Crónica clandestina con Raúl Rivero
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Crónica clandestina con Raúl Rivero
lunes 22 de marzo de 2010
Crónica clandestina con Raúl Rivero
Había algunos chaveas jugando pelota en un parque del municipio Playa, pero la falta de señalizaciones y la cuadrícula urbanística con calles denominadas con números y esquinas con más números me obligaron a caminar más de lo esperado en busca de aquella calle-guarismo del barrio de Kohly, todo un ejercicio de interpretación para los torpes gallegos recién llegados… como yo. El gallego despistado es una institución popular cubana como lo puede ser el cateto que se pierde al llegar a la ciudad, como es mi caso por ambas partes.
Por fin di con la casa, pero todavía no había nadie. Un vecino me preguntó que a quién esperaba y le dije que era un amigo de mi padre el que vivía allí. No era cierto pero no me fiaba de nadie. Esperé en el parque a que llegaran los anfitriones y allí fue que me senté a ver a unos cuantos adolescentes emulando a los toleteros de grandes ligas que ven ilegalmente por el cable pirateado, como el caso del beisbolista Kendry Morales que emigró en una balsa, pateras del Caribe, para llegar a otra tierra y cambiar así las penurias obligatorias de su familia de Sancti Spiritus, el mismitico centro de la isla de Cuba, por un contrato de millones de dólares como jugador de los Anaheim Angels, los Angelinos de Anaheim, como traducen los hispanos de Los Ángeles.
Kohly era un barrio bien para lo que se estila en La Habana, probablemente muchos de aquellos habitantes sí conocían el nombre de la mujer de Fidel Castro. Hubiera hecho la prueba pero por entonces yo no sabía el nombre. En la capital hay ciertos barrios, repartos y cuadras recientes, donde habitan los cargos medios y altos del régimen, dignidades y funcionarios de cierta importancia que poco tienen que ver con los emigrados orientales que pueblan barbacoas , como las de la antigua piscina del Hotel Bristol , y resuelven su existencia con riquimbilis, ya doctorados en las chivichanas cotidianas que si no fuera por campana en Cuba no hubiera lomas.
Aparecieron en el carro que manejaba Ángel Tomás González, corresponsal de El Mundo en La Habana. Junto a él pude ver a Raúl Rivero a quien había visto en un documental y en fotos de prensa. Súbitamente me puse un poco nervioso, respiré hondo. En el coche también iban Blanca Reyes, esposa de Raúl Rivero y Yolanda Martínez, una bilbaína casada con el corresponsal de El Mundo y cuya historia de amor me contó Ángel en el pasillo principal de su casa.
Más tarde llegó en su auto Lars Palmgren, corresponsal para Latinoamérica de la radio pública sueca durante más de 30 años. Él vivía en la costa chilena, entre Valparaíso y Viña del Mar, y había conocido en el ejercicio de su corresponsalía toda Latinoamérica, derrocamientos, revoluciones, sandinistas, contras, revueltas e incluso la modernidad chilena.
Mientras tomábamos una cerveza rusa, Raúl leía desentrañaba la extraña leyenda cirílica de la lata y recordaba con cierta nostalgia los tiempos en que fue director de la Agencia Prensa Latina en Moscú durante los años 70. No llegó a coincidir con Félix Bayón, que fue corresponsal de El País para la URSS en la década de los 80.
¿Quién le iba a decir a él que se convertiría con el tiempo en un Solzhenitsyn a la cubana?
Cuando Raúl Rivero era el jefe de relaciones públicas de la Unión de Escritores y Artistas Cubanos (UNEAC), no podría imaginar que el sistema comunista le amargaría la vida hasta encerrarlo en una cárcel desvencijada y podrida. Romper con el comunismo le costó caro, el precio que se cobra el totalitarismo siempre es caro y doloroso. Es la muerte administrativa en todas sus posibilidades, incluso para su anciana madre doña Hortensia Castañeda, que aún mantiene intacta el habla camagüeyana en su exilio madrileño. A doña Hortensia le retiraron la pensión, tan ínfima como la moral de los que se la quitaron, y lo hicieron como chantaje psicológico ante el disidente que no escondía su voz.
