Para Gallegócrates
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Para Gallegócrates
sábado 8 de mayo de 2010
APAJA LA LUZ
Este artículo de Manuel Pereira apareció en abril del 2010 en la revista GALEGOS como anuncio de la próxima publicación de su novela Insolación por la editorial española Ézaro.
APAJA LA LUZ
Las primeras palabras que oí, quizá incluso antes de nacer, vibrantes en el vientre de mi madre, sonaban así:
“Na calle real da Coruña,
¡pois he!
Roubaron un cobertor
¡pois si que he!
Llos ladros hiban dicindo
¡pois he!
Lastima non fora millor
¡Pois si que he!
Vamos, María, vamos,
Vámonos a dormir
Tú levarás a manta
Eu levarei o candil...”
Con esos canturreos me arrullaban. Mi abuela también hablaba en gallego con el fuego de sus calderos. A su vez, mis tíos maternos conversaban en la misma lengua con sus paisanos, excepto cuando había cubanos presentes, en cuyo caso cambiaban de idioma.
Cada noche, antes de dormirnos, mi madre y yo rezábamos el padrenuestro en castellano. Luego ella me pedía: “apaja la luz”, y yo apretaba la perilla eléctrica que colgaba al lado de la cama. Mamá me arrebujaba en su manta y yo apagaba el candil.
Mi abuela, mi madre y sus dos hermanos emigraron de Ribadavia hacia Cuba en 1926, año del peor ciclón que arrasó la isla, año en que nació otro huracán llamado Fidel Castro, cuyo apellido no sólo revela su origen celta, sino también su idiosincrasia militar y ese afán paranoico de fortificarlo todo.
Mi abuela vivía frente a nosotros, en otro solar, comiendo filloas de sangre flameadas con Anís del Diablo y murmurando conjuros a la lumbre de sus fogones. Cuando su pobreza se lo permitía, ponía una botella de Ribeiro en la mesa.
La “Moreniña” -como le llamaban en su aldea natal-, no sólo hablaba con las llamas de sus hornillas, también bebía fuego. Mientras hacía sus queimadas, me hablaba de una “ría” donde crecían los viñedos del Ribeiro. La ría “Avia”, de donde ella venía. Para ella todo era femenino: la ría, la mar, la calor, la radio...
Así empecé a enamorarme del enigma de las palabras, quedando atrapado para siempre en un laberinto de lenguas y de imágenes. Mi mamá, Esther Quinteiro Alonso, trabajaba como modista en un taller de costura, de modo que pasé gran parte de mi infancia con mi abuela, Hortensia Alonso Pascual.
Esther llegó a la Habana con quince años y Hortensia con treinta y dos. Mi abuela se ganaba la vida cocinando para la calle. A los nueve años, yo la ayudaba repartiendo cantinas calientes a domicilio.
Cuando Doña Hortensia llegó a la isla tuvo que trabajar en lo primero que encontró, que fue trapear suelos en la misma cuartería donde envejeció y murió. Mi abuelo la había dejado antes de que yo viniera al mundo. Hortensia -tan adicta al fuego- quemó todas sus fotos. Casi nunca lo mencionaba y, cuando lo hacía, era para despotricar de él.
Con el tiempo, y atando cabos, supe que mi abuelo, Antonino Quinteiro, fue un imaginero que huyó de España para que no lo reclutaran en las Guerras de Marruecos. El gallego fugitivo viajó por Brasil, Venezuela, Argentina y Cuba. Mi abuela lo persiguió tenazmente a lo largo de esas geografías hasta que en la Habana tuvo lugar la separación definitiva. Antonino regresó a España y mi abuela se quedó en la isla.
Mi madre practicaba una magia aparentemente opuesta a las llamaradas de mi abuela. De niña, allá en su aldea, echaba un huevo en un vaso de agua en vísperas de San Juan. Al día siguiente veía la forma que había adoptado la clara durante esa noche mágica salpicada de hogueras. Si veía un velero: presagio de naufragio o de viaje; si aparecía un vestido de novia: vaticinio de boda; podían verse iglesias, pájaros, telarañas...
