Zoé Valdés y LA RATONERA
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Zoé Valdés y LA RATONERA
http://zoevaldes.net/2010/05/07/la-ratonera-4ta-parte/
1ra, 2da, 3ra, partes.
Y todavia continuara...
Quien quiera conocer como es la vida , y las consecuencias que se tiene por pensar "libremente" , los miedos, los chantajes,pues que lea a Zoe, narra parte de cuando trabajaba en Francia para el gobierno cubano ..bueno, muy bueno!
1ra, 2da, 3ra, partes.
Y todavia continuara...
Quien quiera conocer como es la vida , y las consecuencias que se tiene por pensar "libremente" , los miedos, los chantajes,pues que lea a Zoe, narra parte de cuando trabajaba en Francia para el gobierno cubano ..bueno, muy bueno!
Azali- Admin
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Re: Zoé Valdés y LA RATONERA
por Zoé Valdés
1ra, 2da, 3ra, 4ta, partes.
V
Abrí la puerta. El paquete de libros estaba encima de la mesa de comer, en una caja envuelta en papel de cartucho, mi esposo había salido, pero antes me había llamado a la oficina para darme la buena noticia.
-Parece que llegaron tus libros.
-¿Síiiiiii? ¡Nooooooo! ¿Cómo es? ¿De qué color? –Pregunté en el paroxismo de la felicidad.
-Lo dejo para que seas tú la que lo descubra. Debo salir, a mí regreso te encontraré seguramente en casa. Hablaremos.
Me hallé sola con ese paquete frente a mí. Corté el papel exterior con una tijera, y con un cuchillo rasgué el cartón. La portada amarilla me gustó muchísimo, y las letras negras, y las páginas, el papel, todo, acaricié el objeto con un placer indescriptible. Olí el interior del libro, y su aroma a esencias desconocidas jamás lo he olvidado. De niña vivía frente a dos imprentas, en la calle Muralla, y el olor a tinta de imprenta significa para mí lo que las magdalenas de MarcelProust para el autor de En busca del tiempo perdido: evoco mi infancia, con mi jabita plástica abierta, y yo hurgando dentro, en el universo repleto de plomos con letras repujadas. Los plomos me los regalaban los linotipistas. Sentada en el borde de la acera, mientras mi primo aprendía a patinar con aquellos pesados patines soviéticos que mordían con una especie de tenazas los dedos de los pies, yo jugaba a situar los plomos en un orden de sonidos y palabras, dentro de un alfabeto inédito, el de un idioma inventado.
Desde el balcón de una vecina, abuela vociferaba reclamando nuestra presencia en la pequeña mesa requintada en una esquina del cuarto donde nos servía sendos platos sopas de patas de pollo que –según ella-, alimentaban una barbaridad. Mi primo andaba con unas botas inmensas y escondíamos las patas de pollo dentro, introducidas a hurtadillas por los bordes, y a duras penas nos tragábamos entre arcada y arcada las cucharadas de aquella sopa aceitosa, cuya grasa hacía cuajarones transparentes. Siempre dejábamos alguna sobra en el plato, sobre todo las especies, y nos escabullíamos hacia el parque Habana aprovechando que abuela había ido a fregar las cazuelas al fregadero colectivo.
Una vez en la esquina, mi primo contaba con una retahíla de gatos hambrientos que lo perseguían para que le echara las patas de pollo, a lo que él los había acostumbrado. Apenas unas décadas más tarde, los gatos desaparecieron de La Habana Vieja, aunque mucho antes desaparecieron los pollos, y estoy segura de que si mi primo lanzara hoy patas de pollo al aire, una turba de mendigos hambrientos se disputaría a golpes la ración.
