Razones de Angola (I) / leanlo que esta muy bueno.
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Razones de Angola (I) / leanlo que esta muy bueno.
Razones de Angola (I)
October 27, 2010
Criados y estudiosos
El cubano es un pueblo condenado a dejar que otros cuenten su historia reciente. Poco importa si el tema es la Crisis de Octubre, el juicio de “Marquitos” o la guerra de Angola; en cada uno de ellos nos espera una lista de “expertos” plagada de nombres extranjeros y de instituciones situadas en las antípodas de nuestra cultura.
Cada vez que leo a alguno de esos sabedores de nuestra historia no puedo evitar el recuerdo de una frase de Isaiah Berlin en su ensayo Las ciencias y las humanidades: “¿Qué saben hoy los grandes estudiosos de Roma que no fuera del conocimiento de la criada de Cicerón? ¿Qué pueden añadir esos señores al acervo de esa muchacha?”.
Nunca he sido criado de nadie, pero crecí en una casa que, si bien no llegó a ser un cruce de caminos tan importante como la de Cicerón, allá en Tusculum, sí fue un sitio de visita y tertulia por el que pasaron muchas de las personas e ideas que conformaron la historia reciente de nuestro país.
Soy hijo de esos que en Cuba llaman “comunistas del viejo Partido”. Mi padre llegó a ser Secretario General de la Juventud Socialista en la Universidad de La Habana —la séptima provincia, en el argot del Partido—, y mi madre, al triunfo de la Revolución, fue una de las pocas personas capaces de mostrar una doble militancia: en la Juventud Socialista y en el Movimiento 26 de Julio.
Ambos se negaron, a pesar de la insistencia de sus respectivas organizaciones, a buscar refugio en la Sierra o en el exilio: recibieron el primero de enero en un apartamentico en La Habana, perseguidos por media policía de Batista, y por un Esteban Ventura que ya había detenido a mi madre, unos meses antes, gracias a la delación de José A. Blanco —alias Lingote. Antes de soltarla, Ventura le dio varios consejos: eso de la “conspiradera” nunca le daría nada, y era bien linda, y lo mejor que hacía era buscarse un marido que le pusiera casa. De despedida, el regalo de una promesa: “esta es la última vez”.
La valentía de mi madre fue la primera cosa que me acostumbré a escuchar cada vez que alguien, amigo o enemigo, me reconocía como hijo de ella. La segunda mejor descripción que tengo de esa cualidad es de Norberto Fuentes, en su autobiografía apócrifa de Fidel Castro: “Thais Aguilera, una rubia preciosa y robusta y con aquel rostro espléndido bañado de pecas y a quien, por su valentía en el clandestinaje, se describía con más cojones que casi todos los hombres juntos del Movimiento, sin que eso le quitase un ápice de sus atractivos femeninos…”. La mejor fue de un señor (compañero) que me dijo: “La única forma que tengo de pensar que no soy un cobarde es decir que tu madre está loca”.
Quizás fue esa combinación de belleza femenina, coraje físico, inteligencia e ideología la que hizo de mi casa un sitio atractivo para el paso de los más disímiles personajes de nuestra historia reciente. Llegaban, pedían café, y sin esperar permisos se lanzaban a despachar sobre los temas más candentes de una política que a todos fascinaba y que todos creían conocer al dedillo.
Los niños podíamos asistir a aquellas tertulias interminables, siempre y cuando recordáramos el lema cubiche de hablar cuando las gallinas mean. Mi hermana mayor, recuerdo, se ganó la promesa de su primer tapabocas el día que decidió meter la cuchareta en una de esas conversaciones. Después, hija de su madre, siguió haciéndolo con éxito variable. A veces tenía que correr.
Así crecimos, escuchando ideas que no sólo estaban más allá de las páginas del periódico Granma, sino que eran las claves para entender una buena parte de lo que ese libelo decía entre líneas. Por ejemplo, aprendimos que China era una potencia en ciernes, que para pasar de la fase agraria a la industrial —antesala de la tecnológica—, tenía que encontrar un suministro estable de algo que no abunda en su territorio: petróleo. Los rusos podían suministrarlo, pero eso creaba una dependencia que Mao ya había aprendido a considerar demasiado peligrosa y hasta humillante. Era cuestión de tiempo, entonces, que esos dos gigantes chocaran en la arena internacional por las verdaderas razones de su diferendo, y no por las sublimaciones ideológicas, o de personalidad, que la tonta propaganda del castrismo intentaba vendernos. Si los americanos se daban cuenta de eso, razonaron algunos contertulios, podrían llegar a tener una carta muy poderosa en el juego de la geopolítica. Cuando Richard Nixon viajó a China en 1972, en casa nadie se asombró.
