Y Vivieron Felices, y Comieron Perdices / desde Bayamo, C uba
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Y Vivieron Felices, y Comieron Perdices / desde Bayamo, C uba
Y Vivieron Felices, y Comieron Perdices
Podría pasar por una broma de pésimo gusto. Podría pasar por invención de un espíritu jocoso. Por desgracia, terrible desgracia, no lo es: el sitio donde el joven de 34 años llamado Alexander Otero, se encuentra en estas fotos es nada más y nada menos que el terreno que el Órgano Popular de la Vivienda en Granma le otorgó para construir su domicilio. Observémosle con detenimiento. Vale la pena analizar esta imagen deprimente y cruel.
Se trata del pater familias cuya acción desesperada -plantando una covacha de lástima en medio de la ciudad de Bayamo, para llamar la atención sobre su caso-, fue motivo noticioso en este mismo blog, en la entrada anterior. Prometí dar continuidad a la noticia; algunos lectores así lo solicitaron –según la usanza del periodismo serio, y de receptores exigentes-. Esta es esa necesaria continuación.
(Área exacta que deberá ocupar su casa)
“Al día siguiente de que yo pernoctara en aquella choza improvisada junto con mi esposa y mi niño, los directivos del Gobierno y de la Vivienda fueron a verme, con un papel firmado y acuñado. Me daban una autorización para construir en el terreno que se me había asignado, con la condición de que desbaratara enseguida aquella casucha que, decían, creaba un caos político entre la población”.
Para un hombre que llevaba 11 años a la espera de un simple rectángulo, un fragmento de suelo para erigir su pobre vivienda, semejante proposición era la luz al final del túnel.
“Primero sacaron a mi esposa y al niño, los llevaron para la casa del padre de ella, dijeron que momentáneamente, y a mí me citaron para en la tarde entregarme oficialmente el área donde yo podría levantarme una casa para mí y para mi familia”.
Cuando, en horas de la tarde, una funcionaria cumpliendo órdenes lo condujo hasta las extremas afueras de la ciudad, en una zona semi despoblada a campo abierto, y le indicó que “ese era el lugar que se le había asignado”, Alexander Otero creyó, efectivamente, que se trataba de una broma macabra.
“Sentí una indignación que no te puedo describir – me dice con la voz reforzada por la ira-. Esto es humillante. Mira lo que me dan para construir una casa para mi hijo: un lugar donde no hay agua corriente, donde no hay electrificación. Mira lo que me dan para que me conforme y ya no pueda decir que no me permiten hacerme una casa en mi ciudad”.
(Al fondo del terreno, la vivienda de sus únicos vecinos: una mujer y tres niños)
Sin embargo, el tácito ensañamiento contra el humilde inconforme pudo llegar a más. Aunque no lo parezca: sí pueden hacer más.
“El mismo viernes por la tarde, estando yo aquí en el terreno, mirando el atropello que cometían conmigo y pensando qué diablos iba a hacer con esto, vino una patrulla de policía y me llevó preso sin explicación ninguna”.
Lo escucho y creo que puedo confirmar su versión: ese mismo viernes yo había pactado con él un segundo encuentro para ver con mis ojos –y el lente de mi cámara- el sitio que nuestros funcionarios habrían reservado para él. Lo esperé largamente en mi casa, y jamás apareció.
“Me encarcelaron por setenta y dos horas. Como hasta ese término es legal tenerte detenido, me pusieron tras las rejas y diez minutos antes de cumplirse los tres días exactos me sacaron y me impusieron una multa de treinta pesos por desorden público. Así consideraron mi acción de levantar las vigas en aquel otro lugar, y pasar la noche allí junto con mi familia”.
Alexander y yo conversamos de pie, entre la maleza, a las tres de la tarde. A nuestro alrededor, solo murmullos de hierba, de caballos distantes, de soledad. La única casa de todo aquel paraje, a escasos metros del sitio donde este joven deberá erigir la suya, me enseña lo que será también su hogar: una denuncia como un templo contra el paraíso socialista que desde que tengo uso de razón me dicen que es mi país. Pienso en el frío, en los insectos, pienso en su bebé, y siento una vergüenza inconfesable por la casa que –con sacrificios ingentes- mis padres lograron construir para mí treinta años atrás.
Miro este espacio pestilente y no consigo alejar de mi recuerdo la imagen citadina de los barrios residenciales, las zonas reservadas para los militares y los dirigentes partidistas de mi localidad, con sus jardines esmerados y sus parqueos espaciosos, sus paneles solares para el agua caliente, su savoir affaire. Para los incrédulos: si no hay imágenes de esas casas en este mismo blog, es porque resulta imposible. Apenas saque mi cámara, antes de oprimir el obturador, ésta será confiscada. Nadie puede tomarles fotos exteriores a las residencias oficiales.
