El "periodo especial" y yo
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El "periodo especial" y yo
22/11/2010
El "periodo especial" y yo [1ra parte]
(Foto: Francis Sánchez)
Un poeta, Arístides Vega, me pregunta si el “Periodo Especial” golpeó alguna vez el nido familiar que he construido con Ileana a través de los años. A él quizás le llame la atención que, pese a todo, incubamos nuestra felicidad, un par de hijos adorables y no pocos libros de poesía, en Cuba, donde nos quedamos a vivir cuando nuestra generación desembocaba masivamente hacia el océano intentando alcanzar las costas de La Florida. Arístides ha planeado —desde el año 2003 en que lanzara a muchos contemporáneos el dardo de esta curiosidad— preparar lo que se catalogaría como un libro-problema, es decir, de los que no se dejan publicar fácilmente, con las recetas de comida extremas que el cubano tuvo que poner de moda y con testimonios sobre los malabares de los escritores para subsistir en aquella noche durísima que envolviera al país desde principio de los años noventa, después que desapareció el bloque socialista de Europa del Este.
Tamizar a través de nostalgias una época que fue de grandes desgarramientos, puede dar idea de que el trauma o su percepción varió, quedó atrás. Y no es menos cierto que, para el momento de llegar a mí esta pregunta, en muchos ámbitos de los saberes oficiales se jugaba a la variante de que, tras tocar fondo, ya la economía cubana había pasado su punto crítico y despegaba. Por entonces el gobierno ostentaba el derroche en un nivel de empresa mayor, romántica, incluyendo campañas como “la batalla de ideas” —masa amorfa de acciones con el rasgo común de invertirse el escaso presupuesto, de manera muy propagandística, bajo el sello directamente centralizado, entre “tribunas abiertas” que movilizaban miles de personas semanalmente o programas de atención básica a la población—, y el proyecto de “masificación de la cultura”, donde no faltó el llamamiento a convertir a Cuba en el país más culto del mundo, cual simple obra de choque partidista, en un plazo de diez años. Aunque, por supuesto, todo era sólo un juego. Lo terrible de la política cubana es que siempre nos la hacen “jugando”.
Hasta donde sé, nunca hubo mayorales en las paradas de ómnibus o agentes infiltrados en las colas del pan para tomar apunte de cada nueva arroba de educación refina que fuéramos acumulando a lo largo de un decenio. Utopía (Cuba, 2003), cortometraje de Arturo Infante, recrea de todos modos esta posibilidad, renacentismo a la criolla: gente del barrio, los jugadores de dominó de la esquina, discuten, entre ficha y ficha, por exquisiteces como si existe o no el barroco latinoamericano. Temas de la alta cultura ocupan la conversación de estos personajes como por decreto, pues ellos siguen comportándose en tono vulgar, gritan, gesticulan, no se toleran, hasta que terminan yéndose a las greñas, al más duro estilo callejero, por discrepancias académicas. El desfasaje entre un sueño diseñado y la realidad de estos personajes caricaturescos, que somos unos cubanos comunes, hipotéticamente colocados a la cabeza del mundo, radica quizás en el escenario, en el folclor disfuncional de las carencias básicas, donde sigue necesitándose la base material o económica para llegar a cualquier variante de “hombre nuevo”, como aquella cuya producción en serie había modelado el Che Guevara. Sucede que la mayor agonía de vivir en comunidad, padecer el cepo de la política, se materializa, se visualiza vívidamente, para quienes desde abajo aguantan el peso de los desajustes sociales, en su diario intento de escapar a la realidad, por la presión que ejerce aquel discurso falseado y aquella imagen ideal de ellos mismos que los grupos dominantes —con ayuda de élites culturales que brindan servicio a la suite presidencial— necesitan articular.