Jugando con ella a esos presagios poéticos, aprendí a nutrirme de atavismos. Mi niñez transcurrió entre los monólogos ígneos de mi abuela y las blandas visiones albuminosas de mi madre.
Por si fuera poco, otra magia me rodeaba: la afrocubana, contra la cual mi abuela me protegía con amuletos y despojándome con albahaca. Hortensia tenía fama de “meiga” y quería resguardarme del “meighallo” de las negras del solar, que me adoraban. Me invitaban a comer plátanos fritos y congrí en sus cuartos, lo cual ponía celosa a mi abuela, quien a veces me daba unas “hostias” que me mandaban a pasear por los infiernos.
Yo crecí hechizado entre dos culturas culinarias, a caballo entre dos lenguas, en medio de dos brujerías, oscilando entre los tamboreos de la gente de mi barrio y las canciones gallegas de mi abuela, disfrutando lo mismo de las empanadas de Hortensia que del sabroso fufú de plátano que me ofrecían las mulatas del vecindario.
Mi abuela me contaba que siendo muy joven había visitado Santiago de Compostela para darle tres cabezazos al santo dos croques que está en la catedral. Igual que mi abuelo y mis tíos, yo pintaba desde niño. De manera que si quería llegar a ser un gran artista, tenía que consumar ese ritual.
Muchos años después, yo también peregriné por ese campo de estrellas. Siguiendo los pasos de mi abuela, transité bajo la estela de la Vía Láctea y choqué tres veces mi cabeza contra la del Maestro Mateo. Cumpliendo sus deseos, también hundí los dedos en el frío mármol del parteluz del Pórtico de la Gloria.
Con mi abuela cantando (La Habana, 1979-1980)
Los gallegos del barrio desfilaban con sus boinas negras por la casa de mi abuela. Bailaban sus danzas, rememoraban anécdotas de sus aldeas, siempre suspirando por la “miña terra” y nunca renunciaban a sus costumbres gastronómicas.
Hortensia era pantagruélica, su mundo era la cocina, y por suerte me alimentó con aquellos potajes humeantes que tanto me hacían sudar en los mediodías habaneros con más de 30 grados a la sombra.
Mi mamá siempre hablaba emocionada de Rosalía de Castro y afirmaba que los gallegos habían inventado la rueda. Me mostraba orgullosa el Centro Gallego con sus marmóreos grupos escultóricos, símbolo de la pujanza económica y cultural de los hijos de Galicia en la isla. “Tu abuelo pintó los techos”, me informaba fascinando al pequeño pintor que habitaba en mí.
Me enseñaba los ángeles coronando las cúpulas del imponente edificio. “¡Mira qué belleza!”, exclamaba, y acto seguido señalaba al Centro Asturiano, justo enfrente: “¡Mira qué fealdad, parece una mesa patas arriba!”.
Menos mi padre -más criollo que pichón de gallego-, toda mi familia asistía puntualmente a las romerías en los jardines donde estaban los merenderos de la cervecería “La Tropical”.
De aquellos banquetes -donde se bailaba la jota, el paso doble, la muiñeira y también cha cha chá- recuerdo el brazo gitano a la hora de los postres y al gaitero que yo seguía de aquí para allá. Criado entre tambores, rumbas y maracas, yo iba tras aquel extraño instrumento, deslumbrado por sus aires, como si siguiera al flautista de Hamelín.