El olor a tinta, pues, invariablemente me trae esos recuerdos de la calle Muralla, la calle de los polacos, de la que a ciertas horas emanaba otro perfume, el del anís, que invadía cada esquina, desde el parque de los Mosquitos, hasta el cine Universal, en la calle Egido. Sentada en el quicio de la puerta del solar de Muralla 160; mientras ordenaba y desordenaba plomos cuadrados, o rectangulares, me imaginaba en el futuro, en una casa en el campo, cerca de los mogotes del Valle de Viñales, escribiendo. Siempre me he visto escribiendo, desde todas las perspectivas posibles, a todas las edades, aún cuando por aquellos años, los de mi infancia y adolescencia, presentía que devendría cabaretera o paracaidista, o ambas cosas. Cuando le decía a mi madre que mi sueño era ser rumbera volteaba los ojos en blanco, “para ser rumbera”, decía, “hay que tener una cara y un cuerpazo, y tú no tienes carne ni para una albóndiga”. Sabía que mi físico distaba bastante de los cánones requeridos, además usaba botas ortopédicas, espejuelos, y alambritos correctores en los dientes, mi futuro como rumbera no estaba para nada asegurado; y el de paracaidista tampoco, había que poseer una columna vertical recta, y la mía era un garabato. Lo que más cuadraba la caja con el billete era lo de escritora: Escondida construiría mi obra, donde nadie escudriñara mis defectos, bailaría para mis personajes imaginarios, en un escenario imaginario. Escribir es como lanzarse en un paracaídas y quedarse esparrancada, con una pata en la luna, y otra en la tierra.
Los ejemplares habían sido numerados desde el cero hasta el nueve, sólo tocaban diez ejemplares por autor, puesto que la tirada era poca. Sin embargo, el editor tuvo la amabilidad, años más tarde, de enviarme otros ejemplares que no se vendieron. Creo que si vendí cuatro libros de mi poemario fue mucho.
Pero en aquel momento yo me hallaba acariciando la portada del ejemplar número cero, en la primera página empecé a escribir una dedicatoria amorosa a mi marido. Palabras dulces, de agradecimiento, por tantos años de lecturas compartidas, de enseñanzas, de amor, de…
Llegó el hombre que yo amaba, venía de ver a su querida, una venezolana que trabajaba en la oficina de Venezuela en la UNESCO; era una mujer de piernas bonitas, alta, delgada, elegante. Yo lo sabía todo, pero me hacía la loca, lo amaba demasiado para perderlo. Mi madre, divorciada, lo último que querría en su vida era a una hija divorciada, mi abuela, si viviera, hubiera preferido a una divorciada que a una aguantona, ¡una tarrúa!
Extendí el ejemplar, con todas aquellas palabras bonitas reunidas, salidas del alma, del corazón, del sexo, de todas esas boberías que nos creemos las mujeres enamoradas. Él tomó el libro entre sus manos, sin abrirlo lo partió por la mitad en un ataque de callada ira, lo tiró en el suelo, bailó un zapateado encima. Fue así cómo perdí mi ejemplar cero, y a mi primer marido. Lamento lo primero.
Pasé a ser de una persona en la que nadie reparaba a la sospechosa número dos de la embajada, el uno lo conservaba mi marido. Sin embargo, el Político se acercó a mí amistosamente, los segurosos me saludaban dándome muestras de simpatía forzada, y me redoblaron las guardias de la Federación de Mujeres Cubanas (organización a la que había que pertenecer obligatoriamente) en la sede diplomática, lo que constituía una aberración sin precedentes. Incluso, a alguien se le ocurrió, creo que fue a la mujer del Embajador, que por qué no se creaban comisiones para, los domingos tempranito, barrer la acera de la embajada, tal como se hacía en Cuba, a través de los cedeerres. Por suerte, nadie levantó la mano en señal de apoyo, y el propio embajador tomó el micrófono para agregar que antes deberíamos respetar los procedimientos, o sea, pedir permiso a la alcaldía de París, y que probablemente sería un proceso tedioso y complicado. A mí por nada hay que recogerme con pala del tapiz, porque me entró un ataque de risa, que yo había aprendido a camuflar con toses diversas, argumentando que padecía asma, lo que es verdad, que por nada me trago la tráquea en un ahogo.
Mi estatus cambió, de ser vigilada a estar controlada. Sin embargo, conseguí viajar en ómnibus a Barcelona, sólo para ver mi libro en el estante de una céntrica librería. Pagué mi viaje con unas cuantas botellas de ron cubano que vendí a un grupo de musulmanes de Barbès-Rochechouart, en una escapada de madrugada.
