de la alta dirigencia del país. En los programas musicales y las comedias de televisión no se permitía salir con pulóveres de rayas transversales, jeans, botines, camisas de colores psicodélicos, cinturones anchos con hebilla y mucho menos con el pelo largo. Nada más que se podía cantar en español. El pilón, el mozambique y el pacá, eran los ritmos más o menos oficiales. La música en inglés era satánica”.
Con cinco décadas de retraso y después de haber sido prohibidos por decreto gubernamental de la casta aún dominante, cantan por fin en La Habana los antes odiados Rolling Stones. Desde entonces la cúpula gobernante cubana no ha cambiado. Continúa siendo la misma enfermiza dictadura totalitaria, intolerante y opresora de siempre, mientras los veteranos Mick Jagger, Keith Richards, Charlie Watts y Ronnie Wood, integrantes de la banda de rock and roll más antigua y famosa del planeta, siguen enloqueciendo a multitudes en estadios repletos, vendiendo discos y fascinando a generaciones de todo el mundo.
Por suerte, Fidel Castro, su hermano Raúl y la camarilla que los acompañan desaparecerán algún día. En cambio, los viejos rockeros no morirán jamás.
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