La muerte de John Lennon en el mar Caribe
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La muerte de John Lennon en el mar Caribe
Wednesday, December 8, 2010
La muerte de John Lennon en el mar Caribe
El martes 9 de diciembre de 1980, a las 7:30 de la noche, al final de la cena, mi padre sintonizó La Voz de América para escuchar un noticiero que no estuviera redactado por los obedientes escribas de la prensa cubana... Era un ritual que se repetía cada noche en casa. Mi madre comenzó a hacer el café mientras yo conversaba con mis hermanas. La primera noticia leída por el locutor cayó como una piedra en el centro de la mesa: "Anoche, en la ciudad de Nueva York, alrededor de las once de la noche..."
1980 no fue un buen año para ser cubano. Yo andaba por los 16 y mi hermano —con el que había compartido el mismo cuarto desde que nací— se había ido solo por el Mariel en mayo, cuatro meses después de cumplir los 19. Los pogromos organizados para aterrorizar a las personas que deseaban irse del país habían convertido aquella primavera en una estación en el infierno; de esas que uno luego recuerda como “el fin de la inocencia”. Los huevos y tomates podridos, los insultos, las golpizas, los escupitajos y los excrementos lanzados contra los que deseaban escapar del paraíso, habían ido dibujando la esencia misma del destino que nos había tocado en suerte. Con la ingenuidad de la adolescencia, asumí que esa primavera luciferina era toda la desgracia que cabía en un año. Pero se añadía ahora la muerte de Lennon como una injusticia poética que serviría de colofón a nuestro annus terribilis.
Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. Mi padre, entre impaciente y contrariado, me espetó: "¿No me digas que vas a llorar también?" Para él era inexplicable que llorara por la muerte de un remoto señor nacido en Inglaterra. Quien moría, sin embargo, había sido una compañía tan constante y tangible como la de mi hermano ido. Esa conjugación de violencia inhumana con la súbita ausencia, que había padecido en la primavera en carne propia, se reeditaba ahora a fines del otoño como metáfora en la muerte absurda de John Lennon.
Después del café, mi padre se fue a inyectar a alguno de sus enfermos y yo me hice de la radio. Comenzaron a dar más detalles y anunciaron que iban a poner las canciones del Double Fantasy, el disco que Lennon acababa de grabar. Alcé el volumen del radio Selena, ese portento de la tecnología soviética que nos permitía sintonizar La Voz de América....
Tocaron a la puerta. Mi madre se volteó y me pidió que bajara la radio, "ese es Sergio que viene a arreglar el colchón". Sergio era el secretario de la Juventud Comunista en el trabajo de mi madre. Arreglaba colchones para ganarse un dinerillo extra cada mes. Después de 21 años de matrimonio —mis padres se casaron en diciembre del 59— el colchón donde habían concebido a sus cuatro vástagos estaba necesitado de una reparación —sustituirlo era imposible.
Y por supuesto, aunque mi madre no había tenido reparos en pedirle a su colega que viniera a reparar el colchón —actividad ilegal, como casi
todas—, la atemorizaba que el colchonero dialéctico supiera que escuchábamos La Voz de América. De modo que el resto de la noche fue una batalla constante entre el volumen de la radio que a mi madre le parecía prudente y el que a mí me parecía necesario para escuchar "Starting Over", "Woman" o "Watching the Wheels" junto con otros (escasos) detalles de la muerte de Lennon. Mi madre entretenía en la sala al konsomol mientras destripaba el colchón de sus amores y cada vez que discernía el sonido de la radio volvía a la cocina a suplicarme que bajara el volumen. De esa noche recuerdo también la punzada que me produjo escuchar la conocida coda de "The Ballad of John & Yoko", que parecía entonces escrita para anunciar el final, el verdadero final, de la balada de su vida.
Al otro día pude leer la misma noticia, esta vez en la prosa del Granma: En unas cuarenta palabras y una foto diminuta, en la sección Hilo Directo, anunciaban a los lectores que "la irracionalidad de la sociedad capitalista" que lo había hecho famoso, ahora había asesinado a Lennon. Y eso era todo.
