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La cuestión del embrión entre derecho y moral

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La cuestión del embrión entre derecho y moral Empty La cuestión del embrión entre derecho y moral

Mensaje por Tetro Vie Sep 30, 2011 11:50 pm

La cuestión del embrión entre derecho y moral

1. ¿SEPARACIÓN O CONFUSIÓN ENTRE DERECHO Y MORAL?
[size=9]Lo primero que hay que aclarar al tratar de la “cuestión embrión” es el estatuto metateórico de nuestro propio tratamiento: si hablamos de la “cuestión embrión” como de una cuestión moral o si lo hacemos, en cambio, como de una cuestión jurídica. Obviamente, esta cuestión —como las demás conexas del aborto, la fecundación asistida y la experimentación con embriones— es al mismo tiempo una cuestión moral, es decir, de filosofía moral, y una cuestión jurídica, o sea, de filosofía del derecho. Guarda relación con el problema filosófico-moral de si la tutela del embrión es moralmente obligada, así como con el, filosófico-jurídico, de si aquélla, admitiendo que lo sea en el plano moral, es también debida —en qué condiciones y en qué forma y medida— en el plano jurídico. Pero es asimismo evidente que ambas cuestiones son diversas. Por lo demás, es la relación entre las dos cuestiones, y, por consiguiente, las relaciones entre las soluciones propuestas en sede de filosofía moral y de filosofía del derecho, lo que suscita en el debate público las primeras divisiones. De forma esquemática señalaré dos posiciones que reflejan una antigua, secular división entre dos meta-éticas o filosofías morales contrapuestas.
La primera posición es la de la confusión, o sea, de la recíproca implicación entre cuestiones jurídicas y correspondientes cuestiones morales; dicho en pocas palabras, entre derecho y moral. La (presunta) inmoralidad del aborto o de otras prácticas lesivas para el embrión, según este punto de vista, no es sólo el presupuesto necesario, sino también la razón suficiente de su prohibición y punición. Es la posición expresada de manera emblemática por la religión católica: si un comportamiento es inmoral debe ser también prohibido por el brazo secular del derecho; si es un pecado debe ser también tratado como delito. Por tanto, si la supresión de un embrión, como consecuencia de intervenciones abortivas o de experimentaciones médicas, es (considerada) inmoral, entonces debe ser configurada además como un ilícito por parte del derecho.
La segunda posición es la opuesta de la separación entre cuestiones jurídicas y cuestiones morales, es decir, entre derecho y moral. En ella, la reprobación moral de un determinado comportamiento, como por ejemplo la destrucción de un embrión, no es por sí sola una razón suficiente para justificar la prohibición jurídica. Se trata, como es sabido, de la tesis ilustrada sostenida por Hobbes, Locke y después por todo el pensamiento laico y liberal, de Bentham y Beccaria a Mill, hasta Bobbio y Hart. Sobre esta tesis de la recíproca autonomía se basan tanto el derecho como la ética moderna: de un lado la secularización del derecho y del estado, del otro el fundamento de la ética laica sobre la autonomía de la conciencia antes que sobre la heteronomía del derecho. Según esta tesis, el derecho no es —no debe ser, pues no lo consiente la razón jurídica ni lo permite la razón moral— un instrumento de reforzamiento de la moral. Su fin no es ofrecer un brazo armado a la moral, o mejor, debido a las diversas concepciones morales presentes en la sociedad, a una determinada moral. Tiene el cometido, diverso y más limitado, de asegurar la paz y la convivencia civil, impidiendo o reduciendo los daños que las personas puedan ocasionarse unas a otras: ne cives ad arma veniant. Según una imagen sugerida por Hobbes, derecho y moral pueden representarse como dos círculos que tienen el mismo centro pero diversa circunferencia, más amplia el de la moral, más restringida la del derecho. Si es verdad que todos los delitos pueden ser considerados pecados, no lo es lo contrario.