Escuchando aquellos improvisados círculos de estudio, o recordándolos gracias a la memoria de mi hermana mayor, descubrí algo que, todavía hoy, cuando leo a la mayoría de los “cubanólogos”, me hace preguntarme si están hablando del país donde crecí. Descubrí, por ejemplo, cuán tonto era el Che Guevara y cuán insignificante y predecible era Fidel Castro; cuán fácil resultaba para aquel grupo de jóvenes saber, con años de antelación, una buena parte de las decisiones que esos Comandantes tendrían que tomar y que después, con la ayuda de sus “ideólogos” y tracatanes, intentarían presentar como geniales, inevitables, altruistas o necesarias.
Confieso que eso creó un conflicto que marcó toda mi niñez. Ver a mis compañeros de estudio adorando a un Guerrillero Heroico sin poder olvidar que alguien —con la certeza de que el Che iba, o lo estaban enviando, hacia una muerte segura— había dicho en mi casa que era una soberana imbecilidad intentar revoluciones agrarias en países donde sobra la tierra, en lugares donde se podía caminar leguas y leguas sin encontrar una cabrona cerca. Una imbecilidad sólo comparable al famoso “presupuestalismo”, al cuento ese de los estímulos morales, o a confesar en la ONU que seguiría fusilando. Y cuando ya parecía que terminaban con él se lanzaba uno de los habituales, antiguo embajador de Cuba ante la República Árabe Unida, a contar la historia de cuán difícil había sido pasar aquella costra de prepotencia porteña para hacerle vislumbrar al famoso comandante que la formulita de guerrilla-revolución-triunfo-y-socialismo necesitaba un mundo de modificaciones en la compleja situación del Medio Oriente. Horas perdidas hasta que el Che, insultado por la complejidad del cuadro descrito, dio por terminada la conversación con un puñetazo sobre la mesa y un grito de “¡es así, coño, porque yo soy el comandante Ernesto Guevara!” Y el embajador, sin perder tiempo, dijo, ¡ay!, puso gesto de dolor y apretó la palma de una mano por encima de su ceja derecha. El Che, preocupado, preguntó que sucedía y el gordo Guitar, fingiendo dolor, le respondió: “Na, que me acabas de dar con la punta de la estrella aquí en la frente”.
Risas, y era también regresar de la beca, después de cinco días escuchando que los Diez Millones iban, y jugar, durante el fin de semana, a abrir la puerta de la calle, cada vez que llegaba algún visitante, y con un gesto infantil de verdad inapelable, y un “lo siento, no es culpa mía”, decir: No van. La boca en mohín y las cejas levantadas: No van.
No fueron. Y fue al final de aquel otro descalabro —que dejó al país sumido en un desastre económico y con una deuda insalvable—, cuando mi hermana y yo escuchamos una de esas predicciones que cinco años después se convertiría en una triste realidad. La pregunta fue: ¿cómo pagarle a los rusos? ¿Qué vendría después del “toma chocolate”? Una posible solución, dijo alguien, sería cambiar sangre cubana por petróleo soviético. ¿Viet Nam? Muy cerca de los chinos. ¿América Latina? Muy lejos de los rusos, y muy cerca de los americanos. ¿África?, tal vez.
Hoy, cada vez que leo a un “analista” de nuestra historia reciente diciendo que la guerra de Angola fue una decisión unipersonal e inconsulta de Fidel Castro, siento que está en un error tan craso que no sé ni por dónde empezar a explicar. Pero hay que hacer el intento.
(Continuará)
César Reynel Aguilera
Montreal
Foto: Esteban Ventura Novo, en abril de 1958. Joseph Scherschel. © Time Inc.
http://www.penultimosdias.com/
October 27, 2010
Criados y estudiosos
El cubano es un pueblo condenado a dejar que otros cuenten su historia reciente. Poco importa si el tema es la Crisis de Octubre, el juicio de “Marquitos” o la guerra de Angola; en cada uno de ellos nos espera una lista de “expertos” plagada de nombres extranjeros y de instituciones situadas en las antípodas de nuestra cultura.
Cada vez que leo a alguno de esos sabedores de nuestra historia no puedo evitar el recuerdo de una frase de Isaiah Berlin en su ensayo Las ciencias y las humanidades: “¿Qué saben hoy los grandes estudiosos de Roma que no fuera del conocimiento de la criada de Cicerón? ¿Qué pueden añadir esos señores al acervo de esa muchacha?”.
Nunca he sido criado de nadie, pero crecí en una casa que, si bien no llegó a ser un cruce de caminos tan importante como la de Cicerón, allá en Tusculum, sí fue un sitio de visita y tertulia por el que pasaron muchas de las personas e ideas que conformaron la historia reciente de nuestro país.
Soy hijo de esos que en Cuba llaman “comunistas del viejo Partido”. Mi padre llegó a ser Secretario General de la Juventud Socialista en la Universidad de La Habana —la séptima provincia, en el argot del Partido—, y mi madre, al triunfo de la Revolución, fue una de las pocas personas capaces de mostrar una doble militancia: en la Juventud Socialista y en el Movimiento 26 de Julio.
