EL SUEÑO DE LA PATADA A LA LATA
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EL SUEÑO DE LA PATADA A LA LATA
Tuesday, July 21, 2009
EL SUEÑO DE LA PATADA A LA LATA
Posted by Eufrates del Valle at 6:00 AM
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EL SUEÑO DE LA PATADA A LA LATA
Ilustración de Omar Santana, especial para El Imparcial Digital.
Fue un sueño, de esos vívidos que convencen; estaba allí y no en la cama donde mi cuerpo reposaba blando y sin conciencia. Había regresado a aquel reparto habanero donde dejé mi infancia y adolescencia, y escuchaba a los vecinos hablar en susurros. Pero, sus rostros me eran ajenos. Al rato apareció mi amiga H., única sobreviviente del pasado, y me habló también en susurros. Esa noche le darían la patada a la lata, aunque nadie se atrevía a contarme porque yo era un forastero. No recordaba qué era una patada y mucho menos una lata, pero la escuché en silencio. Esa noche, explicó mi amiga H., todos los ancianos del barrio saldrían con una lata a la calle a darle patadas. Los más débiles golpearían la lata con un hierro. Iban a protestar por sus cocinas vacías, pero no podían magullar más sus viejas cazuelas. La mayoría de los jóvenes habían partido; unos cuantos rezagados pararon en la cárcel. Los pocos que quedaban vigilarían desde las ventanas y uno de ellos, nieto de un coronel, avisaría por internet a unos amigos en el extranjero para que publiquen los acontecimientos. Los viejos, me dijo H., estaban obstinados de discursos y miserias, y no querían ver más a sus hijos y nietos irse en una balsa o arrastrados a una prisión. Ellos lo habían perdido todo y sabían que, si el ejército, la policía o las brigadas rápidas les daban golpes, el dolor de esos golpes físicos nunca superarían el dolor que llevaban en el alma. Le pregunté a H. qué haría ella. Me miró con la vista ausente y me dijo: “Soy ya parte de los viejos, Eufrates; de mis cuatro hijos tres están afuera y no conozco a ninguno de mis nietos. Al que me queda le dije que obseravara todo por la ventana, y si me pasaba algo, que contara...”
A las ocho en punto, enfatizó H., ella también estaría dándole la patada a su lata. Le pedí una lata a H. y en el momento que me la daba comenzó el odiado ruido del despertador.
Fue un sueño, de esos vívidos que convencen; estaba allí y no en la cama donde mi cuerpo reposaba blando y sin conciencia. Había regresado a aquel reparto habanero donde dejé mi infancia y adolescencia, y escuchaba a los vecinos hablar en susurros. Pero, sus rostros me eran ajenos. Al rato apareció mi amiga H., única sobreviviente del pasado, y me habló también en susurros. Esa noche le darían la patada a la lata, aunque nadie se atrevía a contarme porque yo era un forastero. No recordaba qué era una patada y mucho menos una lata, pero la escuché en silencio. Esa noche, explicó mi amiga H., todos los ancianos del barrio saldrían con una lata a la calle a darle patadas. Los más débiles golpearían la lata con un hierro. Iban a protestar por sus cocinas vacías, pero no podían magullar más sus viejas cazuelas. La mayoría de los jóvenes habían partido; unos cuantos rezagados pararon en la cárcel. Los pocos que quedaban vigilarían desde las ventanas y uno de ellos, nieto de un coronel, avisaría por internet a unos amigos en el extranjero para que publiquen los acontecimientos. Los viejos, me dijo H., estaban obstinados de discursos y miserias, y no querían ver más a sus hijos y nietos irse en una balsa o arrastrados a una prisión. Ellos lo habían perdido todo y sabían que, si el ejército, la policía o las brigadas rápidas les daban golpes, el dolor de esos golpes físicos nunca superarían el dolor que llevaban en el alma. Le pregunté a H. qué haría ella. Me miró con la vista ausente y me dijo: “Soy ya parte de los viejos, Eufrates; de mis cuatro hijos tres están afuera y no conozco a ninguno de mis nietos. Al que me queda le dije que obseravara todo por la ventana, y si me pasaba algo, que contara...”
A las ocho en punto, enfatizó H., ella también estaría dándole la patada a su lata. Le pedí una lata a H. y en el momento que me la daba comenzó el odiado ruido del despertador.
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