Mi abuela era analfabeta, llegó a Cuba con pañuelo a la cabeza y en alpargatas. Sin embargo, era la mejor narradora que he conocido en mi vida. Me hacía terroríficos cuentos de hombres lobo, a quienes llamaba “lobishomes”. Me hablaba de las nueve olas y del muérdago de la fecundidad, de las hadas con sus peines musicales en el río, me asustaba narrándome la procesión de fantasmas que salía de entre la niebla y que ella llamaba “Santa Compaña”. Me contaba que en las ruinas del castillo de Ribadavia -allí donde termina el arcoiris-, había tesoros escondidos por los moros. Evocaba la Noche de San Juan, cuando ella saltaba entre el humo por encima de las hogueras. Siempre me repetía: “tres cosas tiene Ourense que no las hay en toda España: las burgas, la puente y el Cristo echando barbas”.
Yo en una callejuela de Ribadavia
El pretendiente de mi abuela era un paisano suyo llamado Máximo, dueño de la carnicería de la esquina. Lo recuerdo malhumorado, con las uñas manchadas de sangre. Mi “abuelastro” se fue de Cuba a principios de los sesenta, cuando el gobierno revolucionario instauró la libreta de racionamiento y confiscó los negocios. Entonces empezó la estampida de españoles expropiados escapando de la isla de sus sueños.
Mientras el castrismo castraba toda forma de propiedad privada, la nación se militarizaba a marchas forzadas convirtiéndose en un gigantesco castro. Cerraron panaderías, bodegas, ferreterías... De pronto se acabaron las verbenas gallegas, desaparecieron los chorizos enlatados “El Miño” y nunca más oí una gaita. No más empanadas de bacalao, ni pulpos en platos de madera. Las boinas negras se trocaron en boinas verdes... todo fue arrasado por aquel ciclón de marras nacido en el año 26.
Mi abuela se pasaba la vida cantando. “¡Quien canta, sus penas espanta!”, exclamaba. A pesar de su alegría, de vez en cuando entonaba estas endechas: “ai, miña nai, miña naiciña, como a miña nai ningunha”. Cada vez que salía un barco por la bahía, ella se asomaba al balcón y sacaba su pañuelito del corpiño.
En aquel éxodo de españoles también se fue uno de mis tíos, y entonces sí que vi llorar a mi abuela. Su hijo favorito era escultor y había llegado a tener una casa de antigüedades que prefirió cerrar antes de que se la quitaran.
La morriña hizo presa de “la Moreniña”. Sus lágrimas prefiguraban mi destino. Yo intuía que tarde o temprano me vería obligado a realizar la travesía de mis ancestros, pero a la inversa. En vez de “hacer las Américas”, yo haría las Europas: primero Alemania, luego Francia, después España...
Yo en la Plaza de la Magdalena.
Antes de eso, yo había visitado fugazmente Galicia como escritor invitado, reconstruyendo así el mapa de las reminiscencias de mi abuela y nuestro árbol genealógico. Discurrí por las callejuelas donde jugaron mis mayores. Conversé con la sombra de mis tatarabuelos en la plaza de la Magdalena, en la antigua Judería, donde tenía su dulcería mi bisabuela Palmira, la repostera más célebre de Ribadavia, porque hacía “los melindres del silencio”, cuya receta secreta se llevó a la tumba. Exploré el castillo en ruinas, donde encontré el tesoro del que me hablaba Hortensia, y que no es otro que el tesoro de la imaginación.
Más tarde me llegó la hora de salir definitivamente de Cuba. Desplazándome como una vieira por aguas profundas, deambulé por Pontevedra, Vilanova de Arousa, Cambados, Santiago, Orense, Vigo... descubriendo asombrado a primos y tíos lejanos que apenas sabían de mí. Más que como a un hijo pródigo, me miraban como a un náufrago errante.
En cierta forma, se reproducía la canción de cuna cuando -casi como un ladrón en medio de la noche- me lié la manta a la cabeza y salí con mi candil al exilio.
“Apaja y vámonos”, me dije emprendiendo ese largo camino esmaltado de musgo, adentrándome en un dédalo de trastornos y sinsabores que nunca podrá comprender quien no lo haya recorrido. Los desterrados somos una estantigua. Como almas en pena, lloramos nuestro orvallo allí donde nadie nos ve.