Ambos se negaron, a pesar de la insistencia de sus respectivas organizaciones, a buscar refugio en la Sierra o en el exilio: recibieron el primero de enero en un apartamentico en La Habana, perseguidos por media policía de Batista, y por un Esteban Ventura que ya había detenido a mi madre, unos meses antes, gracias a la delación de José A. Blanco —alias Lingote. Antes de soltarla, Ventura le dio varios consejos: eso de la “conspiradera” nunca le daría nada, y era bien linda, y lo mejor que hacía era buscarse un marido que le pusiera casa. De despedida, el regalo de una promesa: “esta es la última vez”.
La valentía de mi madre fue la primera cosa que me acostumbré a escuchar cada vez que alguien, amigo o enemigo, me reconocía como hijo de ella. La segunda mejor descripción que tengo de esa cualidad es de Norberto Fuentes, en su autobiografía apócrifa de Fidel Castro: “Thais Aguilera, una rubia preciosa y robusta y con aquel rostro espléndido bañado de pecas y a quien, por su valentía en el clandestinaje, se describía con más cojones que casi todos los hombres juntos del Movimiento, sin que eso le quitase un ápice de sus atractivos femeninos…”. La mejor fue de un señor (compañero) que me dijo: “La única forma que tengo de pensar que no soy un cobarde es decir que tu madre está loca”.
Quizás fue esa combinación de belleza femenina, coraje físico, inteligencia e ideología la que hizo de mi casa un sitio atractivo para el paso de los más disímiles personajes de nuestra historia reciente. Llegaban, pedían café, y sin esperar permisos se lanzaban a despachar sobre los temas más candentes de una política que a todos fascinaba y que todos creían conocer al dedillo.
Los niños podíamos asistir a aquellas tertulias interminables, siempre y cuando recordáramos el lema cubiche de hablar cuando las gallinas mean. Mi hermana mayor, recuerdo, se ganó la promesa de su primer tapabocas el día que decidió meter la cuchareta en una de esas conversaciones. Después, hija de su madre, siguió haciéndolo con éxito variable. A veces tenía que correr.
Así crecimos, escuchando ideas que no sólo estaban más allá de las páginas del periódico Granma, sino que eran las claves para entender una buena parte de lo que ese libelo decía entre líneas. Por ejemplo, aprendimos que China era una potencia en ciernes, que para pasar de la fase agraria a la industrial —antesala de la tecnológica—, tenía que encontrar un suministro estable de algo que no abunda en su territorio: petróleo. Los rusos podían suministrarlo, pero eso creaba una dependencia que Mao ya había aprendido a considerar demasiado peligrosa y hasta humillante. Era cuestión de tiempo, entonces, que esos dos gigantes chocaran en la arena internacional por las verdaderas razones de su diferendo, y no por las sublimaciones ideológicas, o de personalidad, que la tonta propaganda del castrismo intentaba vendernos. Si los americanos se daban cuenta de eso, razonaron algunos contertulios, podrían llegar a tener una carta muy poderosa en el juego de la geopolítica. Cuando Richard Nixon viajó a China en 1972, en casa nadie se asombró.
Escuchando aquellos improvisados círculos de estudio, o recordándolos gracias a la memoria de mi hermana mayor, descubrí algo que, todavía hoy, cuando leo a la mayoría de los “cubanólogos”, me hace preguntarme si están hablando del país donde crecí. Descubrí, por ejemplo, cuán tonto era el Che Guevara y cuán insignificante y predecible era Fidel Castro; cuán fácil resultaba para aquel grupo de jóvenes saber, con años de antelación, una buena parte de las decisiones que esos Comandantes tendrían que tomar y que después, con la ayuda de sus “ideólogos” y tracatanes, intentarían presentar como geniales, inevitables, altruistas o necesarias.
Confieso que eso creó un conflicto que marcó toda mi niñez. Ver a mis compañeros de estudio adorando a un Guerrillero Heroico sin poder olvidar que alguien —con la certeza de que el Che iba, o lo estaban enviando, hacia una muerte segura— había dicho en mi casa que era una soberana imbecilidad intentar revoluciones agrarias en países donde sobra la tierra, en lugares donde se podía caminar leguas y leguas sin encontrar una cabrona cerca. Una imbecilidad sólo comparable al famoso “presupuestalismo”, al cuento ese de los estímulos morales, o a confesar en la ONU que seguiría fusilando. Y cuando ya parecía que terminaban con él se lanzaba uno de los habituales, antiguo embajador de Cuba ante la República Árabe Unida, a contar la historia de cuán difícil había sido pasar aquella costra de prepotencia porteña para hacerle vislumbrar al famoso comandante que la formulita de guerrilla-revolución-triunfo-y-socialismo necesitaba un mundo de modificaciones en la compleja situación del Medio Oriente. Horas perdidas hasta que el Che, insultado por la complejidad del cuadro descrito, dio por terminada la conversación con un puñetazo sobre la mesa y un grito de “¡es así, coño, porque yo soy el comandante Ernesto Guevara!” Y el embajador, sin perder tiempo, dijo, ¡ay!, puso gesto de dolor y apretó la palma de una mano por encima de su ceja derecha. El Che, preocupado, preguntó que sucedía y el gordo Guitar, fingiendo dolor, le respondió: “Na, que me acabas de dar con la punta de la estrella aquí en la frente”.