Pronto, quizás aún viviéndolo, ya el supuesto exotismo del “Periodo Especial” había dado pie a un tipo de pasatiempo, un subgénero de la tradición oral, consistente en transmitir experiencias por parte de los sobrevivientes, especie de parábolas para explicarle a los niños cómo mantener la calma el día del Armagedón: los bistecs que se hacían con frazadas de limpiar el piso; las pizzas, a falta de queso, con globos de cumpleaños y condones derretidos, etc. Esta tendencia de la oralidad nostálgica como terapia de grupo, llegaba después que las letras cubanas y sobre todo los géneros narrativos, desde la misma década de los noventa, habían hecho catarsis con los personajes emergentes —jineteras, balseros...— y floreció un nuevo costumbrismo cercano a la picaresca, que pudo colarse en el mercado literario internacional.
Quizás sólo nos gusta hacernos las descripciones del olvido que necesitamos, igual que los chistes de los colmos, porque exponen el núcleo blando del pasado permanente, o sea, el siempre abierto. Porque la sobrevida es el aprendizaje ineludible en una nación flotante. Incluso en etapas de gran delirio, estados de ilusoria abundancia, el relato de un país fuerte y una sociedad justa, igualitaria, ha carecido de estabilidad, de una base material, del imprescindible correlato de una fuente real de riquezas y una práctica que aprobase asignaturas pendientes como la definitiva independencia, la diversidad productiva y aquella divisa romántica principal, la que estimuló a los fundadores de la patria: libertad.
La poca sostenibilidad de una política basada en el personalismo, y la falta en general de vínculo entre teoría y realidad, entre aquel aparato retórico dominante que monopoliza el lenguaje de utopías permisibles y aquellos segmentos sociales menos favorecidos, condenados a depender, a esperar, mantiene siempre en vilo el fantasma de una ruptura y posible desplome de la vida por esa grieta. Este fantasma tomó un día el nombre oficial de “Periodo especial en tiempos de paz”, y, como su origen se puntuaba con claridad, pero nadie se atreve a darle una fecha de cierre, asoma, asusta constantemente, detrás de cada reajuste financiero, cada mentira o síntoma de incoherencia política.
¿Había algo más voluntarista que cosificar, ponerle un nombre —y nada menos que “especial”— a algo tan dilatado y difuso, tan degradado y degradante como una etapa que iba del presente al futuro en la vida de un pueblo sometido al ensayo del hambre incondicional? Se conocía por “tren especial”, entre los que circulaban uniendo los extremos de la isla, al que reunía mejores condiciones, dígase mínimas, a diferencia del resto de cacharros humeantes. Evitaba parar en las estaciones de esos pueblos rurales, casi invisibles entre la maleza, que el poeta Eliseo Diego reconocía como los más significativos o extraños. Rabiábamos y reíamos, entonces, cuando se nos trataba de adosar a la fuerza el calificativo, veíamos que le quedaba estrecho a nuestra sensación de caída libre en el vacío, que no deseábamos fuese la más rápida. Sin embargo, terminamos aceptando el artificio verbal y usándolo hasta en defensa propia, porque su misma ambigüedad permitía explorar otras combinaciones del relajo. ¿Acaso los cubanos no habíamos sido y seguíamos siendo el centro de la historia universal? ¿Qué cosecha de tubérculos, qué marcha o qué perorata matutina, según el noticiero nacional de televisión, no era “histórica”? ¿Acaso al mundo le quedaban dudas de que podíamos traerle la salvación, ser la isla-faro de libertad para los pueblos que salían del coloniaje, lo mismo que la hecatombe, como en la crisis de los misiles de 1962? Desaparecer la URSS, y el futuro negro cual boca de lobo a que entrábamos, sólo nos permitiría seguir adelante con el papel protagónico entre los pueblos de la tierra: nuestra capacidad de aguante individual sería una prueba de la gloria del sistema que mantenía en alto las últimas banderas del socialismo real. Constituía, por el contrario, una coyuntura típica de nuestro destino. Siguiendo esta lógica, un chiste de entonces apostaba por la ciudadanía cubana incluso de Adán y Eva, dos pobres criaturas atrapadas en la circunstancia más “especial” y prometedora: carecían de ropa, contaban con una sola fruta para comer ambos, pero estaba prohibida, y, para colmo, creían que vivían en el paraíso.