A Barcelona me acompañaron dos amigos. Habían llegado después que yo, y enseguida intuí que eran diferentes. Él, ocupaba el puesto de segundo secretario (habían tres), y lo acompañaba, como era lógico, su esposa. Advertí que él pensaba distinto. En más de una ocasión bromeábamos, preguntándonos qué esperábamos para asilarnos en una embajada. Si le tuve confianza en tan poco tiempo fue porque averigüé discretamente con la secretaria, y con una persona en La Habana con la que me carteaba a menudo, la referencia sobre su persona me llegaba de alguien a quien conocía a la perfección, y que ponía la mano en la candela por él, aunque no por ella. Pero yo a ella, aunque le tomé cierto aprecio, tampoco le presté demasiada atención.
Hicimos ese viaje a Barcelona. Visité al editor, era un hombre bajito, de mal carácter, de izquierdas, aunque conocía de lo malo que se había puesto el mambo en Cuba. Intentó sacarme algunas confesiones, y yo algunas le hice. A esas alturas ya empezaba a darme cuenta de que sólo la rebeldía, a mi modo, podría salvarme de la desidia permanente, del horror cotidiano. Le confié:
-Usted sabe cómo son las cosas, si me las pregunta es porque usted quiere obtener mi opinión. Y una opinión, para una persona que vive en un país comunista, puede convertirse en una espada de Damocles. Bien, le entregaré la espada: Aquello es una reverenda mierda. Subrayado en negritas. Usted lo sabía, ahora tiene mi confirmación, y la espada entre sus manos, depende de cómo quiera utilizarla, si a mi favor o en mi contra.
Valoré siempre el silencio de aquel hombre, lo seguiré valorando hasta que me muera. Me llevó a su casa, vivía solo con su hija, una joven rebelde en una sociedad libre. Luego me acompañó a la librería. Mi poemario estaba allí, junto a la Correspondencia entre Gala y Dalí. El editor me regaló ese libro inolvidable, fue una de las lecturas que me acercó aún más al mundo surrealista, aunque después mis gustos sobre el surrealismo hayan tomado otros rumbos más precisos. Tuvo la amabilidad de regalarme un sobre con 16 mil pesetas, en una especie de adelanto de ventas, que dudo se hayan producido alguna vez. Le compré unas sandalias a mi madre que nunca estrenó porque la tira le trozaba el juanete.
Regresé en un bus de turismo a París, una semana más tarde. Quedaba poco tiempo, aunque fue bueno, mi mejor escuela.
En el año 1989 regresé definitivamente a Cuba. Ya era una rebelde absoluta, no creía en nada ni en nadie, y amaba a otro hombre que se jugó el porvenir por mí, entregando su carnet del partido cuando se lo exigieron: “O ella, o su militancia”. “Ella”, respondió, y le quitaron el carnet. Murió en un accidente. Para entonces ya yo era una apestada, además, viuda.
Me sumergí en la escritura, apenas dormía, apenas comía. Hice lo que pude. Hice lo que quise hacer: escribir. Mal o bien. ¿Qué importancia tiene eso para el mundo? Son sólo palabras, las mías, las sigo juntando del mismo modo en que las juntaba cuando de niña me sentaba en el quicio a contemplar las destarradas que se daba mi primo contra el asfalto hirviente bajo el sol habanero cuando intentaba domar los patines bolos.
A finales de los noventa, en la fiesta de un periódico, en Madrid, me encontré al Periodista español. Se me acercó, me recordó que nos habíamos conocido hacía muchos años en París. No hacía falta que me lo recordara, lo reconocí de inmediato. Fue una conversación cordial, sincera, al menos de mi parte. Lo escuchaba y me decía a mí misma: “Y pensar que yo llegué a creer que este señor era un doble agente”. Es probable que él estaría cavilando para sus adentros: “Quién me iba a decir a mí que esta mujer era tan anticastrista”. Y a lo mejor añadiría: “de derechas”. Que es el cartelito que siempre le endilgan a los cubanos que nos colocamos del lado de la libertad. Antes, eso me preocupaba, ya no. Soy libre. Me costó mucho aprender lo que significa la libertad, “la esencia de la vida”, escribió José Martí. Repito, mientras escribo en un tren de regreso de Montpellier a Paris: Soy libre. Los otros, ésos, no.