Risas, y era también regresar de la beca, después de cinco días escuchando que los Diez Millones iban, y jugar, durante el fin de semana, a abrir la puerta de la calle, cada vez que llegaba algún visitante, y con un gesto infantil de verdad inapelable, y un “lo siento, no es culpa mía”, decir: No van. La boca en mohín y las cejas levantadas: No van.
No fueron. Y fue al final de aquel otro descalabro —que dejó al país sumido en un desastre económico y con una deuda insalvable—, cuando mi hermana y yo escuchamos una de esas predicciones que cinco años después se convertiría en una triste realidad. La pregunta fue: ¿cómo pagarle a los rusos? ¿Qué vendría después del “toma chocolate”? Una posible solución, dijo alguien, sería cambiar sangre cubana por petróleo soviético. ¿Viet Nam? Muy cerca de los chinos. ¿América Latina? Muy lejos de los rusos, y muy cerca de los americanos. ¿África?, tal vez.
Hoy, cada vez que leo a un “analista” de nuestra historia reciente diciendo que la guerra de Angola fue una decisión unipersonal e inconsulta de Fidel Castro, siento que está en un error tan craso que no sé ni por dónde empezar a explicar. Pero hay que hacer el intento.
(Continuará)
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Foto: Esteban Ventura Novo, en abril de 1958. Joseph Scherschel. © Time Inc.
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Re: Razones de Angola (I) / leanlo que esta muy bueno.
Razones de Angola (II)
November 1, 2010
Castrocentrismo
Llama la atención que la inmensa mayoría de los analistas occidentales que se ocupan de la guerra de Angola, y de la participación cubana en la misma, terminan usando una retórica, y defendiendo conclusiones muy cercanas al castrocentrismo.
Una razón fundamental de esa coincidencia —dejando a un lado la posibilidad de que algunos de estos “estudiosos” figuren en la nómina castrista— es un desconocimiento de esa parte de la historia reciente de Cuba que todavía no ha llegado a ser del dominio público, o que todavía no ha alcanzado, y quizás nunca lo haga, la condición de dato oficial. Serían el equivalente de esas historias de Roma que murieron con la criada de Cicerón.
A eso habría que sumar un grupo de fallas intelectuales, que van desde el corte arbitrario de la línea del tiempo, la incapacidad para reconocer que algo se esconde tras una cadena de casualidades, o la sobre-simplificación de las decisiones históricas como cuestiones ideológicas, en detrimento de la extraordinaria complejidad que entraña la política real, y la personalidad de los que deciden.
Por último, y no menos importante, hay un grupo de condicionamientos psicológicos que dificultan, para cualquier persona que haya crecido en una sociedad democrática, la comprensión y el análisis de los regímenes totalitarios. Mencionaré algunos:
Primer obstáculo: Proyección institucional
Una buena parte de los “cubanólogos” occidentales no pueden evitar la tentación de proyectar el funcionamiento de las instituciones que han vivido, y disfrutado, en sus respectivos países de origen, cuando estudian o analizan a la Revolución cubana.
Es fácil entender que a esas personas les resulte casi imposible concebir, o aceptar, por ejemplo, la verdadera y compleja naturaleza del más famoso de los partidos políticos de Cuba. Me refiero al PSP o Partido Socialista Popular.
Hace ya varios años intenté explicarle a un profesor canadiense que en el PSP coexistían, en círculos concéntricos, un partido político en el sentido tradicional de las democracias burguesas, una poderosa organización clandestina, y un aparato de inteligencia y espionaje, que fue un núcleo central de inteligencia soviética. Todo eso protegido por una “comisión estaca” muy eficiente, y por una red de organizaciones sociales y una trama empresarial y financiera que llegaba hasta los más recónditos lugares de la sociedad cubana. El Partido, le dije, era algo más que un grupo que invitaba a participar: era un sistema de selección bajo condiciones cada vez más restringentes; era una organización piramidal encargada de colectar información y seleccionar a sus cuadros con un nivel de rigor intelectual, disciplina, y sacrificio que ya quisieran para sí las grandes universidades, las transnacionales, o los equipos de béisbol. Aquel profesor juró creerme, pero al mismo tiempo se declaró incapaz de “visualizar” algo así, mucho menos de pensar a partir de esas premisas.