Luego vino la cárcel pero Raúl, apaciblemente sentado en ese banco, no respondía con malas palabras ni exabruptos sobre ninguna cuestión, incluída “la política”. Yo sabía que algunos mayores de mi pueblo no hablaban de política cuando eran más de 30 años de democracia española, pero aquella sobremesa se dibujaba como una gran lección universal. Y en presente, bajo un trópico benévolo.
Por entonces, ya estaba publicado el libro Sin pan y sin palabras, de Raúl Rivero, pero esa lección la leí meses más tarde, aún con el recuerdo vívido de aquel día de marzo de 2005.
En cierto momento de la conversación, entre las cervezas rusas, me contó una anécdota que ahorita no recuerdo, y me recuerdo que me decía “mi amigo Paco”, mientras que me daba –con afecto- unas palmadas en la espalda. Era puro cariño, en los pequeños detalles, no resplandecía nada de odio en sus palabras ni actitudes, más bien todo lo contrario, aquellas horas fueron deliciosas, en las que un periodista en ciernes y preguntón se acerca a un maestro humilde y pausado.
A Blanca Reyes, esposa de Raúl, le recordé en cierto momento de la charla aquella entrevista que le hizo Carlos Herrera dos años antes, concretamente cuando le preguntó si tenía miedo en aquellos largos días en que Raúl Rivero estaba en la cárcel tras la Primavera Negra de 2003. “Cómo voy a tener miedo con todo lo que hemos pasado, ya no me pueden hacer más daño del que me han hecho”, le respondió ella, y Herrera, sin miedo, le repreguntaba por aquel diálogo que estaría siendo grabado por los servicios del régimen. Ella formaba parte de las Damas de Blanco por entonces y las sigue apoyando desde Madrid, un grupo pacífico que se reúne los domingos en la iglesia de Santa Rita de Casia, cerca de la Quinta Avenida, en el municipio Playa.
Recientemente se supo que había dos personas infiltradas por la inteligencia cubana en las Damas de Blanco, según los datos extraídos del ordenador de Raúl Reyes que capturó el ejército colombiano.
De nuevo aparecía en la conversación la resiliencia de Blanca y Raúl, tanto monta, esa resistencia psicológica ante el daño que infringe el totalitarismo de la barba en sus embates refinados por su maldad narcisista e intrínseca. Recordaba casi de memoria fragmentos de aquella entrevista y otro documental radiofónico realizado por Carlos Alsina en el que Blanca Reyes hablaba de Raúl mientras permanecía preso en Canaletas.
Hubo momentos en la conversación para hablar del habla popular cubana y rememorar el dicho del “gallo de Morón”, el Morón andaluz como el Morón de Camagüey, éste sin frontera. Hablábamos de aquel gallo, sin plumas y cacareando, como ahora lo está Fidel desde su jaula de oro hospitalaria soltando su gallinazo crónico en forma de crónicas y artículos.
Como tantos cubanos amamantados en la dulce quimera del primerizo idealismo revolucionario de los años iniciales de la Revolución de los barbudos, les punzaba interiormente el descubrimiento progresivo de que aquel sueño se había convertido en una construcción estalinista atrozmente falsa, atosigante, liberticida. Así le sucedió a Raúl Rivero en los años noventa, o quizá fue antes, paulatino, como a tantos otros destacados artistas, escritores o periodistas. Rompió su relación con la UNEAC en 1989 y en 1991 suscribió la Carta de los intelectuales y la Carta de los Diez. La palabra intelectual está devaluada si no es orgánico, afín al sistema, calladito y borreguil con el poder barbado. Dentro de la Revolución todo, fuera de la Revolución nada, es decir, lo que diga yo, el Supremo Fidel, y punto. No hay más que hablar.
La UNEAC hizo con Raúl Rivero como aquella siniestra y homóloga organización soviética que expulsó a Solzhenitsyn por sus constantes infracciones a la moral socialista, esas actitudes contrarrevolucionarias que los comunistas hispanos señalaban sin rubor como propias de un agente de la CIA. El ejemplo de Rivero como un Solzhenitsyn caribeño ya me rondaba la cabeza cuando empecé a leer los libros de Raúl, y más aún cuando unos jartibles niñatos comunistas le reventaron una conferencia en la Universidad de Sevilla.
