La muerte que nunca debió ser
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La muerte que nunca debió ser
lunes 3 de mayo de 2010
La muerte que nunca debió ser
Texto: Ernesto Morales
Periodista cubano, radicado en Bayamo
ernestomorales25@gmail.com
Las últimas imágenes se extinguieron desde un plano aéreo, visión de una Isla que desfilaba a un costado del malecón habanero, y yo advertía que para entonces mi estado de ánimo había variado drásticamente. El Noticiero Nacional de Televisión del lunes primero de marzo, lo consiguió de golpe. Diez minutos antes yo vivía mi propia vida y pensaba en mis propios muertos. Pero luego de ver el desamparo en los ojos de Reina Luisa Tamayo, una anciana de piel oscura y palabras simples que en este segundo, estoy seguro, aún llora lo que nunca una madre debería llorar -la muerte de su hijo- no pude ser el mismo de instantes atrás.
Si algo debería agradecer a las impúdicas cámaras ocultas que, violando cualquier precepto ético y moral, filmaron a esta mujer durante una consulta médica, mostrando sus ingenuas esperanzas en aquellos hombres de bata blanca a quienes pedía le salvaran a su hijo, es precisamente eso: haberme enseñado su rostro. Conocer sus rasgos para confirmar lo que de antemano suponía: esta pobre mujer no puede, no podrá comprender jamás, la muerte de su hijo Orlando Zapata Tamayo, el prisionero de conciencia que en mi Cuba dolorosa dejó de respirar el pasado 23 de febrero, luego de 86 días en huelga de hambre. A lo sumo, Reina Luisa sabe del dolor y desde ahora, probablemente del odio. Pero no mucho de ideología ni de política.
Y no podrá comprender por qué ha debido cubrir con tierra el maltrecho cuerpo de su hijo porque ni siquiera yo, ni ninguno de los seres civilizados que nos enorgullecemos de nuestra especie, podremos entender la muerte de un cubano de 42 años de edad que agonizó estertóreamente, lacerando su cuerpo a fuerza de inanición, por reclamar con una valentía épica, y por qué no, un tanto ortodoxa, lo que desde su simpleza consideraba sus derechos inalienables. En resumen, lo que diríamos una prisión digna.
Esta muerte da vértigo. Desconcierta. Esta muerte que no debió ser nos duele a quienes creemos en lo mejor del ser humano, que no son sus posturas ideológicas sino sus sentimientos.
Y me lleva a cuestionarme, inevitablemente, por esta Isla que muchos habitan con orgullo, otros con pesar, y otros con la certeza de que toda ella es de su propiedad privada. Pienso en la barbarie civilizada, y en cómo en nombre de causas pretendidamente justas, un Gobierno puede provocar lo peor en aquellos sobre quienes gobierna: deshumanizarlos.
Alguien me dijo hace muy poco: tenemos un país enfermo. Y yo digo: sí, enfermo de desidia, de rencores, de sentimientos degradantes. No puede estar sano un país donde la Televisión Nacional exhibe en su Noticiero Estelar semejante material ignominioso, y donde luego de verlo millones y millones de ojos, de procesarlo millones de cerebros, no se generan manifestaciones de protesta, y ni siquiera movimientos importantes que cuestionen el hecho. Que pidan verdaderas explicaciones por lo no dicho, por lo ocultado con toda intención.
Pienso: la autora de ese material, la periodista que prestó su intelecto para semejante infamia, vive en este país nuestro, de seguro tiene familia, quizá hijos. Esta periodista está tristemente enferma de mentiras.
¿Fue un error repetido, todas las veces que se transmitió en varios espacios informativos, que no apareciera el crédito a su autora? ¿O es que ésta misma decidió, por prudencia de última hora, ocultar su identidad tras la mampara de una voz en off? Muchos la identificaron, asumieron su conocido nombre de periodista televisiva, pero ella, sospechosamente, prefirió suprimirlo. Me pregunto cómo podrá dormir en paz alguien que debería tener a la verdad por credo, a la objetividad por santo y seña, luego de manipular de semejante manera un caso que a todos nos debería provocar, cuando menos, una oleada de vergüenza.