Otros equívocos que surgen, por culpa de esa tendencia, a proyectar, son los que rodean el análisis del funcionamiento de los órganos de inteligencia de los regímenes totalitarios, y la relación que tiene con sus respectivos gobiernos. Volveré después sobre ese tema.
Segundo obstáculo: Continuidad ética
Una fuente constante de confusión a la hora de analizar el comportamiento de las revoluciones de izquierda, incluída la cubana, es el presupuesto de que, en lo esencial, todas comparten —o heredan— los principios básicos que sustentan la moral judeocristiana y occidental.
Justo es reconocer que los comunistas han sabido rodear esa idea con un halo de ambigüedad. Su propaganda siempre ha usado como referencia los postulados de una “moral burguesa” que ellos dan por obsoleta (al ser la construcción de una clase social condenada a desaparecer); mientras sus acciones demuestran, sin lugar a dudas, una macabra reformulación de conceptos tan importantes como amor, familia, amistad, auto-preservación, vida privada, presunción de inocencia y respeto a las minorías (por sólo mencionar unos cuantos).
Esa reformulación ética, tal vez porque está untada con la grasa de una propaganda constante, o por ya no ser común en sociedades occidentales, resulta inconcebible para la inmensa mayoría de los estudiosos occidentales y, peor aún, para la inmensa mayoría de los analistas de inteligencia. Cada vez que esas personas usan en sus análisis frases como “la causa”, “principios revolucionarios”, “ideales compartidos”, “internacionalismo proletario” y “camaradería”, lo hacen sin recordar que están hablando de la misma ideología que convierte en héroes a niños que delatan a sus padres, y que es capaz de justificar, como algo muy natural, que la primera causa de muerte de un comunista sea el propio comunismo.
Esa es, quizás, una de las propuestas más originales de esa aberración ética: aceptar que una forma válida de proteger una ideología es la eliminación constante de personas que la profesan, pero que no tienen la disciplina, o la entereza, para defenderla de una forma efectiva. El punto álgido de ese camino tan retorcido sería la identificación, y el entrenamiento, de cuadros con una solidez ideológica tan alta que pueden trabajar para —o sea, penetrar— las organizaciones y grupos que se encargan de reprimir esa ideología. En Cuba, sin ir más lejos, algunos de los altos funcionarios del cuerpo represivo de Fulgencio Batista parecen haber sido miembros secretos del PSP. Alguno de los nombres que caen en la lista de probables:
1. Mariano Faget Sr. Jefe del Buró de Represión de Actividades Comunistas (BRAC), amigo personal de Edgar Hoover y uno de los pocos allegados que Batista se llevó en su avión la madrugada del 31 de diciembre de 1958 (No confundir con Mariano Faget Jr., hijo del anterior, y condenado a 5 años de prisión por un tribunal norteamericano, al ser encontrado culpable de espiar para el castrismo).
2. José Castaño Quevedo, subalterno de Mariano Faget en el BRAC, que fue fusilado por el Che Guevara en la fortaleza de La Cabaña.
3. El coronel Antonio Blanco Rico, jefe del Servicio de Inteligencia Militar (SIM), asesinado por los miembros del Directorio Estudiantil Universitario en el restaurante “Montmartre”, cuando iban en busca del esbirro Orlando Piedra —y al no encontrarlo se cargaron al primero que encontraron.
Uno que todavía está a nivel de rumor es el propio Esteban Ventura Novo. Cuando la pregunté a mi madre sobre la posibilidad de que Ventura fuera agente del Partido ella miró hacia abajo, como hace cada vez que recuerda a sus amigos muertos, y me dijo: “Si eso es verdad, toda mi vida, con la única excepción de mis hijos, fue un error de punta a cabo”. Después levantó la vista y limpió sus espejuelos. Como hace cada vez que empata los cabos sueltos de su memoria. A lo peor estaba recordando un chiste. O pensando que José A. Blanco, alias Lingote, el hombre que la delató a Ventura, llegó a ser coronel de la inteligencia castrista y murió arropado y protegido, hace unos años, en el Hospital CIMEQ de La Habana; a pesar de que mi madre, acabadita de triunfar la Revolución, lo denunció como delator. Lingote nunca pidió disculpas, y nunca explicó por qué iba en el carro de Ventura cuando fueron a detener a su “compañera de lucha”.
Para los analistas burgueses, atrapados como están en sus propias referencias, resulta imposible visualizar esa naturaleza tan proteica de la moral comunista. Un sistema de valores hecho para alcanzar el poder, perpetuarlo y defender a los que mandan; aunque eso implique alianzas inconcebibles, reorientaciones abruptas, perdones estratégicos y purgas saturninas.