Solzhenitsyn dejó escrito antes de morir un epitafio universal: “He pasado de un mundo donde no se puede decir nada, a un mundo donde se puede decir todo, y no sirve para nada” . Ésa es la personalidad como destino, y viceversa, para los que niegan las mentiras obligatorias del totalitarismo.
Compré dos botellas de vino para ese almuerzo, un vino español que se vendía en las Galerías Paseo, que estaban aquella mañana atestadas de gente en los pasillos pero no tanto en las tiendas: era un supermercado libre, caro para los cubanos que se mantenían con la cuota y con pocos pesos convertibles. Pero si vas con fulas , como cualquier yuma recién llegado, puedes comprar muchos productos, encarecidos por la escasez del socialismo, valga la redundancia. Llevaba otros regalos en la maleta que preparé en Granada con algo de intuición. Eran dos libros: Leyendas de la Alhambra de Washington Irving, y El Buscón de Quevedo. Yo quería hacer de embajador granadino porque el Ayuntamiento de Granada el ofrecía un puesto para que pudiera ganarse la vida en España… si le dejaban salir de la isla. Del sufrimiento del poeta Rivero sabía el hermano del poeta, Luis García Montero, por entonces concejal de cultura del Ayuntamiento de Graná . Y Granada no quiere sentir en sus carnes padecimiento de un poeta, ni su encarcelamiento, ni su muerte, nunca más.
La camisa vaquera de Raúl Rivero que repite como un amuleto, con aires de libertad, una peculiar historia de afectos y recuerdos que se presume, como si él fuera un vaquero de Marlboro que fuma sólo cigarrillos, ya no fuma puros, hace tiempo que no los fuma. La sencillez de un hombre amable, un poeta que a pesar de haber sufrido la cárcel, no estaba enrocado en ese dolor íntimo que mata sentimientos cuando deja que el odio se esparza, sino que era un hombre abierto y con un corazón admirable, sin extremos ni resentimientos.
De cómo se gestó la libertad de Raúl Rivero adiviné con torpeza algunos detalles, otros me las contó Ángel Tomás González, y el resto del relato de cómo lo pusieron en libertad se seguirá escribiendo desde un sofá de Cartagena de Indias.
Crónica clandestina con Raúl Rivero
Por Francisco J.*
Había algunos chaveas jugando pelota en un parque del municipio Playa, pero la falta de señalizaciones y la cuadrícula urbanística con calles denominadas con números y esquinas con más números me obligaron a caminar más de lo esperado en busca de aquella calle-guarismo del barrio de Kohly, todo un ejercicio de interpretación para los torpes gallegos recién llegados… como yo. El gallego despistado es una institución popular cubana como lo puede ser el cateto que se pierde al llegar a la ciudad, como es mi caso por ambas partes.
Por fin di con la casa, pero todavía no había nadie. Un vecino me preguntó que a quién esperaba y le dije que era un amigo de mi padre el que vivía allí. No era cierto pero no me fiaba de nadie. Esperé en el parque a que llegaran los anfitriones y allí fue que me senté a ver a unos cuantos adolescentes emulando a los toleteros de grandes ligas que ven ilegalmente por el cable pirateado, como el caso del beisbolista Kendry Morales que emigró en una balsa, pateras del Caribe, para llegar a otra tierra y cambiar así las penurias obligatorias de su familia de Sancti Spiritus, el mismitico centro de la isla de Cuba, por un contrato de millones de dólares como jugador de los Anaheim Angels, los Angelinos de Anaheim, como traducen los hispanos de Los Ángeles.
Kohly era un barrio bien para lo que se estila en La Habana, probablemente muchos de aquellos habitantes sí conocían el nombre de la mujer de Fidel Castro. Hubiera hecho la prueba pero por entonces yo no sabía el nombre. En la capital hay ciertos barrios, repartos y cuadras recientes, donde habitan los cargos medios y altos del régimen, dignidades y funcionarios de cierta importancia que poco tienen que ver con los emigrados orientales que pueblan barbacoas , como las de la antigua piscina del Hotel Bristol , y resuelven su existencia con riquimbilis, ya doctorados en las chivichanas cotidianas que si no fuera por campana en Cuba no hubiera lomas.
