Placebos
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Placebos
martes 14 de diciembre de 2010
Placebos
Aún recuerdo cómo en pleno período especial mi casa se iba deteriorando a ojos vistas. Las paredes se descascaraban, las luces se fundían poco a poco, las puertas y las ventanas mostraban la madera corroída y en general todo se depauperaba demasiado rápido para mi mente de niña. A veces me preguntaba por qué el mundo se iba volviendo tan feo con el paso del tiempo, y no era una reflexión subjetiva. Nunca me pude responder. También empezó el reguero. Parecía que las cosas ya no “iban” en ningún lugar: había cajas, ropa, papeles y muchos trastos por todas partes. Lo peor era que afuera estaba sucediendo lo mismo.
Mi madre, por su parte, no cejaba en su empeño de marcar el espacio con lo que ella misma bautizó “el cambio”. Una vez al mes movía todos los muebles de la casa a un sitio diferente. El mismo butacón de bagazo podrido podía encontrarse frente a la entrada del apartamento en enero, al lado del teléfono en febrero, entre la sala y el comedor en marzo o de espaldas al balcón en abril. Las vecinas se conmovían con su perseverancia y a veces cuando nos visitaban exclamaban “¡Pero si parece que todo es nuevo! ¿Cómo lo logras?”. Ahora que han pasado los años esa frase me provoca una extraña tristeza: ella impotente ante la caída de su mundo hogareño, moviendo las cosas de un lado para otro -como si pudiese frenar con ello su inevitable depauperación- yo súper contenta a su lado, orgullosa de tener una madre maga mientras las vecinas condescendientes se solidarizaban con el espejismo que lanzábamos sobre nuestra creciente pobreza.
Siempre le agradeceré el haber intentado, sin flaquear ni un instante, hacerme la vida ligera en medio de tantos agravios: no tener zapatos para la escuela, no tener abrigos para el invierno, no tener leche por las mañanas, en fin, no tener absolutamente nada. Si yo estuviese un día en su lugar espero tener el aplomo de ser conmigo y con los demás exactamente como ella lo fue. Sin embargo no dejo de comprender ahora -después de tanto tiempo y desde mi adultez- que nos nutríamos de un placebo infinito que jamás resolvería ninguno de nuestros problemas y que, si lo miro a gran escala, es el mismo placebo que consume nuestra nación: cambiar justamente aquello que no supone cambio alguno.
Publicado por Claudia en 23:15
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Aún recuerdo cómo en pleno período especial mi casa se iba deteriorando a ojos vistas. Las paredes se descascaraban, las luces se fundían poco a poco, las puertas y las ventanas mostraban la madera corroída y en general todo se depauperaba demasiado rápido para mi mente de niña. A veces me preguntaba por qué el mundo se iba volviendo tan feo con el paso del tiempo, y no era una reflexión subjetiva. Nunca me pude responder. También empezó el reguero. Parecía que las cosas ya no “iban” en ningún lugar: había cajas, ropa, papeles y muchos trastos por todas partes. Lo peor era que afuera estaba sucediendo lo mismo.
Mi madre, por su parte, no cejaba en su empeño de marcar el espacio con lo que ella misma bautizó “el cambio”. Una vez al mes movía todos los muebles de la casa a un sitio diferente. El mismo butacón de bagazo podrido podía encontrarse frente a la entrada del apartamento en enero, al lado del teléfono en febrero, entre la sala y el comedor en marzo o de espaldas al balcón en abril. Las vecinas se conmovían con su perseverancia y a veces cuando nos visitaban exclamaban “¡Pero si parece que todo es nuevo! ¿Cómo lo logras?”. Ahora que han pasado los años esa frase me provoca una extraña tristeza: ella impotente ante la caída de su mundo hogareño, moviendo las cosas de un lado para otro -como si pudiese frenar con ello su inevitable depauperación- yo súper contenta a su lado, orgullosa de tener una madre maga mientras las vecinas condescendientes se solidarizaban con el espejismo que lanzábamos sobre nuestra creciente pobreza.
Siempre le agradeceré el haber intentado, sin flaquear ni un instante, hacerme la vida ligera en medio de tantos agravios: no tener zapatos para la escuela, no tener abrigos para el invierno, no tener leche por las mañanas, en fin, no tener absolutamente nada. Si yo estuviese un día en su lugar espero tener el aplomo de ser conmigo y con los demás exactamente como ella lo fue. Sin embargo no dejo de comprender ahora -después de tanto tiempo y desde mi adultez- que nos nutríamos de un placebo infinito que jamás resolvería ninguno de nuestros problemas y que, si lo miro a gran escala, es el mismo placebo que consume nuestra nación: cambiar justamente aquello que no supone cambio alguno.
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