Mucho se ha hablado de las revoluciones que devoran a sus hijos como Saturno. En el caso de la Revolución cubana, como en otras tantas revoluciones de izquierda, eso es un error que busca establecer una línea de continuidad con las grandes revoluciones burguesas. Las revoluciones de izquierda devoran constantemente sus principios morales; los hijos son un simple aderezo en el festín.
Eso es algo que yo sospeché, desde muy pequeño, cuando escuché en el comedor de mi casa un chiste que todavía recuerdo, quizás porque en su momento no lo entendí a cabalidad:
—¿A ver, por qué todos son círculos, eh? “Círculos de estudio”, “Círculos Sociales y Obreros”, “Círculos de interés”, “Círculos Infantiles”. ¿Eh?
—Porque los círculos no tienen principios. Ni fin.
Tercer obstáculo: Identidad psicológica
El individuo es el centro de la identidad psicológica del mundo occidental. A cualquier persona que crece en ese mundo le resulta muy difícil analizar las acciones de otros seres humanos, sus palabras, y sus silencios, sin hacer referencia a conceptos tan importantes (de la individualidad) como sobrevivencia personal, interés económico, venganza, o vanidad. Eso explica por qué, entre otras cosas, las agencias de espionaje occidentales tardaron tantos años en reconocer la existencia de agentes ideológicos. Y por qué, todavía hoy, muchos son incapaces de aceptar que después de varias décadas de selección rigurosa, y despiadada, el comunismo fue capaz de generar una colección de intelectuales, hombres de acción y dirigentes que fueron —o son, porque algunos todavía están vivos— la negación perfecta de ese ideal de individuo. Para esas personas siempre resultó irrelevante la asociación de sus nombres con una idea genial, con un crimen o con una victoria, su objetivo siempre fue hacer avanzar, o creer que hacían avanzar, la causa que defendían. Aunque para eso tuvieran que renunciar a normas éticas elementales, a protagonismos que consideraban innecesarios, o a sus propias vidas.
Es posible que una buena parte de ese castro-centrismo que tantos “cubanólogos” practican se deba al hecho de que prefieren pensar a partir de Fidel Castro como individuo, en todo el sentido burgués de esa palabra: un político capaz de acciones inteligibles y, por tanto, fáciles de “analizar”. De ello se deriva cierto rechazo a la psicopatología como herramienta de estudio. El monoteísmo, o la infalibilidad de los dioses únicos, es otro de los pilares de la cultura occidental. Para la mayoría de los historiadores de esa cultura resulta muy difícil, por razones de programación psicológica, concebir que un dios sea un simple psicópata. Esa limitación se extiende, por carácter transitivo, a las encarnaciones modernas del monoteísmo; y es así es como las acciones de emperadores, reyes, papas, líderes, y secretarios generales intentan ser explicadas bajo una larga cadena de causalidades, aunque la más lógica y simple (la que más se aviene a la famosa cuchilla de Occam) sea que el tipo en cuestión fue, o es, un pobre trastornado.
En el caso de Fidel Castro hay dos características de su personalidad que resultan esenciales a la hora de explicar, y/o predecir, sus acciones. Me refiero a su exquisita paranoia y a su descomunal megalomanía. Por paradójico que parezca, fueron los comunistas del viejo Partido las primeras personas a las que escuché usar esos dos conceptos a la hora de analizar y explicar el devenir de la Revolución cubana.
César Reynel Aguilera
Montreal
Fotos: EL PSP conmemora el 70 aniversario de Stalin en 1949.
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November 1, 2010
Castrocentrismo
Llama la atención que la inmensa mayoría de los analistas occidentales que se ocupan de la guerra de Angola, y de la participación cubana en la misma, terminan usando una retórica, y defendiendo conclusiones muy cercanas al castrocentrismo.
Una razón fundamental de esa coincidencia —dejando a un lado la posibilidad de que algunos de estos “estudiosos” figuren en la nómina castrista— es un desconocimiento de esa parte de la historia reciente de Cuba que todavía no ha llegado a ser del dominio público, o que todavía no ha alcanzado, y quizás nunca lo haga, la condición de dato oficial. Serían el equivalente de esas historias de Roma que murieron con la criada de Cicerón.
A eso habría que sumar un grupo de fallas intelectuales, que van desde el corte arbitrario de la línea del tiempo, la incapacidad para reconocer que algo se esconde tras una cadena de casualidades, o la sobre-simplificación de las decisiones históricas como cuestiones ideológicas, en detrimento de la extraordinaria complejidad que entraña la política real, y la personalidad de los que deciden.
Por último, y no menos importante, hay un grupo de condicionamientos psicológicos que dificultan, para cualquier persona que haya crecido en una sociedad democrática, la comprensión y el análisis de los regímenes totalitarios. Mencionaré algunos:
Primer obstáculo: Proyección institucional
Una buena parte de los “cubanólogos” occidentales no pueden evitar la tentación de proyectar el funcionamiento de las instituciones que han vivido, y disfrutado, en sus respectivos países de origen, cuando estudian o analizan a la Revolución cubana.