La vida también son estos múltiples regresos, ninguno necesariamente al lugar de origen.
Zoé Valdés.
(Continuará…)
1ra, 2da, 3ra, 4ta, partes.
V
Abrí la puerta. El paquete de libros estaba encima de la mesa de comer, en una caja envuelta en papel de cartucho, mi esposo había salido, pero antes me había llamado a la oficina para darme la buena noticia.
-Parece que llegaron tus libros.
-¿Síiiiiii? ¡Nooooooo! ¿Cómo es? ¿De qué color? –Pregunté en el paroxismo de la felicidad.
-Lo dejo para que seas tú la que lo descubra. Debo salir, a mí regreso te encontraré seguramente en casa. Hablaremos.
Me hallé sola con ese paquete frente a mí. Corté el papel exterior con una tijera, y con un cuchillo rasgué el cartón. La portada amarilla me gustó muchísimo, y las letras negras, y las páginas, el papel, todo, acaricié el objeto con un placer indescriptible. Olí el interior del libro, y su aroma a esencias desconocidas jamás lo he olvidado. De niña vivía frente a dos imprentas, en la calle Muralla, y el olor a tinta de imprenta significa para mí lo que las magdalenas de MarcelProust para el autor de En busca del tiempo perdido: evoco mi infancia, con mi jabita plástica abierta, y yo hurgando dentro, en el universo repleto de plomos con letras repujadas. Los plomos me los regalaban los linotipistas. Sentada en el borde de la acera, mientras mi primo aprendía a patinar con aquellos pesados patines soviéticos que mordían con una especie de tenazas los dedos de los pies, yo jugaba a situar los plomos en un orden de sonidos y palabras, dentro de un alfabeto inédito, el de un idioma inventado.
Desde el balcón de una vecina, abuela vociferaba reclamando nuestra presencia en la pequeña mesa requintada en una esquina del cuarto donde nos servía sendos platos sopas de patas de pollo que –según ella-, alimentaban una barbaridad. Mi primo andaba con unas botas inmensas y escondíamos las patas de pollo dentro, introducidas a hurtadillas por los bordes, y a duras penas nos tragábamos entre arcada y arcada las cucharadas de aquella sopa aceitosa, cuya grasa hacía cuajarones transparentes. Siempre dejábamos alguna sobra en el plato, sobre todo las especies, y nos escabullíamos hacia el parque Habana aprovechando que abuela había ido a fregar las cazuelas al fregadero colectivo.
Una vez en la esquina, mi primo contaba con una retahíla de gatos hambrientos que lo perseguían para que le echara las patas de pollo, a lo que él los había acostumbrado. Apenas unas décadas más tarde, los gatos desaparecieron de La Habana Vieja, aunque mucho antes desaparecieron los pollos, y estoy segura de que si mi primo lanzara hoy patas de pollo al aire, una turba de mendigos hambrientos se disputaría a golpes la ración.
El olor a tinta, pues, invariablemente me trae esos recuerdos de la calle Muralla, la calle de los polacos, de la que a ciertas horas emanaba otro perfume, el del anís, que invadía cada esquina, desde el parque de los Mosquitos, hasta el cine Universal, en la calle Egido. Sentada en el quicio de la puerta del solar de Muralla 160; mientras ordenaba y desordenaba plomos cuadrados, o rectangulares, me imaginaba en el futuro, en una casa en el campo, cerca de los mogotes del Valle de Viñales, escribiendo. Siempre me he visto escribiendo, desde todas las perspectivas posibles, a todas las edades, aún cuando por aquellos años, los de mi infancia y adolescencia, presentía que devendría cabaretera o paracaidista, o ambas cosas. Cuando le decía a mi madre que mi sueño era ser rumbera volteaba los ojos en blanco, “para ser rumbera”, decía, “hay que tener una cara y un cuerpazo, y tú no tienes carne ni para una albóndiga”. Sabía que mi físico distaba bastante de los cánones requeridos, además usaba botas ortopédicas, espejuelos, y alambritos correctores en los dientes, mi futuro como rumbera no estaba para nada asegurado; y el de paracaidista tampoco, había que poseer una columna vertical recta, y la mía era un garabato. Lo que más cuadraba la caja con el billete era lo de escritora: Escondida construiría mi obra, donde nadie escudriñara mis defectos, bailaría para mis personajes imaginarios, en un escenario imaginario. Escribir es como lanzarse en un paracaídas y quedarse esparrancada, con una pata en la luna, y otra en la tierra.