En primera instancia por acompañar a un poeta con quien ya antes había compartido un viaje a lo largo de Cuba —celebrando esa vez el bicentenario del primer gran lírico romántico de América, José María Heredia (1803-1839)—, en el mismo año, por cierto, que él me regalara su pregunta y yo redactase el primer borrador de estas memorias, me monto en este otro itinerario, introspectivo, a desandar la hora de mi vida en que la necesidad me obligó a dejar el útero de mi casa, la seguridad y protección de mis mayores y salir a defenderme con las mil y una maneras que la miseria acredita. Buscando esos márgenes, esos respiraderos que pueden darse hasta dentro del dominio más férreo, resistí, como la mayoría, moviéndome invisible a través de esas grietas. Ni antes ni después, hasta hoy, he sentido la presencia tan viva de esa parte de la intemperie insular, donde hay pueblitos del interior con alguien que espera a que llegue un visitante para cambiar algo, se dibujan trillos paso a paso, historias y formas de vida a ras de tierra: una parte, menos urbana, a la que mejor le asienta el calificativo de la “Cuba profunda”.
Conocí a Ileana cuando, asido a cualquier invento que me llevara momentáneamente a la superficie, salía casa por casa vendiendo tapas de litros de leche y pomitos con perfume casero. Buscándome la vida, iba por calles y guardarrayas a vender mi mercancía disimuladamente, era algo ilegal, aún muchos vecinos mostraban de modo casi espontáneo una actitud hostil hacia cualquier estilo de ganarse la vida que se apartara del control del estado y de las prescripciones policiales —ese tipo de inducción que infesta los genes de “las masas” con el miedo a la iniciativa privada—, por lo que en más de una ocasión tuve que huir corriendo después de ofrecer una tapita a través de una ventana, pues llamaban al vigilante del barrio o me gritaban para desmoralizarme ante el resto de los vecinos y dejar claro que en aquella casa no se incurría en el delito de comprarle a particulares: “merolicos”, decía la gente con desprecio.
Aún yo vivía en Ceballos, un pequeño hormiguero humano a unos trece kilómetros de la ciudad de Ciego de Ávila, pero más exactamente en el umbral de los naranjales, en el barrio de la cooperativa “José Martí”, con mi mamá que estaba casada con un guajiro enfermo y que rezongaba arrepentido de haber entregado su tierra para ensayar lo que un programa de televisión dirigido al público campesino definía como “forma superior de producción”. Allí el resultado real del experimento cooperativista se entregaba a modo de informe en nuestra mesa, consistía en algunas viandas a la semana y medio litro de leche diario, por lo que nuestro plato invariable era una nata de fufú que podía cambiar de color según mudase la influencia tiránica entre el plátano, la yuca o, más extemporáneamente, la malanga.
Evitaba hacer mi venta ambulante dentro de Ceballos, donde me identificaban como el hijo menor de una vieja y honrada familia, para ahorrarme dolores de cabeza y no aumentar la vergüenza de mi madre. Prefería irme lejos, a otros municipios, sobre todo a la ciudad cabecera de la provincia, por bateyes y caseríos aledaños.
Había choferes que se dedicaban a traer el producto en grandes cantidades desde otras regiones, y nos lo pasaban a nosotros, la infantería de vendedores. Se decía que en Güines, muy cerca de La Habana, estaban las más grandes fábricas clandestinas de enseres plásticos. Entonces me imaginaba aquel pueblito como una especie de Nueva York secreta y una de mis utopías era hacerme de un carro y dinero suficiente para irme allá, a cargar. Debo consolarme con la idea de que soy un poeta, por no decir que fui un inútil que siempre se dejó engañar y siempre salí trasquilado. No sabía en lo absoluto manipular, regatear, pujar, esas virtudes de los negociantes informales. Con demasiada frecuencia el proveedor me convencía de que era mi amigo, quería ayudarme, y me hacía la conciencia de que aspirase a ganar por mi trabajo una diferencia apenas de centavos, después siempre se me rompían algunos aretes, polveras o lámparas durante mi trasiego, por lo que indefectiblemente quedaba debiéndole dinero al patrono ocasional.