Es fácil entender que a esas personas les resulte casi imposible concebir, o aceptar, por ejemplo, la verdadera y compleja naturaleza del más famoso de los partidos políticos de Cuba. Me refiero al PSP o Partido Socialista Popular.
Hace ya varios años intenté explicarle a un profesor canadiense que en el PSP coexistían, en círculos concéntricos, un partido político en el sentido tradicional de las democracias burguesas, una poderosa organización clandestina, y un aparato de inteligencia y espionaje, que fue un núcleo central de inteligencia soviética. Todo eso protegido por una “comisión estaca” muy eficiente, y por una red de organizaciones sociales y una trama empresarial y financiera que llegaba hasta los más recónditos lugares de la sociedad cubana. El Partido, le dije, era algo más que un grupo que invitaba a participar: era un sistema de selección bajo condiciones cada vez más restringentes; era una organización piramidal encargada de colectar información y seleccionar a sus cuadros con un nivel de rigor intelectual, disciplina, y sacrificio que ya quisieran para sí las grandes universidades, las transnacionales, o los equipos de béisbol. Aquel profesor juró creerme, pero al mismo tiempo se declaró incapaz de “visualizar” algo así, mucho menos de pensar a partir de esas premisas.
Otros equívocos que surgen, por culpa de esa tendencia, a proyectar, son los que rodean el análisis del funcionamiento de los órganos de inteligencia de los regímenes totalitarios, y la relación que tiene con sus respectivos gobiernos. Volveré después sobre ese tema.
Segundo obstáculo: Continuidad ética
Una fuente constante de confusión a la hora de analizar el comportamiento de las revoluciones de izquierda, incluída la cubana, es el presupuesto de que, en lo esencial, todas comparten —o heredan— los principios básicos que sustentan la moral judeocristiana y occidental.
Justo es reconocer que los comunistas han sabido rodear esa idea con un halo de ambigüedad. Su propaganda siempre ha usado como referencia los postulados de una “moral burguesa” que ellos dan por obsoleta (al ser la construcción de una clase social condenada a desaparecer); mientras sus acciones demuestran, sin lugar a dudas, una macabra reformulación de conceptos tan importantes como amor, familia, amistad, auto-preservación, vida privada, presunción de inocencia y respeto a las minorías (por sólo mencionar unos cuantos).
Esa reformulación ética, tal vez porque está untada con la grasa de una propaganda constante, o por ya no ser común en sociedades occidentales, resulta inconcebible para la inmensa mayoría de los estudiosos occidentales y, peor aún, para la inmensa mayoría de los analistas de inteligencia. Cada vez que esas personas usan en sus análisis frases como “la causa”, “principios revolucionarios”, “ideales compartidos”, “internacionalismo proletario” y “camaradería”, lo hacen sin recordar que están hablando de la misma ideología que convierte en héroes a niños que delatan a sus padres, y que es capaz de justificar, como algo muy natural, que la primera causa de muerte de un comunista sea el propio comunismo.
Esa es, quizás, una de las propuestas más originales de esa aberración ética: aceptar que una forma válida de proteger una ideología es la eliminación constante de personas que la profesan, pero que no tienen la disciplina, o la entereza, para defenderla de una forma efectiva. El punto álgido de ese camino tan retorcido sería la identificación, y el entrenamiento, de cuadros con una solidez ideológica tan alta que pueden trabajar para —o sea, penetrar— las organizaciones y grupos que se encargan de reprimir esa ideología. En Cuba, sin ir más lejos, algunos de los altos funcionarios del cuerpo represivo de Fulgencio Batista parecen haber sido miembros secretos del PSP. Alguno de los nombres que caen en la lista de probables:
1. Mariano Faget Sr. Jefe del Buró de Represión de Actividades Comunistas (BRAC), amigo personal de Edgar Hoover y uno de los pocos allegados que Batista se llevó en su avión la madrugada del 31 de diciembre de 1958 (No confundir con Mariano Faget Jr., hijo del anterior, y condenado a 5 años de prisión por un tribunal norteamericano, al ser encontrado culpable de espiar para el castrismo).
2. José Castaño Quevedo, subalterno de Mariano Faget en el BRAC, que fue fusilado por el Che Guevara en la fortaleza de La Cabaña.
3. El coronel Antonio Blanco Rico, jefe del Servicio de Inteligencia Militar (SIM), asesinado por los miembros del Directorio Estudiantil Universitario en el restaurante “Montmartre”, cuando iban en busca del esbirro Orlando Piedra —y al no encontrarlo se cargaron al primero que encontraron.