Ciudad de México, 3 abril 2010.
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APAJA LA LUZ
Este artículo de Manuel Pereira apareció en abril del 2010 en la revista GALEGOS como anuncio de la próxima publicación de su novela Insolación por la editorial española Ézaro.
APAJA LA LUZ
Las primeras palabras que oí, quizá incluso antes de nacer, vibrantes en el vientre de mi madre, sonaban así:
“Na calle real da Coruña,
¡pois he!
Roubaron un cobertor
¡pois si que he!
Llos ladros hiban dicindo
¡pois he!
Lastima non fora millor
¡Pois si que he!
Vamos, María, vamos,
Vámonos a dormir
Tú levarás a manta
Eu levarei o candil...”
Con esos canturreos me arrullaban. Mi abuela también hablaba en gallego con el fuego de sus calderos. A su vez, mis tíos maternos conversaban en la misma lengua con sus paisanos, excepto cuando había cubanos presentes, en cuyo caso cambiaban de idioma.
Cada noche, antes de dormirnos, mi madre y yo rezábamos el padrenuestro en castellano. Luego ella me pedía: “apaja la luz”, y yo apretaba la perilla eléctrica que colgaba al lado de la cama. Mamá me arrebujaba en su manta y yo apagaba el candil.
Mi abuela, mi madre y sus dos hermanos emigraron de Ribadavia hacia Cuba en 1926, año del peor ciclón que arrasó la isla, año en que nació otro huracán llamado Fidel Castro, cuyo apellido no sólo revela su origen celta, sino también su idiosincrasia militar y ese afán paranoico de fortificarlo todo.
Mi abuela vivía frente a nosotros, en otro solar, comiendo filloas de sangre flameadas con Anís del Diablo y murmurando conjuros a la lumbre de sus fogones. Cuando su pobreza se lo permitía, ponía una botella de Ribeiro en la mesa.
La “Moreniña” -como le llamaban en su aldea natal-, no sólo hablaba con las llamas de sus hornillas, también bebía fuego. Mientras hacía sus queimadas, me hablaba de una “ría” donde crecían los viñedos del Ribeiro. La ría “Avia”, de donde ella venía. Para ella todo era femenino: la ría, la mar, la calor, la radio...
Así empecé a enamorarme del enigma de las palabras, quedando atrapado para siempre en un laberinto de lenguas y de imágenes. Mi mamá, Esther Quinteiro Alonso, trabajaba como modista en un taller de costura, de modo que pasé gran parte de mi infancia con mi abuela, Hortensia Alonso Pascual.
Esther llegó a la Habana con quince años y Hortensia con treinta y dos. Mi abuela se ganaba la vida cocinando para la calle. A los nueve años, yo la ayudaba repartiendo cantinas calientes a domicilio.
Cuando Doña Hortensia llegó a la isla tuvo que trabajar en lo primero que encontró, que fue trapear suelos en la misma cuartería donde envejeció y murió. Mi abuelo la había dejado antes de que yo viniera al mundo. Hortensia -tan adicta al fuego- quemó todas sus fotos. Casi nunca lo mencionaba y, cuando lo hacía, era para despotricar de él.
Con el tiempo, y atando cabos, supe que mi abuelo, Antonino Quinteiro, fue un imaginero que huyó de España para que no lo reclutaran en las Guerras de Marruecos. El gallego fugitivo viajó por Brasil, Venezuela, Argentina y Cuba. Mi abuela lo persiguió tenazmente a lo largo de esas geografías hasta que en la Habana tuvo lugar la separación definitiva. Antonino regresó a España y mi abuela se quedó en la isla.
Mi madre practicaba una magia aparentemente opuesta a las llamaradas de mi abuela. De niña, allá en su aldea, echaba un huevo en un vaso de agua en vísperas de San Juan. Al día siguiente veía la forma que había adoptado la clara durante esa noche mágica salpicada de hogueras. Si veía un velero: presagio de naufragio o de viaje; si aparecía un vestido de novia: vaticinio de boda; podían verse iglesias, pájaros, telarañas...