Orlando Zapata Tamayo fue apresado durante la conocida Primavera Negra. No figuraba entre los más mediáticos nombres de los 75 periodistas independientes condenados porque en lugar de pensador, jornalista o intelectual, se trataba de un humilde albañil que ejecutó con franco radicalismo su labor de oposición, y cuya condena inicial de tres años de privación de libertad tuvo por causa sus manifestaciones públicas contra aquella oleada de encarcelamientos del 2003.
Sin embargo, una vez tras barrotes, esa condena se elevó a la astronómica cifra de 25 años, por desacato a las autoridades, terminología que en la práctica significó negarse a usar el uniforme carcelario y ser tratado como un presidiario común. Desde entonces, el obrero de otrora, nacido en Banes, municipio de Holguín, figuró como uno de los recalcitrantes “contrarrevolucionarios”, que se negaba a ser tratado como criminal común, y oponía su actitud infranqueable a quienes pretendían doblegarlo por la fuerza.
Ese fue la génesis de la tragedia. Mejor dicho, su primer acto. El segundo y decisivo se inauguró en el mes de diciembre de 2009, cuando Orlando Zapata se declaró formalmente en huelga de hambre.
¿Qué exigía este prisionero con su ayuno voluntario? El reportaje de la Televisión Cubana dijo, frío y despectivo: “un televisor, una cocina, y un teléfono en su celda”. Según palabras de su madre: “tener las mismas condiciones de vida que tuvo Fidel Castro cuando fue prisionero político de Fulgencio Batista. Las mismas condiciones de vida que tienen los cinco cubanos presos en los Estados Unidos”.
Quizás Orlando Zapata no pensó que su resolución le enviaría de bruces a la muerte. Pero de lo que estoy seguro, es que las autoridades de Kilo 8 (la prisión de Camagüey donde se encontraba recluido) jamás imaginaron que permanecería marmóreamente firme en su postura. Aunque ello le extirpara la vida.
Un reportaje que no explica causas no puede llamarse periodismo. El material exhibido en nuestra televisión se dedicaba a “desmontar” el argumento de que Zapata Tamayo no fue atendido por médicos, cuando su estado lo requirió. Nada más. Nunca explicó a sus millones de televidentes cómo fue posible que la arrogancia del régimen carcelario permitiera la progresiva depauperación de un hombre joven que no pedía imposibles.
La pregunta no es “¿Qué hicieron los médicos camagüeyanos para tratar de devolverle la vida a un cuerpo desecado por el hambre?” Eso lo suponemos: un médico que sienta en el corazón el sagrado deber de salvar vidas, no podía haber hecho otra cosa que luchar a brazo partido contra una muerte que ya les había ganado a todos la pelea. La pregunta es: “¿Cómo es posible que se haya desoído tan impávidamente los reclamos de un prisionero cuyo delito fue pensar diferente, para que en el momento de ingresarle en un hospital su deterioro volviera estéril cualquier empeño por salvarle?” ¿Es que Orlando Zapata Tamayo escogió un lento y horrendo suicidio? ¿Es que no amaba su vida? ¿Fue un irresponsable, como intenta hacernos ver la Televisión Cubana, que no midió el alcance de sus actos, que no sentía el martirio de su cuerpo hambriento?
Me niego a aceptarlo. Orlando Zapata, un cubano al que jamás conocí, cuyas ideas o principios o valores humanos desconozco, cuya conducta no puedo siquiera valorar objetivamente por la desinformación y manipulación a la que en estos temas nos condena la prensa oficial de mi país, tuvo el coraje, que en cubano se traduce como “tuvo los cojones”, de ser consecuente con sus ideas. Supo hacer lo que tantos lemas gastados, tantas frases de Tribuna no podrán englobar tras la retórica: dar la vida por su causa.