Aparecieron en el carro que manejaba Ángel Tomás González, corresponsal de El Mundo en La Habana. Junto a él pude ver a Raúl Rivero a quien había visto en un documental y en fotos de prensa. Súbitamente me puse un poco nervioso, respiré hondo. En el coche también iban Blanca Reyes, esposa de Raúl Rivero y Yolanda Martínez, una bilbaína casada con el corresponsal de El Mundo y cuya historia de amor me contó Ángel en el pasillo principal de su casa.
Más tarde llegó en su auto Lars Palmgren, corresponsal para Latinoamérica de la radio pública sueca durante más de 30 años. Él vivía en la costa chilena, entre Valparaíso y Viña del Mar, y había conocido en el ejercicio de su corresponsalía toda Latinoamérica, derrocamientos, revoluciones, sandinistas, contras, revueltas e incluso la modernidad chilena.
Mientras tomábamos una cerveza rusa, Raúl leía desentrañaba la extraña leyenda cirílica de la lata y recordaba con cierta nostalgia los tiempos en que fue director de la Agencia Prensa Latina en Moscú durante los años 70. No llegó a coincidir con Félix Bayón, que fue corresponsal de El País para la URSS en la década de los 80.
¿Quién le iba a decir a él que se convertiría con el tiempo en un Solzhenitsyn a la cubana?
Cuando Raúl Rivero era el jefe de relaciones públicas de la Unión de Escritores y Artistas Cubanos (UNEAC), no podría imaginar que el sistema comunista le amargaría la vida hasta encerrarlo en una cárcel desvencijada y podrida. Romper con el comunismo le costó caro, el precio que se cobra el totalitarismo siempre es caro y doloroso. Es la muerte administrativa en todas sus posibilidades, incluso para su anciana madre doña Hortensia Castañeda, que aún mantiene intacta el habla camagüeyana en su exilio madrileño. A doña Hortensia le retiraron la pensión, tan ínfima como la moral de los que se la quitaron, y lo hicieron como chantaje psicológico ante el disidente que no escondía su voz.
Luego vino la cárcel pero Raúl, apaciblemente sentado en ese banco, no respondía con malas palabras ni exabruptos sobre ninguna cuestión, incluída “la política”. Yo sabía que algunos mayores de mi pueblo no hablaban de política cuando eran más de 30 años de democracia española, pero aquella sobremesa se dibujaba como una gran lección universal. Y en presente, bajo un trópico benévolo.
Por entonces, ya estaba publicado el libro Sin pan y sin palabras, de Raúl Rivero, pero esa lección la leí meses más tarde, aún con el recuerdo vívido de aquel día de marzo de 2005.
En cierto momento de la conversación, entre las cervezas rusas, me contó una anécdota que ahorita no recuerdo, y me recuerdo que me decía “mi amigo Paco”, mientras que me daba –con afecto- unas palmadas en la espalda. Era puro cariño, en los pequeños detalles, no resplandecía nada de odio en sus palabras ni actitudes, más bien todo lo contrario, aquellas horas fueron deliciosas, en las que un periodista en ciernes y preguntón se acerca a un maestro humilde y pausado.
A Blanca Reyes, esposa de Raúl, le recordé en cierto momento de la charla aquella entrevista que le hizo Carlos Herrera dos años antes, concretamente cuando le preguntó si tenía miedo en aquellos largos días en que Raúl Rivero estaba en la cárcel tras la Primavera Negra de 2003. “Cómo voy a tener miedo con todo lo que hemos pasado, ya no me pueden hacer más daño del que me han hecho”, le respondió ella, y Herrera, sin miedo, le repreguntaba por aquel diálogo que estaría siendo grabado por los servicios del régimen. Ella formaba parte de las Damas de Blanco por entonces y las sigue apoyando desde Madrid, un grupo pacífico que se reúne los domingos en la iglesia de Santa Rita de Casia, cerca de la Quinta Avenida, en el municipio Playa.
Recientemente se supo que había dos personas infiltradas por la inteligencia cubana en las Damas de Blanco, según los datos extraídos del ordenador de Raúl Reyes que capturó el ejército colombiano.
De nuevo aparecía en la conversación la resiliencia de Blanca y Raúl, tanto monta, esa resistencia psicológica ante el daño que infringe el totalitarismo de la barba en sus embates refinados por su maldad narcisista e intrínseca. Recordaba casi de memoria fragmentos de aquella entrevista y otro documental radiofónico realizado por Carlos Alsina en el que Blanca Reyes hablaba de Raúl mientras permanecía preso en Canaletas.