Jugando con ella a esos presagios poéticos, aprendí a nutrirme de atavismos. Mi niñez transcurrió entre los monólogos ígneos de mi abuela y las blandas visiones albuminosas de mi madre.
Por si fuera poco, otra magia me rodeaba: la afrocubana, contra la cual mi abuela me protegía con amuletos y despojándome con albahaca. Hortensia tenía fama de “meiga” y quería resguardarme del “meighallo” de las negras del solar, que me adoraban. Me invitaban a comer plátanos fritos y congrí en sus cuartos, lo cual ponía celosa a mi abuela, quien a veces me daba unas “hostias” que me mandaban a pasear por los infiernos.
Yo crecí hechizado entre dos culturas culinarias, a caballo entre dos lenguas, en medio de dos brujerías, oscilando entre los tamboreos de la gente de mi barrio y las canciones gallegas de mi abuela, disfrutando lo mismo de las empanadas de Hortensia que del sabroso fufú de plátano que me ofrecían las mulatas del vecindario.
Mi abuela me contaba que siendo muy joven había visitado Santiago de Compostela para darle tres cabezazos al santo dos croques que está en la catedral. Igual que mi abuelo y mis tíos, yo pintaba desde niño. De manera que si quería llegar a ser un gran artista, tenía que consumar ese ritual.
Muchos años después, yo también peregriné por ese campo de estrellas. Siguiendo los pasos de mi abuela, transité bajo la estela de la Vía Láctea y choqué tres veces mi cabeza contra la del Maestro Mateo. Cumpliendo sus deseos, también hundí los dedos en el frío mármol del parteluz del Pórtico de la Gloria.
Con mi abuela cantando (La Habana, 1979-1980)
Los gallegos del barrio desfilaban con sus boinas negras por la casa de mi abuela. Bailaban sus danzas, rememoraban anécdotas de sus aldeas, siempre suspirando por la “miña terra” y nunca renunciaban a sus costumbres gastronómicas.
Hortensia era pantagruélica, su mundo era la cocina, y por suerte me alimentó con aquellos potajes humeantes que tanto me hacían sudar en los mediodías habaneros con más de 30 grados a la sombra.
Mi mamá siempre hablaba emocionada de Rosalía de Castro y afirmaba que los gallegos habían inventado la rueda. Me mostraba orgullosa el Centro Gallego con sus marmóreos grupos escultóricos, símbolo de la pujanza económica y cultural de los hijos de Galicia en la isla. “Tu abuelo pintó los techos”, me informaba fascinando al pequeño pintor que habitaba en mí.
Me enseñaba los ángeles coronando las cúpulas del imponente edificio. “¡Mira qué belleza!”, exclamaba, y acto seguido señalaba al Centro Asturiano, justo enfrente: “¡Mira qué fealdad, parece una mesa patas arriba!”.
Menos mi padre -más criollo que pichón de gallego-, toda mi familia asistía puntualmente a las romerías en los jardines donde estaban los merenderos de la cervecería “La Tropical”.
De aquellos banquetes -donde se bailaba la jota, el paso doble, la muiñeira y también cha cha chá- recuerdo el brazo gitano a la hora de los postres y al gaitero que yo seguía de aquí para allá. Criado entre tambores, rumbas y maracas, yo iba tras aquel extraño instrumento, deslumbrado por sus aires, como si siguiera al flautista de Hamelín.
Mi abuela era analfabeta, llegó a Cuba con pañuelo a la cabeza y en alpargatas. Sin embargo, era la mejor narradora que he conocido en mi vida. Me hacía terroríficos cuentos de hombres lobo, a quienes llamaba “lobishomes”. Me hablaba de las nueve olas y del muérdago de la fecundidad, de las hadas con sus peines musicales en el río, me asustaba narrándome la procesión de fantasmas que salía de entre la niebla y que ella llamaba “Santa Compaña”. Me contaba que en las ruinas del castillo de Ribadavia -allí donde termina el arcoiris-, había tesoros escondidos por los moros. Evocaba la Noche de San Juan, cuando ella saltaba entre el humo por encima de las hogueras. Siempre me repetía: “tres cosas tiene Ourense que no las hay en toda España: las burgas, la puente y el Cristo echando barbas”.