Uno que todavía está a nivel de rumor es el propio Esteban Ventura Novo. Cuando la pregunté a mi madre sobre la posibilidad de que Ventura fuera agente del Partido ella miró hacia abajo, como hace cada vez que recuerda a sus amigos muertos, y me dijo: “Si eso es verdad, toda mi vida, con la única excepción de mis hijos, fue un error de punta a cabo”. Después levantó la vista y limpió sus espejuelos. Como hace cada vez que empata los cabos sueltos de su memoria. A lo peor estaba recordando un chiste. O pensando que José A. Blanco, alias Lingote, el hombre que la delató a Ventura, llegó a ser coronel de la inteligencia castrista y murió arropado y protegido, hace unos años, en el Hospital CIMEQ de La Habana; a pesar de que mi madre, acabadita de triunfar la Revolución, lo denunció como delator. Lingote nunca pidió disculpas, y nunca explicó por qué iba en el carro de Ventura cuando fueron a detener a su “compañera de lucha”.
Para los analistas burgueses, atrapados como están en sus propias referencias, resulta imposible visualizar esa naturaleza tan proteica de la moral comunista. Un sistema de valores hecho para alcanzar el poder, perpetuarlo y defender a los que mandan; aunque eso implique alianzas inconcebibles, reorientaciones abruptas, perdones estratégicos y purgas saturninas.
Mucho se ha hablado de las revoluciones que devoran a sus hijos como Saturno. En el caso de la Revolución cubana, como en otras tantas revoluciones de izquierda, eso es un error que busca establecer una línea de continuidad con las grandes revoluciones burguesas. Las revoluciones de izquierda devoran constantemente sus principios morales; los hijos son un simple aderezo en el festín.
Eso es algo que yo sospeché, desde muy pequeño, cuando escuché en el comedor de mi casa un chiste que todavía recuerdo, quizás porque en su momento no lo entendí a cabalidad:
—¿A ver, por qué todos son círculos, eh? “Círculos de estudio”, “Círculos Sociales y Obreros”, “Círculos de interés”, “Círculos Infantiles”. ¿Eh?
—Porque los círculos no tienen principios. Ni fin.
Tercer obstáculo: Identidad psicológica
El individuo es el centro de la identidad psicológica del mundo occidental. A cualquier persona que crece en ese mundo le resulta muy difícil analizar las acciones de otros seres humanos, sus palabras, y sus silencios, sin hacer referencia a conceptos tan importantes (de la individualidad) como sobrevivencia personal, interés económico, venganza, o vanidad. Eso explica por qué, entre otras cosas, las agencias de espionaje occidentales tardaron tantos años en reconocer la existencia de agentes ideológicos. Y por qué, todavía hoy, muchos son incapaces de aceptar que después de varias décadas de selección rigurosa, y despiadada, el comunismo fue capaz de generar una colección de intelectuales, hombres de acción y dirigentes que fueron —o son, porque algunos todavía están vivos— la negación perfecta de ese ideal de individuo. Para esas personas siempre resultó irrelevante la asociación de sus nombres con una idea genial, con un crimen o con una victoria, su objetivo siempre fue hacer avanzar, o creer que hacían avanzar, la causa que defendían. Aunque para eso tuvieran que renunciar a normas éticas elementales, a protagonismos que consideraban innecesarios, o a sus propias vidas.
Es posible que una buena parte de ese castro-centrismo que tantos “cubanólogos” practican se deba al hecho de que prefieren pensar a partir de Fidel Castro como individuo, en todo el sentido burgués de esa palabra: un político capaz de acciones inteligibles y, por tanto, fáciles de “analizar”. De ello se deriva cierto rechazo a la psicopatología como herramienta de estudio. El monoteísmo, o la infalibilidad de los dioses únicos, es otro de los pilares de la cultura occidental. Para la mayoría de los historiadores de esa cultura resulta muy difícil, por razones de programación psicológica, concebir que un dios sea un simple psicópata. Esa limitación se extiende, por carácter transitivo, a las encarnaciones modernas del monoteísmo; y es así es como las acciones de emperadores, reyes, papas, líderes, y secretarios generales intentan ser explicadas bajo una larga cadena de causalidades, aunque la más lógica y simple (la que más se aviene a la famosa cuchilla de Occam) sea que el tipo en cuestión fue, o es, un pobre trastornado.
En el caso de Fidel Castro hay dos características de su personalidad que resultan esenciales a la hora de explicar, y/o predecir, sus acciones. Me refiero a su exquisita paranoia y a su descomunal megalomanía. Por paradójico que parezca, fueron los comunistas del viejo Partido las primeras personas a las que escuché usar esos dos conceptos a la hora de analizar y explicar el devenir de la Revolución cubana.
César Reynel Aguilera
Montreal
Fotos: EL PSP conmemora el 70 aniversario de Stalin en 1949.
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