Sé que ahora mismo, mientras escucho hablar a este pobre hombre, soy una pésima compañía. Quisiera decirle que tenga fe, que luche por sus derechos, que algún día podrá tener un mejor horizonte para los suyos. Quisiera desearle un mejor Año Nuevo. Pero las palabras no me salen. Por eso los dos volvemos sobre nuestros pasos como zombies que buscan, ciegos, el camino de regreso a la ciudad.
http://elpequenohermano.wordpress.com/
Podría pasar por una broma de pésimo gusto. Podría pasar por invención de un espíritu jocoso. Por desgracia, terrible desgracia, no lo es: el sitio donde el joven de 34 años llamado Alexander Otero, se encuentra en estas fotos es nada más y nada menos que el terreno que el Órgano Popular de la Vivienda en Granma le otorgó para construir su domicilio. Observémosle con detenimiento. Vale la pena analizar esta imagen deprimente y cruel.
Se trata del pater familias cuya acción desesperada -plantando una covacha de lástima en medio de la ciudad de Bayamo, para llamar la atención sobre su caso-, fue motivo noticioso en este mismo blog, en la entrada anterior. Prometí dar continuidad a la noticia; algunos lectores así lo solicitaron –según la usanza del periodismo serio, y de receptores exigentes-. Esta es esa necesaria continuación.
(Área exacta que deberá ocupar su casa)
“Al día siguiente de que yo pernoctara en aquella choza improvisada junto con mi esposa y mi niño, los directivos del Gobierno y de la Vivienda fueron a verme, con un papel firmado y acuñado. Me daban una autorización para construir en el terreno que se me había asignado, con la condición de que desbaratara enseguida aquella casucha que, decían, creaba un caos político entre la población”.
Para un hombre que llevaba 11 años a la espera de un simple rectángulo, un fragmento de suelo para erigir su pobre vivienda, semejante proposición era la luz al final del túnel.
“Primero sacaron a mi esposa y al niño, los llevaron para la casa del padre de ella, dijeron que momentáneamente, y a mí me citaron para en la tarde entregarme oficialmente el área donde yo podría levantarme una casa para mí y para mi familia”.
Cuando, en horas de la tarde, una funcionaria cumpliendo órdenes lo condujo hasta las extremas afueras de la ciudad, en una zona semi despoblada a campo abierto, y le indicó que “ese era el lugar que se le había asignado”, Alexander Otero creyó, efectivamente, que se trataba de una broma macabra.
“Sentí una indignación que no te puedo describir – me dice con la voz reforzada por la ira-. Esto es humillante. Mira lo que me dan para construir una casa para mi hijo: un lugar donde no hay agua corriente, donde no hay electrificación. Mira lo que me dan para que me conforme y ya no pueda decir que no me permiten hacerme una casa en mi ciudad”.
(Al fondo del terreno, la vivienda de sus únicos vecinos: una mujer y tres niños)
Sin embargo, el tácito ensañamiento contra el humilde inconforme pudo llegar a más. Aunque no lo parezca: sí pueden hacer más.
“El mismo viernes por la tarde, estando yo aquí en el terreno, mirando el atropello que cometían conmigo y pensando qué diablos iba a hacer con esto, vino una patrulla de policía y me llevó preso sin explicación ninguna”.
Lo escucho y creo que puedo confirmar su versión: ese mismo viernes yo había pactado con él un segundo encuentro para ver con mis ojos –y el lente de mi cámara- el sitio que nuestros funcionarios habrían reservado para él. Lo esperé largamente en mi casa, y jamás apareció.
“Me encarcelaron por setenta y dos horas. Como hasta ese término es legal tenerte detenido, me pusieron tras las rejas y diez minutos antes de cumplirse los tres días exactos me sacaron y me impusieron una multa de treinta pesos por desorden público. Así consideraron mi acción de levantar las vigas en aquel otro lugar, y pasar la noche allí junto con mi familia”.
Alexander y yo conversamos de pie, entre la maleza, a las tres de la tarde. A nuestro alrededor, solo murmullos de hierba, de caballos distantes, de soledad. La única casa de todo aquel paraje, a escasos metros del sitio donde este joven deberá erigir la suya, me enseña lo que será también su hogar: una denuncia como un templo contra el paraíso socialista que desde que tengo uso de razón me dicen que es mi país. Pienso en el frío, en los insectos, pienso en su bebé, y siento una vergüenza inconfesable por la casa que –con sacrificios ingentes- mis padres lograron construir para mí treinta años atrás.
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