Vivía harto de sudar la gota gorda, pasar sustos y también que me explotaran al por mayor. Convencí a Félix, mi hermano también escritor, para construir una máquina de plástico, como le decíamos a los artefactos con que se fabricaba toda clase de útiles domésticos. Y nos pusimos de acuerdo en montar un negocito familiar, evolucionaríamos a la condición de productores. (Continuará.)
29/11/2010
El "periodo especial" y yo [2da parte, final]
(Foto: Francis Sánchez)
Nuestro padre era un mecánico de merecida fama en Ceballos, es decir, el mejor o el único. Con la sabiduría del viejo logramos tener nuestra fábrica. No obstante, yo seguía vendiendo de puerta en puerta, esto me daba buenos dividendos, máxime si algunas mercancías ya estaban exentas de costo de producción. Por ejemplo, cuando iba al municipio de Pina (el nombre de Ciro Redondo, endilgado por decreto revolucionario, no constaba en el habla popular) cada sábado a cursar la Facultad Obrero Campesina (FOC) para obtener un diploma de bachiller, junto con las libretas llevaba mi propuesta de maravillas y colorines para el hogar, así que por el mediodía, no más acababa mis clases, salía a caminar hasta que me sorprendía la noche vendiendo hebillitas de pelo, paquetes de rolos, flores, tapas de pomos y un largo etcétera que se revolvía dentro de mi mochila escolar.
Pusimos la flamante máquina en casa del viejo y nos turnábamos para trabajar. Félix venía en tren cada mañana desde la ciudad y se ponía a halar la palanca y meter y sacar los moldes. El pobre, vivía aterrorizado por la idea de que lo descubrieran cayendo en aquel abismo moral, especie de complot contra el comunismo científico. Nuestra maquinita debía mantenerse oculta de los curiosos. A nadie podíamos comentar el invento, era como usar una bomba casera. Vivíamos como si el corazón del capitalismo estuviese allí, a nuestro cuidado, en el cuarto de atrás.
Corrimos la voz: se compra materia prima —palanganas, cubos, juguetes, pero mejor las cajas de cosechar naranjas, por supuesto, sólo si ya estaban rotas—, y el entusiasmo prendió entre los chiquillos del barrio que competían por abastecernos. Pero las discusiones con mis “socios” de la familia llegaron demasiado pronto: versaban sobre si sería ético trabajar para acumular “riquezas” o debíamos limitarnos a obtener el sustento cotidiano. Aquel tema me parecía neurálgico en la medida que dejaba ver hasta qué punto unas personas con hambre podían carecer de libertad interior y vivir presas de sus circunstancias, condicionadas para no rebasar el estado de dependencia. De tanto discutir terminaba siempre sintiéndome sucio por el simple deseo de ganar dinero para algo más que gastarlo en destronar al fufú de mi mesa por dos días seguidos. Félix I, mi padre, heredero de la cultura del mecánico honrado y paciente —al lado de la casa aún se alzaba el modesto taller que le habían intervenido— se negaba a vender un juguete o una tapa de un pomo en el mismo precio módico que él había seguido cobrándole a los agricultores por arreglar, clandestinamente, un tractor. Félix II, mi hermano, graduado de la escuela del PECUS en Moscú, traía incorporado el modelo del koljoz a su sistema inmunológico y apenas empezaba a desintoxicarse en la medida que su cuerpo se quedaba sin grasa ni calorías.
Pude dedicar parte de los fondos para algunos lujos, como regalarle una bata de casa con bordados finos a mi mamá, quien desde hacía tiempo vivía avergonzada porque no tenía con qué sentarse en el sillón del portal, o comprar un par de botas enormes a un liniero de la empresa eléctrica, montañesas, que vinieron a sustituir en mis pies unas alpargatas hechas con el forro de un asiento de un tren. Mis grandes botas, por cierto, me ganaron epítetos como El Oso y El Leñador entre los amigos, así se recoge en un poema testimonial de un joven que luego pasaría por la cárcel y terminaría exiliado en Los Estados Unidos: “el Oso rey hiriéndose de pena / porque es que nadie sabe de sus noches / de rompedor de todos los umbrales / porque es que nadie cree que él ha danzado / sus pies de leñador sobre la lámpara” (“Discoteca”, Reinaldo Hernández Soto).