Esta segunda posición, la de la separación axiológica entre derecho y moral, puede identificarse con un postulado del liberalismo. Según ella, el derecho y el estado no encarnan valores morales ni tienen el cometido de afirmar, sostener o reforzar la (o una determinada) moral o cultura, sino sólo el de tutelar a los ciudadanos. Por eso, el estado no debe inmiscuirse en la vida moral de las personas, defendiendo o prohibiendo estilos morales de vida, creencias ideológicas o religiosas, opciones o actitudes culturales. Su único deber es garantizar la igualdad, la seguridad y los mínimos vitales. Y puede hacerlo mediante la estipulación y la garantía de los derechos fundamentales de todos en el pacto constitucional; a comenzar por los derechos de libertad, que equivalen a otros tantos derechos a la propia identidad cultural cualquiera que sea, homogénea o diferente, mayoritaria o minoritaria e incluso liberal o antiliberal.
El primer corolario de la separación entre derecho y moral es, por ello, el pluralismo moral que hemos de admitir y tolerar en la sociedad. Todos estamos y debemos estar sujetos al mismo derecho, es una condición de igualdad y antes aún de la certeza y del mismo papel normativo del derecho. En cambio, no todos tenemos —y tanto menos debemos tener, en una sociedad liberal— las mismas opiniones, creencias o valores morales. En esta asimetría se funda la laicidad del estado y del derecho moderno, que no puede privilegiar a ninguna de las diversas concepciones morales que conviven en una sociedad, hasta el punto de prohibir un determinado comportamiento como delito sólo porque, algunos o aunque sea la mayoría, lo consideren pecado, y no, únicamente, porque sea dañoso para terceros.
De aquí se sigue, como segundo corolario de la separación, el principio utilitarista de lesividad como criterio de justificación de lo que es punible. Sólo las conductas que ocasionan daños a terceros pueden ser prohibidas por el derecho, en razón del papel que le corresponde, que es garantizar la convivencia de la libertad de cada uno con las de los demás, según la máxima kantiana . No se debe a la casualidad que este nexo fuera establecido por el artículo 4 de la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789: “La libertad consiste en poder hacer todo lo que no dañe a los demás. Así, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene más límites que los que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos. Estos límites sólo pueden ser determinados por la ley”.
2. LA CUESTION MORAL. EL SIGNIFICADO DE ‘PERSONA’ Y EL PAPEL PREFORMATIVO DE LA AUTODETERMINACION DE LA MATERNIDAD
A partir del principio de lesividad como único criterio de justificación de la limitación de la libertad por parte del derecho en un ordenamiento liberal, afrontaremos ahora la cuestión de la tutela del embrión, o bien, a la inversa, la de su libre disponibilidad. Si acogemos la tesis de la separación, los problemas son dos: el del juicio moral sobre las posibles manipulaciones del embrión —el aborto, la fecundación asistida, la utilización o la clonación de embriones con fines terapéuticos— y el de la justificación moral y política de su prohibición jurídica, cualquiera que sea el juicio moral sobre ellos.
En los planos meta-jurídico y meta-moral, ambas cuestiones suelen identificarse con la de la naturaleza del embrión: si éste es o no una persona, como entiende la Iglesia católica (recuérdese la instrucción de Ratzinger de 1987 ). En efecto, el principal argumento de las posiciones antiabortistas es que el aborto es un homicidio, al ser el feto una persona. Ahora bien, esta tesis, como también su negación es sólo en apariencia una aserción. Habitualmente tiene apoyo en la observación, cada vez más precisa y documentada de la vitalidad del embrión como forma de vida inicial de la persona. Pero la tesis de la vitalidad del embrión, empíricamente verdadera, no equivale ni permite deducir la de que el embrión es una persona. Podemos saber (y ya lo sabemos) exactamente todo sobre las características empíricas del embrión en las diversas fases de la gestación. Pero esto no impide que, por ejemplo, deducir la prohibición del aborto de la tesis de que la vida precede al nacimiento sea un non sequitur, es decir, una implicación indebida en cuanto viciada de la falacia naturalista. En efecto, una deducción similar supone, subrepticiamente, la tesis moral de la calidad de “persona” del feto: que no es una aserción, sino una prescripción; no un juicio de hecho sino un juicio de valor, como tal ni verdadero ni falso sino confiado a la valoración moral y a la libertad de conciencia de cada uno.
