La locura por Claudia Cadelo
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La locura por Claudia Cadelo
viernes 15 de enero de 2010
La locura
Foto: Claudio Fuentes Madan
Carla padece de depresión crónica desde que cumplió 22 años. La he acompañado a ver sicólogos de centros de ayuda, a ver especialistas en el Clínico Quirúrgico y en el Calixto García, a sesiones de espiritismo, a grupos de terapia, a tratamientos de curación alternativa y a Mazorra.
Después del Prozac, la imipramina y la trifluoperazina, la comprensiva indiferencia de los médicos y el peloteo de los tratamientos, nunca fue diagnosticada. Su fe en la psiquiatría cubana terminó con una visita a Mazorra. La acompañé a hacerse un examen y –en ida y vuelta– tomó la decisión más importante de su vida: Se acabó el tratamiento, se acabó el hospital, adiós a los psiquiatras. Asumió con estoicismo su condición y desde entonces, cuando cae en crisis, se encierra en su casa a leer como una demente y no se pierde una tanda en la cinemateca, así supera sus depresiones.
El panorama, no puedo negarlo, no dejaba opción para medias tintas. Yo recordaba las imágenes del televisor, donde un grupo de ancianas muy alegres y maquilladas –en un portal de ensueño lleno de plantas y sillones– leían novelas o ensayaban coros hermosos. Era la única imagen que tenía del famoso hospital.
Nada más traspasar la Admisión unos veinte viejitos limpiaban con escobas de paja la calle principal, con ropas raídas y dientes negros revolvían la maleza que habían acumulado en busca de cabos de cigarro. Uno me increpó, con voz llorosa me pidió uno. Cuando se lo di, los otros 19 se abalanzaron sobre nosotras. Les dejé la caja.
Atravesamos casi todo el hospital hasta llegar al pabellón que nos habían indicado, el paisaje era desolador. No podía definir quiénes estaban locos, si los ingresados o los que los ingresaban, porque meter a una persona con trastornos mentales en un lugar tan horrendo es como condenarle a la alienación absoluta. Reconocí a algunos de los mendigos que pululan por la calle 23, me sorprendió verlos con la misma estampa de churre y semidesnudos, siempre había creído que se escapaban del hospital, y que cuando los encontraban los alimentaban y los vestían.
Esperé a Carla dos horas sentada en el vestíbulo del pabellón, rodeada de desequilibrados, sin tener la menor idea de lo que padecían, algunos parecían tristes, otros desquiciados y otros malhumorados. Algunos se fajaban entre sí, un anciano cantaba horrendamente –volví a recordar los coros del noticiero y sentí ganas de llorar. Las paredes estaban negras de hollín y casi no entraba luz, todo estaba bañado en una penumbra que resaltaba la miseria y la cochiná. En una habitación cerca de mí una enfermera discutía con la familia de uno de los enfermos, el hombre lloraba desconsoladamente porque no quería quedarse ingresado –prometía portarse bien y ser bueno–, la madre rogaba que lo dejaran en el hospital al menos el fin de semana y la enfermera decía algo sobre la escasez de colchones.
De regreso a la casa Carla y yo no nos dijimos ni media palabra, estábamos atónitas. Cuando la dejé en su casa susurró: No voy más al médico, de todas maneras sigo igual.
*Este post quiero dedicarlo a los pacientes fallecidos por hipotermia en el Hospital Psiquiátrico de La Habana, entre los días 9 y 12 de este mes. Ver la noticia aquí y aquí.
Publicado por Claudia en
La locura
Carla padece de depresión crónica desde que cumplió 22 años. La he acompañado a ver sicólogos de centros de ayuda, a ver especialistas en el Clínico Quirúrgico y en el Calixto García, a sesiones de espiritismo, a grupos de terapia, a tratamientos de curación alternativa y a Mazorra.
Después del Prozac, la imipramina y la trifluoperazina, la comprensiva indiferencia de los médicos y el peloteo de los tratamientos, nunca fue diagnosticada. Su fe en la psiquiatría cubana terminó con una visita a Mazorra. La acompañé a hacerse un examen y –en ida y vuelta– tomó la decisión más importante de su vida: Se acabó el tratamiento, se acabó el hospital, adiós a los psiquiatras. Asumió con estoicismo su condición y desde entonces, cuando cae en crisis, se encierra en su casa a leer como una demente y no se pierde una tanda en la cinemateca, así supera sus depresiones.
El panorama, no puedo negarlo, no dejaba opción para medias tintas. Yo recordaba las imágenes del televisor, donde un grupo de ancianas muy alegres y maquilladas –en un portal de ensueño lleno de plantas y sillones– leían novelas o ensayaban coros hermosos. Era la única imagen que tenía del famoso hospital.
Nada más traspasar la Admisión unos veinte viejitos limpiaban con escobas de paja la calle principal, con ropas raídas y dientes negros revolvían la maleza que habían acumulado en busca de cabos de cigarro. Uno me increpó, con voz llorosa me pidió uno. Cuando se lo di, los otros 19 se abalanzaron sobre nosotras. Les dejé la caja.
Atravesamos casi todo el hospital hasta llegar al pabellón que nos habían indicado, el paisaje era desolador. No podía definir quiénes estaban locos, si los ingresados o los que los ingresaban, porque meter a una persona con trastornos mentales en un lugar tan horrendo es como condenarle a la alienación absoluta. Reconocí a algunos de los mendigos que pululan por la calle 23, me sorprendió verlos con la misma estampa de churre y semidesnudos, siempre había creído que se escapaban del hospital, y que cuando los encontraban los alimentaban y los vestían.
Esperé a Carla dos horas sentada en el vestíbulo del pabellón, rodeada de desequilibrados, sin tener la menor idea de lo que padecían, algunos parecían tristes, otros desquiciados y otros malhumorados. Algunos se fajaban entre sí, un anciano cantaba horrendamente –volví a recordar los coros del noticiero y sentí ganas de llorar. Las paredes estaban negras de hollín y casi no entraba luz, todo estaba bañado en una penumbra que resaltaba la miseria y la cochiná. En una habitación cerca de mí una enfermera discutía con la familia de uno de los enfermos, el hombre lloraba desconsoladamente porque no quería quedarse ingresado –prometía portarse bien y ser bueno–, la madre rogaba que lo dejaran en el hospital al menos el fin de semana y la enfermera decía algo sobre la escasez de colchones.
De regreso a la casa Carla y yo no nos dijimos ni media palabra, estábamos atónitas. Cuando la dejé en su casa susurró: No voy más al médico, de todas maneras sigo igual.
*Este post quiero dedicarlo a los pacientes fallecidos por hipotermia en el Hospital Psiquiátrico de La Habana, entre los días 9 y 12 de este mes. Ver la noticia aquí y aquí.
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