Cuando nos hicimos novios, Ileana dibujaba maracas para el esposo de su hermana, quien tenía una contrata como artesano con el Fondo de Bienes Culturales y vendía en los recién abiertos hoteles de Cayo Coco. Su negocio era mejor, daba más dinero, se corrían menos peligros, y yo estaba cansado de luchar con la forma de pensar de mi padre y mi hermano, así que les dejé a ellos la búsqueda del plástico y me puse con Ileana a dibujar sobre la corteza de las güiras. El día que nos casamos por lo civil, sin trajes y sin luna de miel, en la tienda de los matrimonios nos dieron derecho a una hornilla de carbón, una camisa de mangas largas con rayitas y un blúmer que incluso a las dos suegras juntas les quedaba grande. Ileana vino a vivir conmigo a Ceballos, a casa de mi mamá, y nos dedicamos a producir maracas en serie. Trabajábamos para comer y para ahorrar peso a peso con el sueño de algún día comprarnos un cuartico en la ciudad.
¡Sabrá Matamoros hacer maracas! Los palitos se los comprábamos por cantidades a un carpintero. Güiras y semillitas, yo las buscaba por ahí, por todas partes. Caminé ciudades como Ciego y Morón, infinidad de pueblos y bateyes, mirando siempre por arriba de los techos en busca de los gajos inconfundibles de las matas de güiras: son largos, muy rectos y por lo general están pelados como lanzas. Con el tiempo me quedaría esta costumbre de mirar por arriba de los techos y tratar de distinguir entre la maleza. Pagaba las güiras a peso, haciendo el cuento de que tenía un familiar enfermo o mi mujer no salía embarazada y necesitaba hacerle un jarabe, porque si se enteraban que era para artesanía entonces querían cobrarme muy caro.
Entre ambos les abríamos los huecos con un cuchillo —esta parte era la que mantenía mis dedos llenos de cicatrices—, sacábamos la tripa con un gancho —aquí se nos manchaban las uñas, por el ácido—, una vez que estaban secas las lijábamos, y por último las dibujábamos con un pirograbador: el aparatico me costó una fortuna... Algunos pintores amigos que disfrutaban de permiso para vender en los hoteles, nos compraban la mercancía a una tercera parte del precio de venta. Primero Ileana empezó a sufrir alergia al ácido de las güiras, luego resultó que mis dibujos tenían gran acogida, me hice famoso en aquel giro por combinar el pirograbado y la talla sobre la cáscara seca —en realidad de este modo evitaba lijar, quizás la parte más demorada y odiosa del trabajo—, lo que concluyó en que me quedara solo a cargo de las maracas, para que Ileana se concentrase en manejar la cocina de la casa y en cumplir con el horario de su centro laboral, el Departamento de Investigaciones de la Dirección Provincial de Cultura, aunque fuera el suyo un solario simbólico, así no perdíamos la esperanza de contar al menos con una pensión de retiro al llegar a la vejez. La parte de Ileana quizás era la más ardua: iba y venía de la ciudad muchas veces en bicicleta, y para cocinar debía recorrer frecuentemente el naranjal juntando leña. Vivíamos con gran angustia, por supuesto, apenas conseguíamos mejorar un poco nuestra dieta, tener aceite con que freír, ropa interior, jabón para bañarnos y minucias así, además de ahorrar algo. Pero hasta guardar dinero se convertía en una técnica de masoquismo, pues corrían rumores de que iban a cambiar la moneda y todos los ahorristas o “acaparadores” nos quedaríamos otra vez en pañales.