Insisto en este punto porque tiene que ver con el estatuto meta-ético de toda la cuestión, y, por consiguiente, es decisivo para los fines de nuestra discusión . Las tesis que afirman y las que niegan que el embrión es una persona no son ni verdaderas ni falsas. El hecho de que la vida comience antes del nacimiento, aun siendo indudablemente cierto, no es un argumento suficiente para establecer que el embrión, y ni siquiera el feto, son personas, al ser “persona” un término del lenguaje moral y la calificación de algo como “persona” un juicio moral que, por la ley de Hume, no puede ser deducido de un juicio de hecho.
Pero, entonces, siempre que se comparta el principio laico y liberal de la separación entre derecho y moral, la cuestión de si el feto (como el embrión) es o no persona no es una cuestión científica o de hecho, al ser indecidible en el plano empírico; sino una cuestión moral que admite soluciones diversas y opinables, y no puede ser resuelta por el derecho privilegiando una determinada tesis moral, la que considera al feto una persona, imponiéndola a todos y por tanto obligando también a las mujeres que no la compartan a sufrir sus dramáticas consecuencias. Lo que el derecho puede hacer —y que la ley italiana ha hecho en relación con el aborto— es sólo establecer una convención que, respetando el pluralismo moral y por tanto la posibilidad de que cada uno pueda realizar sus propias opciones morales, defina los presupuestos en presencia de los cuales la cuestión deja de ser solamente moral.

La convención estipulada por la ley 194/1978, de 22 de mayo, es que solamente en el término de tres meses, salvo casos excepcionales, está permitida la interrupción voluntaria del embarazo. Pero, téngase en cuenta, no porque tres meses signifiquen algo en el plano biológico, sino sólo porque es el tiempo necesario y suficiente para que la mujer pueda tomar una decisión: para permitir la libertad de conciencia, es decir, la autodeterminación moral de la mujer y, al mismo tiempo, su dignidad de persona.
Pues bien, a mi juicio, es precisamente el principio convencional y utilitarista de la separación entre derecho y moral el que nos brinda la clave para la solución del problema. Para quien comparta tal principio, sólo hay una convención que haga compatible la tutela del feto y, en general, del embrión en cuanto persona potencial, y la tutela de la mujer que, precisamente porque es persona, conforme a la segunda máxima de la moral kantiana , no puede ser tratada como un medio para fines ajenos. Es la convención según la cual el embrión es merecedor de tutela si y sólo si es pensado y querido por la madre como persona. El fundamento moral de la tesis metajurídica y metamoral de la no punibilidad del aborto después de un cierto período de tiempo de concepción, o bien de la licitud de una utilización para fines terapéuticos de las células de los embriones, no consiste, ciertamente, en la idea de que el embrión no sea una potencialidad de persona sino una simple cosa (una portio mulieris vel viscerum, como decían los romanos). Se cifra, según creo, en la tesis moral de que la decisión sobre la naturaleza de “persona” del embrión debe ser confiada a la autonomía moral de la mujer, en virtud de la naturaleza moral y no simplemente biológica de las condiciones merced a las cuales aquél es “persona”.