Los ejemplares habían sido numerados desde el cero hasta el nueve, sólo tocaban diez ejemplares por autor, puesto que la tirada era poca. Sin embargo, el editor tuvo la amabilidad, años más tarde, de enviarme otros ejemplares que no se vendieron. Creo que si vendí cuatro libros de mi poemario fue mucho.
Pero en aquel momento yo me hallaba acariciando la portada del ejemplar número cero, en la primera página empecé a escribir una dedicatoria amorosa a mi marido. Palabras dulces, de agradecimiento, por tantos años de lecturas compartidas, de enseñanzas, de amor, de…
Llegó el hombre que yo amaba, venía de ver a su querida, una venezolana que trabajaba en la oficina de Venezuela en la UNESCO; era una mujer de piernas bonitas, alta, delgada, elegante. Yo lo sabía todo, pero me hacía la loca, lo amaba demasiado para perderlo. Mi madre, divorciada, lo último que querría en su vida era a una hija divorciada, mi abuela, si viviera, hubiera preferido a una divorciada que a una aguantona, ¡una tarrúa!
Extendí el ejemplar, con todas aquellas palabras bonitas reunidas, salidas del alma, del corazón, del sexo, de todas esas boberías que nos creemos las mujeres enamoradas. Él tomó el libro entre sus manos, sin abrirlo lo partió por la mitad en un ataque de callada ira, lo tiró en el suelo, bailó un zapateado encima. Fue así cómo perdí mi ejemplar cero, y a mi primer marido. Lamento lo primero.
Pasé a ser de una persona en la que nadie reparaba a la sospechosa número dos de la embajada, el uno lo conservaba mi marido. Sin embargo, el Político se acercó a mí amistosamente, los segurosos me saludaban dándome muestras de simpatía forzada, y me redoblaron las guardias de la Federación de Mujeres Cubanas (organización a la que había que pertenecer obligatoriamente) en la sede diplomática, lo que constituía una aberración sin precedentes. Incluso, a alguien se le ocurrió, creo que fue a la mujer del Embajador, que por qué no se creaban comisiones para, los domingos tempranito, barrer la acera de la embajada, tal como se hacía en Cuba, a través de los cedeerres. Por suerte, nadie levantó la mano en señal de apoyo, y el propio embajador tomó el micrófono para agregar que antes deberíamos respetar los procedimientos, o sea, pedir permiso a la alcaldía de París, y que probablemente sería un proceso tedioso y complicado. A mí por nada hay que recogerme con pala del tapiz, porque me entró un ataque de risa, que yo había aprendido a camuflar con toses diversas, argumentando que padecía asma, lo que es verdad, que por nada me trago la tráquea en un ahogo.
Mi estatus cambió, de ser vigilada a estar controlada. Sin embargo, conseguí viajar en ómnibus a Barcelona, sólo para ver mi libro en el estante de una céntrica librería. Pagué mi viaje con unas cuantas botellas de ron cubano que vendí a un grupo de musulmanes de Barbès-Rochechouart, en una escapada de madrugada.
A Barcelona me acompañaron dos amigos. Habían llegado después que yo, y enseguida intuí que eran diferentes. Él, ocupaba el puesto de segundo secretario (habían tres), y lo acompañaba, como era lógico, su esposa. Advertí que él pensaba distinto. En más de una ocasión bromeábamos, preguntándonos qué esperábamos para asilarnos en una embajada. Si le tuve confianza en tan poco tiempo fue porque averigüé discretamente con la secretaria, y con una persona en La Habana con la que me carteaba a menudo, la referencia sobre su persona me llegaba de alguien a quien conocía a la perfección, y que ponía la mano en la candela por él, aunque no por ella. Pero yo a ella, aunque le tomé cierto aprecio, tampoco le presté demasiada atención.