Hubo momentos en la conversación para hablar del habla popular cubana y rememorar el dicho del “gallo de Morón”, el Morón andaluz como el Morón de Camagüey, éste sin frontera. Hablábamos de aquel gallo, sin plumas y cacareando, como ahora lo está Fidel desde su jaula de oro hospitalaria soltando su gallinazo crónico en forma de crónicas y artículos.
Como tantos cubanos amamantados en la dulce quimera del primerizo idealismo revolucionario de los años iniciales de la Revolución de los barbudos, les punzaba interiormente el descubrimiento progresivo de que aquel sueño se había convertido en una construcción estalinista atrozmente falsa, atosigante, liberticida. Así le sucedió a Raúl Rivero en los años noventa, o quizá fue antes, paulatino, como a tantos otros destacados artistas, escritores o periodistas. Rompió su relación con la UNEAC en 1989 y en 1991 suscribió la Carta de los intelectuales y la Carta de los Diez. La palabra intelectual está devaluada si no es orgánico, afín al sistema, calladito y borreguil con el poder barbado. Dentro de la Revolución todo, fuera de la Revolución nada, es decir, lo que diga yo, el Supremo Fidel, y punto. No hay más que hablar.
La UNEAC hizo con Raúl Rivero como aquella siniestra y homóloga organización soviética que expulsó a Solzhenitsyn por sus constantes infracciones a la moral socialista, esas actitudes contrarrevolucionarias que los comunistas hispanos señalaban sin rubor como propias de un agente de la CIA. El ejemplo de Rivero como un Solzhenitsyn caribeño ya me rondaba la cabeza cuando empecé a leer los libros de Raúl, y más aún cuando unos jartibles niñatos comunistas le reventaron una conferencia en la Universidad de Sevilla.
Solzhenitsyn dejó escrito antes de morir un epitafio universal: “He pasado de un mundo donde no se puede decir nada, a un mundo donde se puede decir todo, y no sirve para nada” . Ésa es la personalidad como destino, y viceversa, para los que niegan las mentiras obligatorias del totalitarismo.
Compré dos botellas de vino para ese almuerzo, un vino español que se vendía en las Galerías Paseo, que estaban aquella mañana atestadas de gente en los pasillos pero no tanto en las tiendas: era un supermercado libre, caro para los cubanos que se mantenían con la cuota y con pocos pesos convertibles. Pero si vas con fulas , como cualquier yuma recién llegado, puedes comprar muchos productos, encarecidos por la escasez del socialismo, valga la redundancia. Llevaba otros regalos en la maleta que preparé en Granada con algo de intuición. Eran dos libros: Leyendas de la Alhambra de Washington Irving, y El Buscón de Quevedo. Yo quería hacer de embajador granadino porque el Ayuntamiento de Granada el ofrecía un puesto para que pudiera ganarse la vida en España… si le dejaban salir de la isla. Del sufrimiento del poeta Rivero sabía el hermano del poeta, Luis García Montero, por entonces concejal de cultura del Ayuntamiento de Graná . Y Granada no quiere sentir en sus carnes padecimiento de un poeta, ni su encarcelamiento, ni su muerte, nunca más.
La camisa vaquera de Raúl Rivero que repite como un amuleto, con aires de libertad, una peculiar historia de afectos y recuerdos que se presume, como si él fuera un vaquero de Marlboro que fuma sólo cigarrillos, ya no fuma puros, hace tiempo que no los fuma. La sencillez de un hombre amable, un poeta que a pesar de haber sufrido la cárcel, no estaba enrocado en ese dolor íntimo que mata sentimientos cuando deja que el odio se esparza, sino que era un hombre abierto y con un corazón admirable, sin extremos ni resentimientos.
De cómo se gestó la libertad de Raúl Rivero adiviné con torpeza algunos detalles, otros me las contó Ángel Tomás González, y el resto del relato de cómo lo pusieron en libertad se seguirá escribiendo desde un sofá de Cartagena de Indias.
* Francisco J. es un periodista. Esta crónica fue publicada en su blog, Las palabras no caen al vacío, el 27.4.09.
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