La naturaleza también quiso sumarse a la tortura. Perdí mis botas de leñador, mi calzado seguro de mañana, tarde y noche, cuando resultaron demasiado llamativas a los ojos de una brigada que entró en la casa para rescatar a mi madre en medio de una inundación. Aquel golpe de agua fue como si alguien pasase una raya roja subrayando definitivamente mi sentimiento de abandono y desolación en medio de aquellos años, así nunca vaya a confundirme y sacar otros recuerdos. Ileana y yo habíamos salido de viaje, a una Jornada de la Poesía Cubana en Sancti Spíritus, y cuando llegamos nos encontramos con una escena dantesca: arbustos aplastados, basura incrustada en las paredes, y mi madre, llorando, tendía mis libros en la calle para que se secaran al sol. Se había roto el dique de una presa cercana, la masa de agua había descendido por la cañada y en cuestión de segundos nuestro barrio quedó bajo una nata de fango y excrementos. Poner los libros al sol varios días no ayudó mucho, la mayoría se echó a perder. Alguien pasó a la semana haciendo un inventario de pérdidas, dijeron que nos iban a resarcir. Yo puse en la lista el televisor, el refrigerador, los colchones, y estuve tentado a anotar los libros, también las botas que me habían robado, pero sería inútil, aquello parecería sin duda una broma, y estaba convencido, como efectivamente ocurrió, de que nunca recuperaríamos nada. La crecida en fin de cuentas sólo había pasado sobre unas cuantas familias en los límites de un pequeño poblado, y la noticia de que una presa mal hecha cedió a la lluvia nunca apareció en la prensa. Lo único que obtuvimos fue el derecho a no hacer la cola en un comedor para ancianos abandonados e indigentes.
A la pregunta de si aplacé algunos sueños, tendría que responder que fueron tantos en la misma medida que eran grandes nuestras ansias como jóvenes muy jóvenes, aprendices de escritores llenos de lecturas y recién casados muy enamorados. Dejé de escribir, leía poco, tenía que andar detrás de las migas escurridizas. Me puse flaco como una hoja de hierba. Entre la desesperación y la tragicomedia veíamos agitarse nuestras ilusiones, las de unos poetas de provincia, caídos en una trampa, metidos hasta el cuello en aquella miseria, y para comprenderlo me basta con recordar que fue por esa época cuando un grupo de amigos hicimos un pacto, un poco en broma, pero también en serio: el primer día del siglo XXI nos reuniríamos bajo la torre Eiffel —de llegar hasta allí, claro, se daba por descontado el resto del éxito de nuestras vidas—. En caso contrario, quien faltara a la cita tendría que hallarse entonces completamente fuera del mundo, por las únicas dos vías dignas, que eran perecer en el intento, cruzando el mar, o haberse suicidado: rechazábamos cualquier otra justificación. Lo cierto es que varios tomaron el camino del horizonte y hasta pasaron cerca, pero creo que nadie acudió a la cita, ni nadie, hasta donde sé, intentó suicidarse. Pudiera achacar nuestro fracaso a la confusión que de pronto se armó en el mundo con que si el nuevo siglo empezaba en el año 2000 o en el 2001, hubo mucha discrepancia en ese detalle.
El turismo tiene temporadas altas y bajas. De pronto las maracas no se vendían en tiempo muerto y había que buscar alternativas. Me sumé a oleadas de gente de la ciudad que recorrían los campos cambiando ropa vieja y cualquier artefacto por comida. Descubrí entonces una verdadera mina: al sur de la provincia de Sancti Spíritus existían las arroceras, donde los campesinos te daban un jarro de arroz por cualquier cosa, como por unas medias o un vaso plástico. Solución: empecé a traer sacos de granos, que vendíamos en la casa. Un día buscaba; al otro, vendía. Me movía en lo que pasara, en carretas y carretones. Salía por la madrugada y cerca del mediodía ya estaba en lo más intrincado de El Jíbaro —mientras más profundo llegaras, obtenías mejor precio—, rápido compraba o cambiaba, y tornaba siempre con un quintal al hombro, a veces en ómnibus y camiones del transporte público, esquivando a los policías que querían decomisarme el saco, sudando litros y oliendo a rayo encendido. La madre de Ileana, una vieja muy luchadora, más ducha que yo en el regateo, siempre iba conmigo.