Yo en una callejuela de Ribadavia
El pretendiente de mi abuela era un paisano suyo llamado Máximo, dueño de la carnicería de la esquina. Lo recuerdo malhumorado, con las uñas manchadas de sangre. Mi “abuelastro” se fue de Cuba a principios de los sesenta, cuando el gobierno revolucionario instauró la libreta de racionamiento y confiscó los negocios. Entonces empezó la estampida de españoles expropiados escapando de la isla de sus sueños.
Mientras el castrismo castraba toda forma de propiedad privada, la nación se militarizaba a marchas forzadas convirtiéndose en un gigantesco castro. Cerraron panaderías, bodegas, ferreterías... De pronto se acabaron las verbenas gallegas, desaparecieron los chorizos enlatados “El Miño” y nunca más oí una gaita. No más empanadas de bacalao, ni pulpos en platos de madera. Las boinas negras se trocaron en boinas verdes... todo fue arrasado por aquel ciclón de marras nacido en el año 26.
Mi abuela se pasaba la vida cantando. “¡Quien canta, sus penas espanta!”, exclamaba. A pesar de su alegría, de vez en cuando entonaba estas endechas: “ai, miña nai, miña naiciña, como a miña nai ningunha”. Cada vez que salía un barco por la bahía, ella se asomaba al balcón y sacaba su pañuelito del corpiño.
En aquel éxodo de españoles también se fue uno de mis tíos, y entonces sí que vi llorar a mi abuela. Su hijo favorito era escultor y había llegado a tener una casa de antigüedades que prefirió cerrar antes de que se la quitaran.
La morriña hizo presa de “la Moreniña”. Sus lágrimas prefiguraban mi destino. Yo intuía que tarde o temprano me vería obligado a realizar la travesía de mis ancestros, pero a la inversa. En vez de “hacer las Américas”, yo haría las Europas: primero Alemania, luego Francia, después España...
Yo en la Plaza de la Magdalena.
Antes de eso, yo había visitado fugazmente Galicia como escritor invitado, reconstruyendo así el mapa de las reminiscencias de mi abuela y nuestro árbol genealógico. Discurrí por las callejuelas donde jugaron mis mayores. Conversé con la sombra de mis tatarabuelos en la plaza de la Magdalena, en la antigua Judería, donde tenía su dulcería mi bisabuela Palmira, la repostera más célebre de Ribadavia, porque hacía “los melindres del silencio”, cuya receta secreta se llevó a la tumba. Exploré el castillo en ruinas, donde encontré el tesoro del que me hablaba Hortensia, y que no es otro que el tesoro de la imaginación.
Más tarde me llegó la hora de salir definitivamente de Cuba. Desplazándome como una vieira por aguas profundas, deambulé por Pontevedra, Vilanova de Arousa, Cambados, Santiago, Orense, Vigo... descubriendo asombrado a primos y tíos lejanos que apenas sabían de mí. Más que como a un hijo pródigo, me miraban como a un náufrago errante.
En cierta forma, se reproducía la canción de cuna cuando -casi como un ladrón en medio de la noche- me lié la manta a la cabeza y salí con mi candil al exilio.
“Apaja y vámonos”, me dije emprendiendo ese largo camino esmaltado de musgo, adentrándome en un dédalo de trastornos y sinsabores que nunca podrá comprender quien no lo haya recorrido. Los desterrados somos una estantigua. Como almas en pena, lloramos nuestro orvallo allí donde nadie nos ve.
Ciudad de México, 3 abril 2010.
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