El viernes, al entrar a la clase en la mañana, Heredia, mi profesor de Matemáticas, me dijo en voz baja: “Pasa por la cátedra antes de irte”. A la una, tras el quinto turno, fui a verlo. Me entregó un sobre grande. “Mi suegro, que es sobrecargo de Cubana, me trajo esto. Pensé que te iba a interesar. No lo abras ahora ni comentes que te lo he dado”.
Metí el paquete en la mochila, le di las gracias y me fui a casa. En el ómnibus lo abrí. Era un ejemplar de El País del 10 de diciembre con todos los reportajes del suceso. Un turista lo había dejado en el avión y el suegro de mi profesor —violando las reglas del aeropuerto— lo había llevado a casa. Heredia, que por mis espejuelos marxistas-lennonistas (de Groucho y John) había adivinado mis gustos musicales, tuvo la audaz gentileza de regalarme el periódico. Ese ejemplar de El País se convirtió en un objeto de culto entre mis amigos. Pasó de mano en mano hasta que alguien decidió no devolvérmelo, un robo que perdoné con absoluta comprensión de causa. Lo que más me impactó del reportaje fue la foto de la entrada cochera del edificio Dakota donde habían asesinado a Lennon. Tenía un letrero que decía: “All visitors must be announced” (Todos los visitantes deben tener cita previa). La muerte, sin embargo, había sido un visitante inesperado.
Doce años después, al llegar a New York, una de las primeras cosas que hice fue ir a visitar el edificio Dakota. Desde la muerte de Lennon el mundo había cambiado radicalmente, un electricista y un cura polacos habían clausurado el comunismo, una quincena de países habían nacido de la ruina de un imperio, los mapas habían cambiado de color; pero el letrero de la puerta del Dakota seguía allí, indiferente a los terremotos de la historia y las ocasionales visitas de la muerte: “All visitors must be announced”. Por supuesto…
Posted by Tersites Domilo at 12:00 AM
La muerte de John Lennon en el mar Caribe
El martes 9 de diciembre de 1980, a las 7:30 de la noche, al final de la cena, mi padre sintonizó La Voz de América para escuchar un noticiero que no estuviera redactado por los obedientes escribas de la prensa cubana... Era un ritual que se repetía cada noche en casa. Mi madre comenzó a hacer el café mientras yo conversaba con mis hermanas. La primera noticia leída por el locutor cayó como una piedra en el centro de la mesa: "Anoche, en la ciudad de Nueva York, alrededor de las once de la noche..."
1980 no fue un buen año para ser cubano. Yo andaba por los 16 y mi hermano —con el que había compartido el mismo cuarto desde que nací— se había ido solo por el Mariel en mayo, cuatro meses después de cumplir los 19. Los pogromos organizados para aterrorizar a las personas que deseaban irse del país habían convertido aquella primavera en una estación en el infierno; de esas que uno luego recuerda como “el fin de la inocencia”. Los huevos y tomates podridos, los insultos, las golpizas, los escupitajos y los excrementos lanzados contra los que deseaban escapar del paraíso, habían ido dibujando la esencia misma del destino que nos había tocado en suerte. Con la ingenuidad de la adolescencia, asumí que esa primavera luciferina era toda la desgracia que cabía en un año. Pero se añadía ahora la muerte de Lennon como una injusticia poética que serviría de colofón a nuestro annus terribilis.
Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. Mi padre, entre impaciente y contrariado, me espetó: "¿No me digas que vas a llorar también?" Para él era inexplicable que llorara por la muerte de un remoto señor nacido en Inglaterra. Quien moría, sin embargo, había sido una compañía tan constante y tangible como la de mi hermano ido. Esa conjugación de violencia inhumana con la súbita ausencia, que había padecido en la primavera en carne propia, se reeditaba ahora a fines del otoño como metáfora en la muerte absurda de John Lennon.