El reportaje televisivo debe ser almacenado en nuestras mentes. Cuando dentro de quién sabe cuánto construyamos un país mejor, ejemplos como este nos enseñarán hasta dónde se pudo llegar. ¿Hasta dónde?, hasta exhibir públicamente filmaciones ocultas de esa mujer desesperada, que agradecía cualquier palabra de aliento que le devolviera la fe en la vida de su hijo, y cuyas palabras (o las que pretendían serlo) serían ventiladas sin el más mínimo respeto a su integridad, sus derechos, o su dolor. Presentar, una vez más, conversaciones telefónicas privadas, grabadas en un celoso proceso de espionaje demasiado parecido al que tanto criticó la prensa oficial cubana en George W. Bush, con la diferencia de que al menos los servicios de inteligencia del nefasto ex presidente, ocultaban dichas grabaciones. No las publicaban en un horario estelar de la televisión estadounidense.
¿Se puede caer más bajo? Se puede: detrás de la foto de Orlando Zapata que mostraba la pantalla, una imagen de ceño fruncido y expresión malévola celosamente escogida para presentarla al público cubano, la autora del material contrapuso una de esas marchas multitudinarias que tan bien conocemos los cubanos. Ese millón de habaneros que reptaban a un costado del malecón, en el lenguaje visual de este reportaje, le contestaban enérgicamente a Orlando Zapata. Le contestaban, según palabras textuales de aquella etérea voz en off, con puños en alto, a sus chantajes y provocaciones.
Ni una sola opinión contraria. Ni una argumentación en sentido inverso. Ni un testimonio de las condiciones de vida que tuvo este prisionero de conciencia, y que le llevaron a su fatal protesta. Es decir: Orlando Zapata no fue un “plantado” que se negó a aceptarse como criminal común y exigió sus derechos. No. Orlando Zapata fue una víctima de quienes le inyectaron la idea de esta rebeldía, de las lacras contrarrevolucionarias que le empujaron a la muerte. Así de simple.
Para estos captores de la verdad, el principio del desacuerdo con sus ideas es un concepto tan vago, tan inexistente, que solo de esta manera pueden comprender que un cubano de 42 años paralice su estómago para reclamar ser tratado con respeto. Solo así: como una irresponsabilidad. Como una ingenuidad aprovechada por el verdadero enemigo.
Otra vez, como dijera Eduardo Galeano: Cuba duele.
Nos duele a quienes no aceptamos que cosas como estas sean posibles, que muertes como estas se materialicen, que sufrimientos como estos tengan lugar ante nuestras narices. Nos duele a quienes creemos que en lugar de enterrar seres con opiniones distintas, ya es hora de desenterrar sus ideas y construir con todas, las acertadas y las disparatadas, las agudas y las evidentes, una nación más plural y tolerante.
Y debería dolerle a todo aquel que piense en Martí, preso a los dieciséis años, víctima de abusos y crueldades, por ser un opositor político. Debería dolerle a todo aquel que piense en Mandela, encarcelado 28 enormes años por contraponer sus ideas a un sistema excluyente. Sí, por ser un opositor. Debería sentirlo en la carne todo cubano digno, porque uno más de los nuestros, de los que nacieron bajo el mismo sol, de los que construyeron casas con sus manos, de los que sufrieron carencias y rieron a carcajadas, de los que bebieron ron alguna vez, quizás, y soñó con un país distinto del que le imponían, murió de una muerte que jamás debió ser.
Si nuestra bandera no costara divisas en esta Cuba tropical, y en consecuencia, si cada uno de nosotros la tuviera izada en algún sitio de nuestras casas, elevarla a media asta (aunque no se trate de un mandatario o un hombre de fama) sería una justa manera de guardar un silencio decoroso ante la muerte de este hombre desconocido. Sería una manera de preservar nuestra última riqueza: la dignidad humana.
Y contra eso, ningún desventurado reportaje puede hacer nada.