Amas de casa de Ceballos se movilizaban con jarros y jabas cuando en una ventana de nuestra casa aparecía un cartelito ingenuo: “Hay arroz”. Me ganaba como cuatro pesos con cada libra. Pero tuve que dejar de explotar la mina de El Jíbaro después que un día, entre tacitas de café, me puse a conversar demasiado amigablemente con una familia. Conversábamos sobre el terma favorito de entonces, es decir, las mismas penurias puestas de moda por el Periodo Especial y los desesperos por salir a flote, y toqué el punto de la muerte reciente de mi padrastro y, en medio del clima de confianza, no me di cuenta y seguí de largo, conté cómo mi mamá se había visto en la necesidad de entregarme la ropa y todas las propiedades del difunto para que las cambiase por comida. “¿Un muerto?”, dijo el hombre de la casa, y de pronto todos se miraron como si hubieran descubierto veneno en el café. Había metido la pata. En aquella misma casa yo había cambiado unas cuantas mudas de ropa. Susurré, medio sonriente, que eso no tenía nada que ver. “Ustedes no son supersticiosos, ¿verdad que no?”. Dije que debía retirarme y salí como que corriendo. Enseguida aquel comentario se regó por la zona, según me comentarían otros colegas, y no pude volver por allí, aunque durante algún tiempo seguí viajando con el mismo fin hasta un lugar que le dicen “La Tomatera”, perdido en la geografía abstrusa de Camagüey.
A veces Félix se sumaba a estos canjes de especias, aunque a él no le salían las palabras y solía retrasarse unos pasos por detrás de mí, cargando nuestra valija, para que yo fuera el que entrase en contacto con los campesinos. Una vez estuvimos casi un mes intentando cambiar una cortina de baño suya, muy linda, que trajo de Moscú y que había estado guardada en su casa con la promesa hecha de estrenarla en un baño nuevo, por lo que entonces aspiraba a nunca desprenderse de aquella manta por menos que un lechón o una cantidad muy grande de arroz, pero tuvo que ir bajando gramo a gramo su oferta ante el desdén de la clase campesina, hasta no sé qué nimiedad para horror de su esposa. Cuando íbamos juntos yo disfrutaba mucho, porque él con gran humor nunca apagaba el radar del escritor, del narrador, estaba siempre al tanto de las costuras de la realidad, las situaciones absurdas, haciendo observaciones y chistes que nos ayudaban a mantener alta la moral. Años después escribiría un cuento-testimonio, “Bucaneros”, que se publicó en la revista La Gaceta de Cuba.
Ensayé infinidad de malabares y nunca salí ileso. Por ejemplo, corté hierba para venderle a los cocheros de la ciudad. Parecía una empresa perfectamente rentable, nada más debía poner a sudar mi cuerpo y la hierba se regalaba inocentemente a través de kilómetros, húmeda, verdecita en los naranjales de Ceballos. La única inversión monetaria pasaba por contratar a un tractorista para llevar los haces de hierba hasta la casa de la madre de Ileana en el barrio de Chincha Coja. Fue cuando me convencí de que cualquier forma de ganarse la vida en época de crisis es una ciencia, incluso algo al parecer tan zafio como vender hierba para caballos. No es lo mismo la Hierba de Guinea que la de Pandora, ni la San Carlos tiene igual sensibilidad que la Lechosa, resulta decisivo la hora en que cortas, cómo amarras, cómo transportas... En fin, se quejaban los cocheros, el tractorista creía que merecía una fortuna, y para colmo alguien de la cooperativa dijo que seguro me dedicaba a traficar otras cosas de más valor bajo la hierba, quizás gallinas o naranjas, por lo que casi voy preso.