Puede resultar más claro el alcance de esta tesis invirtiendo la relación entre naturaleza del embrión y autodeterminación de la mujer en el tema de la maternidad. ¿Qué significa confiar a la libertad de conciencia de la mujer la decisión moral de que el feto que lleva en su seno es una “persona”, o sea, hacer depender de tal decisión la calidad de persona del nasciturus? Significa aceptar la tesis moral de que “persona”, y como tal merecedor de tutela, es el ser nacido o en todo caso destinado por la madre a nacer. Y esto vale para el aborto tanto como para cualquier otra práctica lesiva para el embrión. Todos nos oponemos con firmeza a cualquier acto que pueda dañar al nasciturus, al que consideramos “inviolable” en cuanto pensado y querido como futura persona. Mientras que no todos consideran lesivo lo que no hace nacer a la persona, ni, por tanto, inviolable lo que es simplemente un embrión no destinado a nacer como persona.
Por lo demás, cualquier mujer, y cualquiera que haya hablado con una mujer de la experiencia de la gestación saben que una mujer siente dentro de sí no una simple vida sino un hijo, en el momento mismo en que la piensa y la quiere como un hijo, es decir, como una persona. Pero creo que esto sugiere otra tesis moral importante que, como más adelante se verá, puede servir en general para resolver la añeja cuestión jurídica no tanto de la personalidad como de la tutela jurídica del embrión, la tesis de que la procreación, como la persona, no es sólo un hecho biológico sino también un acto moral de voluntad. Es precisamente este acto de voluntad, en virtud del cual la madre (acaso sólo por ser católica) piensa en el feto como persona, el que según esta tesis le confiere el valor de persona, el que crea a la persona. Podemos perfectamente anticipar el “nacimiento” de la persona a un momento anterior al parto, pero a condición de que sea claro que esto, según la concepción moral que aquí se sostiene, está en todo caso ligado al acto por el que la mujer se piensa y se quiere como “madre” y piensa y quiere al hijo como “nacido”. Según este punto de vista moral, la procreación es realmente un acto creativo, como el fiat lux, fruto no sólo de un proceso biológico sino de un acto de conciencia y de voluntad. Con el la madre da no sólo cuerpo, sino también forma de persona al nasciturus, pensándolo como hijo. Dicho de otra forma, si es verdad que para nacer el embrión tiene necesidad de la (decisión de la) madre, entonces tal decisión cambia su naturaleza haciendo de él una (futura) persona. En suma, su calidad de “persona” resulta decidida por la madre, es decir, por el sujeto que está en condiciones de hacerlo nacer como tal.

Naturalmente no todos comparten esta concepción moral de la persona y de la maternidad. Tal concepción no es más “verdadera” (sino a mi juicio sólo más razonable) que la que ve en el embrión una persona independientemente de la voluntad de la madre de traerlo al mundo. No es más verdadera ni tampoco más falsa. Sin embargo, las dos concepciones son incompatibles. En efecto, en el terreno moral no existe posibilidad de acuerdo ni de compromiso, sino sólo de tolerancia recíproca. Y en este caso la tolerancia consiste en reconocer a ambas concepciones el carácter de legítimas posiciones morales, ninguna de las cuales es descalificable como “inmoral” sólo porque no se la comparta. Pero esto equivale a no blandir contra ninguna de ellas el código penal, como querrían, por ejemplo, los partidarios de la punición del aborto, pretendiendo imponer a todos su moral.
Entro así en la cuestión de la admisibilidad no ya de las prácticas lesivas del embrión, sino de su prohibición jurídica: si está justificado, cualesquiera que fuesen nuestras tesis morales sobre la naturaleza del embrión, la intervención del derecho contra sus posibles manipulaciones. A tal fin, distinguiré y analizaré tres cuestiones distintas en las que puede ser articulado este problema. Ante todo el aborto, después las técnicas de reproducción asistida, y, en fin, las manipulaciones genéticas y los usos de embriones con fines terapéuticos. Y sostendré que al menos para las primeras dos la intervención del derecho no está moralmente justificada, cualesquiera que fueren nuestras concepciones morales acerca de la naturaleza del embrión, mientras que para la utilización terapéutica de embriones no lo está si se comparte una ética laica y liberal como la que aquí se ha ilustrado.