Hicimos ese viaje a Barcelona. Visité al editor, era un hombre bajito, de mal carácter, de izquierdas, aunque conocía de lo malo que se había puesto el mambo en Cuba. Intentó sacarme algunas confesiones, y yo algunas le hice. A esas alturas ya empezaba a darme cuenta de que sólo la rebeldía, a mi modo, podría salvarme de la desidia permanente, del horror cotidiano. Le confié:
-Usted sabe cómo son las cosas, si me las pregunta es porque usted quiere obtener mi opinión. Y una opinión, para una persona que vive en un país comunista, puede convertirse en una espada de Damocles. Bien, le entregaré la espada: Aquello es una reverenda mierda. Subrayado en negritas. Usted lo sabía, ahora tiene mi confirmación, y la espada entre sus manos, depende de cómo quiera utilizarla, si a mi favor o en mi contra.
Valoré siempre el silencio de aquel hombre, lo seguiré valorando hasta que me muera. Me llevó a su casa, vivía solo con su hija, una joven rebelde en una sociedad libre. Luego me acompañó a la librería. Mi poemario estaba allí, junto a la Correspondencia entre Gala y Dalí. El editor me regaló ese libro inolvidable, fue una de las lecturas que me acercó aún más al mundo surrealista, aunque después mis gustos sobre el surrealismo hayan tomado otros rumbos más precisos. Tuvo la amabilidad de regalarme un sobre con 16 mil pesetas, en una especie de adelanto de ventas, que dudo se hayan producido alguna vez. Le compré unas sandalias a mi madre que nunca estrenó porque la tira le trozaba el juanete.
Regresé en un bus de turismo a París, una semana más tarde. Quedaba poco tiempo, aunque fue bueno, mi mejor escuela.
En el año 1989 regresé definitivamente a Cuba. Ya era una rebelde absoluta, no creía en nada ni en nadie, y amaba a otro hombre que se jugó el porvenir por mí, entregando su carnet del partido cuando se lo exigieron: “O ella, o su militancia”. “Ella”, respondió, y le quitaron el carnet. Murió en un accidente. Para entonces ya yo era una apestada, además, viuda.
Me sumergí en la escritura, apenas dormía, apenas comía. Hice lo que pude. Hice lo que quise hacer: escribir. Mal o bien. ¿Qué importancia tiene eso para el mundo? Son sólo palabras, las mías, las sigo juntando del mismo modo en que las juntaba cuando de niña me sentaba en el quicio a contemplar las destarradas que se daba mi primo contra el asfalto hirviente bajo el sol habanero cuando intentaba domar los patines bolos.
A finales de los noventa, en la fiesta de un periódico, en Madrid, me encontré al Periodista español. Se me acercó, me recordó que nos habíamos conocido hacía muchos años en París. No hacía falta que me lo recordara, lo reconocí de inmediato. Fue una conversación cordial, sincera, al menos de mi parte. Lo escuchaba y me decía a mí misma: “Y pensar que yo llegué a creer que este señor era un doble agente”. Es probable que él estaría cavilando para sus adentros: “Quién me iba a decir a mí que esta mujer era tan anticastrista”. Y a lo mejor añadiría: “de derechas”. Que es el cartelito que siempre le endilgan a los cubanos que nos colocamos del lado de la libertad. Antes, eso me preocupaba, ya no. Soy libre. Me costó mucho aprender lo que significa la libertad, “la esencia de la vida”, escribió José Martí. Repito, mientras escribo en un tren de regreso de Montpellier a Paris: Soy libre. Los otros, ésos, no.
La vida también son estos múltiples regresos, ninguno necesariamente al lugar de origen.
Zoé Valdés.
(Continuará…)
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Re: Zoé Valdés y LA RATONERA
He dejado los links de todas las partes de lo que en un futuro sera un libro de Zoe, leanlo, es de su vida real , lo que tiene que pasar los cubanos por pensar por si mismos , me pregunto cuando acabara la pesadilla
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