Veo los límites tan borrosos del “Período Especial” como el mismo fin del milenio, no sabría por dónde pasar una raya y decir hasta aquí, si entre los días que he vivido, si entre los que estaban antes o los que vendrían después. Aunque hay un día marcado, en que la política volvió a bromear con los sentimientos de manera muy pesada. Al parecer entonces se intentaba alzar un muro de firmeza ideológica para dejar al otro lado esos recuerdos ominosos: fue cuando el mismo presidente que le había dado nombre al impasse de nuestras vidas en tiempos de poco pan, salió en televisión riéndose de los artilugios con que el pueblo se las había ingeniado para mantener la formación del país más o menos uniforme y de pie mientras los cañonazos del hambre, la emigración y la desesperanza hacían grandes huecos en sus filas. Ocurrió el 21 de abril de 2005. El Comandante en Jefe, con la temeridad a que lo autorizaba al parecer el hecho de que pasaría a repartir por primera vez entre la población ollas, calderos, fogones y otros aparaticos domésticos Made in China, nos acusó de delincuentes, “derrochadores” y, para probarlo, entre risas, subió al estrado del teatro Karl Marx nuestros inventos caseros: el ventilador con motor de lavadora rusa, el fogón... Yo no quise seguir mirando, apagué el televisor. Al otro día Félix vendría a hacerme el cuento con sus ojos llenos de lágrimas. No se había muerto el “Periodo Especial”, sólo estaban apilando otra vez nuestros restos y dándonos, vivos aún, peor sepultura. Mi hermano, este mismo día, como un niño experto en pedir la palabra por gusto, escribió al Ministro de Cultura:
“Ese desfile circense, burlón, irrespetuoso, de objetos nacidos por manos desesperadas, fieles a su tierra pero obligadas al remedio, obra del talento y de la presión de la pobreza, fue una página amarga. Y los que como escritores estamos comprometidos con la sensibilidad, no podemos callar esto. [...] Me dolió la risa de los presentes. ¿Es que los ministros y sus familiares nunca vieron estos artículos? Yo los vi, los compartí. Y esa noche vi tras ellos a mi padre sentado en el piso tratando de acanalar una pieza de ladrillo refractario para hacer un fogón, no para iniciarse como “capitalista” ni “delincuente”, sino para sobrevivir con dignidad. Vi a mi madre pidiéndome a media tarde que hiciese algo por unir los fragmentos de aquella resistencia carbonizada para concluir el almuerzo ya casi comida. Vi a mis hijos, ahogados por el calor, no pidiéndome emigrar hacia zonas frías, sino insistiéndome en que tomase el motor de nuestra Aurika para hacer lo que nuestra economía no podía ofrecerme y mi salario, constreñido, tampoco podía permitirse.”
El sentimiento de humillación seguía sin ser menos que cuando teníamos que enseñarle aunque fuese un dólar a los porteros de las nuevas tiendas “recaudadoras de divisas”, las “shoping”, con tal de probar que no andábamos como unos mendigos entreteniéndonos en la contemplación de juguetes caros, para que nos dejaran pasar. Y cuando bajo el cielo de las tres franjas y el recio sol nos decían que el extranjero estaba eximido de hacer la misma cola para comprar en la misma tarima. Y cuando nos informaban —rectifico: le informaron al amigo mexicano que nos invitó, a nosotros no había por qué atendernos— que precisamente los nacionales no podíamos hospedarnos en el Hotel Nacional, ni aunque fuésemos un grupo de poetas con nombres tan inocuos como Carilda, Liudmila, Ileana, Assef, Otilio... Y cuando le di una parte de la dentadura de mi abuelo a una de aquellas casas de Hernán Cortés, donde compraban oro, pasaban por segunda vez recogiendo nuestros idolillos a cambio de una gaseosa.
Creo que la presión empezó a aflojar cuando Ileana y yo nos casamos en la parroquia que para entonces, víspera de la visita del papa Juan Pablo II a Cuba, ya se había convertido en catedral. Hubo mezcla de resultados de la acumulación de sacrificios —aunque el pirograbador con su humillo me dejó secuelas en la vista, nunca lo he tirado—, talento y algo de suerte, además de la infaltable piedad de un buen amigo, para que pudiéramos un día mudarnos a una casa propia. Y nos instalamos en la ciudad que, en una novela de Reynaldo González: Siempre la muerte, su paso breve —si no la primera, quizás la mejor novela cubana donde se haya usado un tipo de narrador, el de la segunda persona—, se conoce como Ciego del Ánima. Al lado de Ileana, aquí, seguiría batallando por mantener juntitos, mientras Dios lo permita, el alma y el cuerpo.
[right]En la ciudad de Ciego de Ávila,
[right]un día del 2003 y otro del 2010
http://hombreenlasnubes.blogspot.com/2010/11/el-periodo-especial-y-yo.h
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