Publicado por Claudia
La muerte que nunca debió ser
Texto: Ernesto Morales
Periodista cubano, radicado en Bayamo
ernestomorales25@gmail.com
Las últimas imágenes se extinguieron desde un plano aéreo, visión de una Isla que desfilaba a un costado del malecón habanero, y yo advertía que para entonces mi estado de ánimo había variado drásticamente. El Noticiero Nacional de Televisión del lunes primero de marzo, lo consiguió de golpe. Diez minutos antes yo vivía mi propia vida y pensaba en mis propios muertos. Pero luego de ver el desamparo en los ojos de Reina Luisa Tamayo, una anciana de piel oscura y palabras simples que en este segundo, estoy seguro, aún llora lo que nunca una madre debería llorar -la muerte de su hijo- no pude ser el mismo de instantes atrás.
Si algo debería agradecer a las impúdicas cámaras ocultas que, violando cualquier precepto ético y moral, filmaron a esta mujer durante una consulta médica, mostrando sus ingenuas esperanzas en aquellos hombres de bata blanca a quienes pedía le salvaran a su hijo, es precisamente eso: haberme enseñado su rostro. Conocer sus rasgos para confirmar lo que de antemano suponía: esta pobre mujer no puede, no podrá comprender jamás, la muerte de su hijo Orlando Zapata Tamayo, el prisionero de conciencia que en mi Cuba dolorosa dejó de respirar el pasado 23 de febrero, luego de 86 días en huelga de hambre. A lo sumo, Reina Luisa sabe del dolor y desde ahora, probablemente del odio. Pero no mucho de ideología ni de política.
Y no podrá comprender por qué ha debido cubrir con tierra el maltrecho cuerpo de su hijo porque ni siquiera yo, ni ninguno de los seres civilizados que nos enorgullecemos de nuestra especie, podremos entender la muerte de un cubano de 42 años de edad que agonizó estertóreamente, lacerando su cuerpo a fuerza de inanición, por reclamar con una valentía épica, y por qué no, un tanto ortodoxa, lo que desde su simpleza consideraba sus derechos inalienables. En resumen, lo que diríamos una prisión digna.
Esta muerte da vértigo. Desconcierta. Esta muerte que no debió ser nos duele a quienes creemos en lo mejor del ser humano, que no son sus posturas ideológicas sino sus sentimientos.
Y me lleva a cuestionarme, inevitablemente, por esta Isla que muchos habitan con orgullo, otros con pesar, y otros con la certeza de que toda ella es de su propiedad privada. Pienso en la barbarie civilizada, y en cómo en nombre de causas pretendidamente justas, un Gobierno puede provocar lo peor en aquellos sobre quienes gobierna: deshumanizarlos.
Alguien me dijo hace muy poco: tenemos un país enfermo. Y yo digo: sí, enfermo de desidia, de rencores, de sentimientos degradantes. No puede estar sano un país donde la Televisión Nacional exhibe en su Noticiero Estelar semejante material ignominioso, y donde luego de verlo millones y millones de ojos, de procesarlo millones de cerebros, no se generan manifestaciones de protesta, y ni siquiera movimientos importantes que cuestionen el hecho. Que pidan verdaderas explicaciones por lo no dicho, por lo ocultado con toda intención.
Pienso: la autora de ese material, la periodista que prestó su intelecto para semejante infamia, vive en este país nuestro, de seguro tiene familia, quizá hijos. Esta periodista está tristemente enferma de mentiras.
¿Fue un error repetido, todas las veces que se transmitió en varios espacios informativos, que no apareciera el crédito a su autora? ¿O es que ésta misma decidió, por prudencia de última hora, ocultar su identidad tras la mampara de una voz en off? Muchos la identificaron, asumieron su conocido nombre de periodista televisiva, pero ella, sospechosamente, prefirió suprimirlo. Me pregunto cómo podrá dormir en paz alguien que debería tener a la verdad por credo, a la objetividad por santo y seña, luego de manipular de semejante manera un caso que a todos nos debería provocar, cuando menos, una oleada de vergüenza.
