Ya "Mamerto" no mete miedo
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Ya "Mamerto" no mete miedo
Mamerto
July 20, 2010
Foto: Orlando Luis Pardo
Una maestra sin mucho carácter, cuyo nombre no mencionaré, y que se desempeñaba en una de las diez escuelas primarias en las que cursé estudios cuando el trabajo de mi padre –mecánico de montaje industrial– movía a la familia como saltimbanqui por toda Cuba, había ideado una estratagema para mantener sosegados y en disciplina a sus alumnos más inquietos. El método no era, en verdad, muy pedagógico, pero sí indiscutiblemente efectivo: con un viejo palo de escoba como columna vertebral, ella (u otra persona) había elaborado un rústico muñeco semejante a un espantapájaros; la cabeza estaba hábilmente confeccionada con una vieja pelota forrada con papier maché en el que habían coloreado con acuarela la boca y los ojos, en tanto una protuberancia exageradamente larga hacía las veces de nariz en aquel ceñudo rostro. Todo el conjunto estaba coronado de abundante cabello de soga, suficientemente revuelto como para dar al muñeco un aspecto feroz. El espantajo se llamaba Mamerto, “vivía” en el closet del aula de segundo grado y, al menos al principio del curso, su sola referencia era capaz de tranquilizar al más travieso de los educandos. La amenaza latente era que Mamerto, un sujeto de muy mal carácter, estaba incómodo en el estrecho closet, así que si te portabas mal, el castigo era llevártelo a vivir contigo en tu casa y dormir en tu cama, junto a él. En aquellos tiempos de ingenuidad en que los niños creían en la magia y en los Reyes Magos, nadie quería tener junto a sí la presencia terrible de Mamerto, mucho menos a la hora del sueño, compartiendo con él la almohada. Mamerto tenía un maleficio adicional: los niños majaderos que ganaban su antipatía no pasaban de grado. Sí, porque en aquellos lejanos años sesenta se tomaba más en serio el tema de los estudios, quizás porque se suspendían asignaturas y hasta se repetían cursos, incluso en la escuela primaria.
La verdad es que nunca nadie había visto muy bien a Mamerto. Bastaba con que en medio del bullicio infantil la maestra invocara en alta voz su nombre y entreabriera ligeramente la puerta del closet dejando asomar apenas una parte de la enmarañada cabellera del muñeco, para que se hiciera un silencio sepulcral en el aula y todos los ojos quedaran en alarmada expectación. Era aquel un miedo compartido, general, contagioso, pero también medio incrédulo. En el fondo casi todos los niños intuíamos que Mamerto era un fraude, en especial los más bulliciosos y temerarios, así que la maestra nunca se aventuraba a mostrar claramente el espantajo y se cuidaba de dejar bien cerrado con llave el closet cuando salía del aula.
Para algunos de nosotros, yo incluida, la saga de Mamerto tenía —no obstante— cierto encanto adrenalínico y una buena dosis de curiosidad, así que no fue extraño que un día algunos de los más audaces de mis condiscípulos (los niños tienen la sabiduría natural de aliarse en sus campañas difíciles) se las apañara para abrir el closet y descubrir la verdadera esencia inanimada e indefensa de Mamerto y, en lo adelante, el infeliz muñeco se convirtió en foco de las travesuras de los niños: tan pronto aparecía colocado contra algún pupitre del aula, como recostado contra el negro pizarrón o despojado de sus pantalones, provocando la risa general allí donde antes generaba temor. Mamerto, la amenaza, se había convertido en una caricatura.
Finalmente, el muñeco acabó por aburrir a todos y quedó olvidado en su rincón del closet, hasta que un día desapareció definitivamente. La maestra trató de sustituirlo por un perro de cartón y hasta por un gallo disecado, pero en vano. Si el aula en pleno había vencido el miedo a Mamerto, ningún comparsa menor podría suplantarlo.
De alguna manera, en días recientes, ciertas imágenes aparecidas en la prensa oficial y en la TV han traído nuevamente a mi memoria aquella lección casi olvidada de Mamerto.
Myriam Celaya
La Habana
July 20, 2010
Foto: Orlando Luis Pardo
Una maestra sin mucho carácter, cuyo nombre no mencionaré, y que se desempeñaba en una de las diez escuelas primarias en las que cursé estudios cuando el trabajo de mi padre –mecánico de montaje industrial– movía a la familia como saltimbanqui por toda Cuba, había ideado una estratagema para mantener sosegados y en disciplina a sus alumnos más inquietos. El método no era, en verdad, muy pedagógico, pero sí indiscutiblemente efectivo: con un viejo palo de escoba como columna vertebral, ella (u otra persona) había elaborado un rústico muñeco semejante a un espantapájaros; la cabeza estaba hábilmente confeccionada con una vieja pelota forrada con papier maché en el que habían coloreado con acuarela la boca y los ojos, en tanto una protuberancia exageradamente larga hacía las veces de nariz en aquel ceñudo rostro. Todo el conjunto estaba coronado de abundante cabello de soga, suficientemente revuelto como para dar al muñeco un aspecto feroz. El espantajo se llamaba Mamerto, “vivía” en el closet del aula de segundo grado y, al menos al principio del curso, su sola referencia era capaz de tranquilizar al más travieso de los educandos. La amenaza latente era que Mamerto, un sujeto de muy mal carácter, estaba incómodo en el estrecho closet, así que si te portabas mal, el castigo era llevártelo a vivir contigo en tu casa y dormir en tu cama, junto a él. En aquellos tiempos de ingenuidad en que los niños creían en la magia y en los Reyes Magos, nadie quería tener junto a sí la presencia terrible de Mamerto, mucho menos a la hora del sueño, compartiendo con él la almohada. Mamerto tenía un maleficio adicional: los niños majaderos que ganaban su antipatía no pasaban de grado. Sí, porque en aquellos lejanos años sesenta se tomaba más en serio el tema de los estudios, quizás porque se suspendían asignaturas y hasta se repetían cursos, incluso en la escuela primaria.
La verdad es que nunca nadie había visto muy bien a Mamerto. Bastaba con que en medio del bullicio infantil la maestra invocara en alta voz su nombre y entreabriera ligeramente la puerta del closet dejando asomar apenas una parte de la enmarañada cabellera del muñeco, para que se hiciera un silencio sepulcral en el aula y todos los ojos quedaran en alarmada expectación. Era aquel un miedo compartido, general, contagioso, pero también medio incrédulo. En el fondo casi todos los niños intuíamos que Mamerto era un fraude, en especial los más bulliciosos y temerarios, así que la maestra nunca se aventuraba a mostrar claramente el espantajo y se cuidaba de dejar bien cerrado con llave el closet cuando salía del aula.
Para algunos de nosotros, yo incluida, la saga de Mamerto tenía —no obstante— cierto encanto adrenalínico y una buena dosis de curiosidad, así que no fue extraño que un día algunos de los más audaces de mis condiscípulos (los niños tienen la sabiduría natural de aliarse en sus campañas difíciles) se las apañara para abrir el closet y descubrir la verdadera esencia inanimada e indefensa de Mamerto y, en lo adelante, el infeliz muñeco se convirtió en foco de las travesuras de los niños: tan pronto aparecía colocado contra algún pupitre del aula, como recostado contra el negro pizarrón o despojado de sus pantalones, provocando la risa general allí donde antes generaba temor. Mamerto, la amenaza, se había convertido en una caricatura.
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De alguna manera, en días recientes, ciertas imágenes aparecidas en la prensa oficial y en la TV han traído nuevamente a mi memoria aquella lección casi olvidada de Mamerto.
Myriam Celaya
La Habana
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