Después del café, mi padre se fue a inyectar a alguno de sus enfermos y yo me hice de la radio. Comenzaron a dar más detalles y anunciaron que iban a poner las canciones del Double Fantasy, el disco que Lennon acababa de grabar. Alcé el volumen del radio Selena, ese portento de la tecnología soviética que nos permitía sintonizar La Voz de América....
Tocaron a la puerta. Mi madre se volteó y me pidió que bajara la radio, "ese es Sergio que viene a arreglar el colchón". Sergio era el secretario de la Juventud Comunista en el trabajo de mi madre. Arreglaba colchones para ganarse un dinerillo extra cada mes. Después de 21 años de matrimonio —mis padres se casaron en diciembre del 59— el colchón donde habían concebido a sus cuatro vástagos estaba necesitado de una reparación —sustituirlo era imposible.
Y por supuesto, aunque mi madre no había tenido reparos en pedirle a su colega que viniera a reparar el colchón —actividad ilegal, como casi
todas—, la atemorizaba que el colchonero dialéctico supiera que escuchábamos La Voz de América. De modo que el resto de la noche fue una batalla constante entre el volumen de la radio que a mi madre le parecía prudente y el que a mí me parecía necesario para escuchar "Starting Over", "Woman" o "Watching the Wheels" junto con otros (escasos) detalles de la muerte de Lennon. Mi madre entretenía en la sala al konsomol mientras destripaba el colchón de sus amores y cada vez que discernía el sonido de la radio volvía a la cocina a suplicarme que bajara el volumen. De esa noche recuerdo también la punzada que me produjo escuchar la conocida coda de "The Ballad of John & Yoko", que parecía entonces escrita para anunciar el final, el verdadero final, de la balada de su vida.
Al otro día pude leer la misma noticia, esta vez en la prosa del Granma: En unas cuarenta palabras y una foto diminuta, en la sección Hilo Directo, anunciaban a los lectores que "la irracionalidad de la sociedad capitalista" que lo había hecho famoso, ahora había asesinado a Lennon. Y eso era todo.
El viernes, al entrar a la clase en la mañana, Heredia, mi profesor de Matemáticas, me dijo en voz baja: “Pasa por la cátedra antes de irte”. A la una, tras el quinto turno, fui a verlo. Me entregó un sobre grande. “Mi suegro, que es sobrecargo de Cubana, me trajo esto. Pensé que te iba a interesar. No lo abras ahora ni comentes que te lo he dado”.
Metí el paquete en la mochila, le di las gracias y me fui a casa. En el ómnibus lo abrí. Era un ejemplar de El País del 10 de diciembre con todos los reportajes del suceso. Un turista lo había dejado en el avión y el suegro de mi profesor —violando las reglas del aeropuerto— lo había llevado a casa. Heredia, que por mis espejuelos marxistas-lennonistas (de Groucho y John) había adivinado mis gustos musicales, tuvo la audaz gentileza de regalarme el periódico. Ese ejemplar de El País se convirtió en un objeto de culto entre mis amigos. Pasó de mano en mano hasta que alguien decidió no devolvérmelo, un robo que perdoné con absoluta comprensión de causa. Lo que más me impactó del reportaje fue la foto de la entrada cochera del edificio Dakota donde habían asesinado a Lennon. Tenía un letrero que decía: “All visitors must be announced” (Todos los visitantes deben tener cita previa). La muerte, sin embargo, había sido un visitante inesperado.
Doce años después, al llegar a New York, una de las primeras cosas que hice fue ir a visitar el edificio Dakota. Desde la muerte de Lennon el mundo había cambiado radicalmente, un electricista y un cura polacos habían clausurado el comunismo, una quincena de países habían nacido de la ruina de un imperio, los mapas habían cambiado de color; pero el letrero de la puerta del Dakota seguía allí, indiferente a los terremotos de la historia y las ocasionales visitas de la muerte: “All visitors must be announced”. Por supuesto…
Posted by Tersites Domilo at 12:00 AM
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