Orlando Zapata Tamayo fue apresado durante la conocida Primavera Negra. No figuraba entre los más mediáticos nombres de los 75 periodistas independientes condenados porque en lugar de pensador, jornalista o intelectual, se trataba de un humilde albañil que ejecutó con franco radicalismo su labor de oposición, y cuya condena inicial de tres años de privación de libertad tuvo por causa sus manifestaciones públicas contra aquella oleada de encarcelamientos del 2003.
Sin embargo, una vez tras barrotes, esa condena se elevó a la astronómica cifra de 25 años, por desacato a las autoridades, terminología que en la práctica significó negarse a usar el uniforme carcelario y ser tratado como un presidiario común. Desde entonces, el obrero de otrora, nacido en Banes, municipio de Holguín, figuró como uno de los recalcitrantes “contrarrevolucionarios”, que se negaba a ser tratado como criminal común, y oponía su actitud infranqueable a quienes pretendían doblegarlo por la fuerza.
Ese fue la génesis de la tragedia. Mejor dicho, su primer acto. El segundo y decisivo se inauguró en el mes de diciembre de 2009, cuando Orlando Zapata se declaró formalmente en huelga de hambre.
¿Qué exigía este prisionero con su ayuno voluntario? El reportaje de la Televisión Cubana dijo, frío y despectivo: “un televisor, una cocina, y un teléfono en su celda”. Según palabras de su madre: “tener las mismas condiciones de vida que tuvo Fidel Castro cuando fue prisionero político de Fulgencio Batista. Las mismas condiciones de vida que tienen los cinco cubanos presos en los Estados Unidos”.
Quizás Orlando Zapata no pensó que su resolución le enviaría de bruces a la muerte. Pero de lo que estoy seguro, es que las autoridades de Kilo 8 (la prisión de Camagüey donde se encontraba recluido) jamás imaginaron que permanecería marmóreamente firme en su postura. Aunque ello le extirpara la vida.
Un reportaje que no explica causas no puede llamarse periodismo. El material exhibido en nuestra televisión se dedicaba a “desmontar” el argumento de que Zapata Tamayo no fue atendido por médicos, cuando su estado lo requirió. Nada más. Nunca explicó a sus millones de televidentes cómo fue posible que la arrogancia del régimen carcelario permitiera la progresiva depauperación de un hombre joven que no pedía imposibles.
La pregunta no es “¿Qué hicieron los médicos camagüeyanos para tratar de devolverle la vida a un cuerpo desecado por el hambre?” Eso lo suponemos: un médico que sienta en el corazón el sagrado deber de salvar vidas, no podía haber hecho otra cosa que luchar a brazo partido contra una muerte que ya les había ganado a todos la pelea. La pregunta es: “¿Cómo es posible que se haya desoído tan impávidamente los reclamos de un prisionero cuyo delito fue pensar diferente, para que en el momento de ingresarle en un hospital su deterioro volviera estéril cualquier empeño por salvarle?” ¿Es que Orlando Zapata Tamayo escogió un lento y horrendo suicidio? ¿Es que no amaba su vida? ¿Fue un irresponsable, como intenta hacernos ver la Televisión Cubana, que no midió el alcance de sus actos, que no sentía el martirio de su cuerpo hambriento?
Me niego a aceptarlo. Orlando Zapata, un cubano al que jamás conocí, cuyas ideas o principios o valores humanos desconozco, cuya conducta no puedo siquiera valorar objetivamente por la desinformación y manipulación a la que en estos temas nos condena la prensa oficial de mi país, tuvo el coraje, que en cubano se traduce como “tuvo los cojones”, de ser consecuente con sus ideas. Supo hacer lo que tantos lemas gastados, tantas frases de Tribuna no podrán englobar tras la retórica: dar la vida por su causa.
El reportaje televisivo debe ser almacenado en nuestras mentes. Cuando dentro de quién sabe cuánto construyamos un país mejor, ejemplos como este nos enseñarán hasta dónde se pudo llegar. ¿Hasta dónde?, hasta exhibir públicamente filmaciones ocultas de esa mujer desesperada, que agradecía cualquier palabra de aliento que le devolviera la fe en la vida de su hijo, y cuyas palabras (o las que pretendían serlo) serían ventiladas sin el más mínimo respeto a su integridad, sus derechos, o su dolor. Presentar, una vez más, conversaciones telefónicas privadas, grabadas en un celoso proceso de espionaje demasiado parecido al que tanto criticó la prensa oficial cubana en George W. Bush, con la diferencia de que al menos los servicios de inteligencia del nefasto ex presidente, ocultaban dichas grabaciones. No las publicaban en un horario estelar de la televisión estadounidense.
¿Se puede caer más bajo? Se puede: detrás de la foto de Orlando Zapata que mostraba la pantalla, una imagen de ceño fruncido y expresión malévola celosamente escogida para presentarla al público cubano, la autora del material contrapuso una de esas marchas multitudinarias que tan bien conocemos los cubanos. Ese millón de habaneros que reptaban a un costado del malecón, en el lenguaje visual de este reportaje, le contestaban enérgicamente a Orlando Zapata. Le contestaban, según palabras textuales de aquella etérea voz en off, con puños en alto, a sus chantajes y provocaciones.
Ni una sola opinión contraria. Ni una argumentación en sentido inverso. Ni un testimonio de las condiciones de vida que tuvo este prisionero de conciencia, y que le llevaron a su fatal protesta. Es decir: Orlando Zapata no fue un “plantado” que se negó a aceptarse como criminal común y exigió sus derechos. No. Orlando Zapata fue una víctima de quienes le inyectaron la idea de esta rebeldía, de las lacras contrarrevolucionarias que le empujaron a la muerte. Así de simple.
Para estos captores de la verdad, el principio del desacuerdo con sus ideas es un concepto tan vago, tan inexistente, que solo de esta manera pueden comprender que un cubano de 42 años paralice su estómago para reclamar ser tratado con respeto. Solo así: como una irresponsabilidad. Como una ingenuidad aprovechada por el verdadero enemigo.
Otra vez, como dijera Eduardo Galeano: Cuba duele.
Nos duele a quienes no aceptamos que cosas como estas sean posibles, que muertes como estas se materialicen, que sufrimientos como estos tengan lugar ante nuestras narices. Nos duele a quienes creemos que en lugar de enterrar seres con opiniones distintas, ya es hora de desenterrar sus ideas y construir con todas, las acertadas y las disparatadas, las agudas y las evidentes, una nación más plural y tolerante.
Y debería dolerle a todo aquel que piense en Martí, preso a los dieciséis años, víctima de abusos y crueldades, por ser un opositor político. Debería dolerle a todo aquel que piense en Mandela, encarcelado 28 enormes años por contraponer sus ideas a un sistema excluyente. Sí, por ser un opositor. Debería sentirlo en la carne todo cubano digno, porque uno más de los nuestros, de los que nacieron bajo el mismo sol, de los que construyeron casas con sus manos, de los que sufrieron carencias y rieron a carcajadas, de los que bebieron ron alguna vez, quizás, y soñó con un país distinto del que le imponían, murió de una muerte que jamás debió ser.
Si nuestra bandera no costara divisas en esta Cuba tropical, y en consecuencia, si cada uno de nosotros la tuviera izada en algún sitio de nuestras casas, elevarla a media asta (aunque no se trate de un mandatario o un hombre de fama) sería una justa manera de guardar un silencio decoroso ante la muerte de este hombre desconocido. Sería una manera de preservar nuestra última riqueza: la dignidad humana.
Y contra eso, ningún desventurado reportaje puede hacer nada.
Nota: Este artículo lo leí por primera vez junto a la entrevista que Ernesto le hizo a Yoani y a Reinaldo. Nunca nos hemos visto, pero sus textos me hacen sentir que lo conozco de toda la vida.
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