3. LAS CUESTIONES JURIDICAS:
A) EL PROBLEMA DEL ABORTO
Afrontaré primero la cuestión jurídica del aborto, que es también las más antigua y la más debatida. Si se acepta la concepción moral de la persona que acabo de exponer, evidentemente, el problema ni siquiera se plantea: “persona” es sólo el embrión destinado por la madre a nacer, y, por tanto, está excluida cualquier posibilidad de conflicto entre autodeterminación de la maternidad y tutela de la potencial persona representada por el embrión, al no existir ninguna persona, antes de aquel acto de autodeterminación.
Pero la cuestión jurídica de la admisibilidad del castigo del aborto es, como se ha dicho, una cuestión completamente diversa de la cuestión moral de la licitud del aborto mismo, por lo que no se encuentra prejuzgada en la idea de la inmoralidad del aborto. En efecto, asumamos, en contra de la tesis moral que se ha sostenido hasta aquí, el punto de vista de quien considera que el embrión o el feto son “personas” y que, por consiguiente, el aborto es siempre —objetiva e incondicionadamente— inmoral: no, pues, la violación de una determinada moral sino una violación de la moral tout court. A pesar de que esta tesis es compartida sobre todo por quienes sostienen además la tesis de la confusión axiológica entre derecho y moral, las dos tesis son independientes entre sí. Por ejemplo, un católico liberal, aun considerando inmoral el aborto, no podrá dejar de compartir el principio meta-ético y meta-jurídico de la separación entre derecho y moral en el sentido aquí ilustrado. En todo caso, este principio, que forma parte del constitucionalismo profundo de todo estado de derecho no confesional, tiene en la Constitución italiana un explícito anclaje constitucional. En efecto, ¿qué significan la separación entre Estado e Iglesia que sanciona el artículo 7,1 y el principio de que “todas las confesiones religiosas son igualmente libres ante la ley” establecido en el artículo 8, sino la renuncia del estado a hacerse portador de una determinada moral en perjuicio de otras y de interferir sobre la moral de los particulares?
Así, pues, la cuestión jurídica que hemos de resolver es si está justificado, sobre la base del principio de la separación entre derecho y moral, (no ya el aborto sino) la punición jurídica del aborto considerado inmoral. En otras palabras, si la inmoralidad del aborto, asumida como premisa, es un argumento moralmente suficiente para justificar, además de la decisión individual de no abortar, la previsión de una sanción penal para quien aborta. Es claro que para resolver racionalmente esta cuestión sobre la base del principio de la separación y de su corolario utilitarista, no podemos ignorar los efectos concretos de las leyes que castigan el aborto y tampoco dejar de responder, con carácter previo, a otra pregunta: ¿la penalización de los abortos, considerados inmorales, más allá de los enormes sufrimientos que ocasiona a millones de mujeres, sirve de manera efectiva para evitarlos? Pues bien, la respuesta a esta pregunta que sugiere, por ejemplo, la experiencia de más de veinte años de vigencia de la ley 194 es con seguridad negativa: no sólo la prohibición del aborto que contenía el código Rocco no tuvo el efecto de prevenir los abortos, sino que, por el contrario, éstos han disminuido enormemente, casi en la mitad, después de la supresión de aquélla. Se puede discutir si entre la legalización de los abortos y su disminución existe una relación de causa a efecto, ligada quizá a su desdramatización, al consiguiente crecimiento de conciencia y responsabilidad y por ello a la mayor libertad de disponer del propio cuerpo y de decidir sobre la procreación, conquistada por las mujeres. Pero, a partir de la experiencia adquirida, es indiscutible que la penalización del aborto ya no puede ser racionalmente invocada ni siquiera para defender la vida de los fetos. Pues la misma no equivale, por efecto de magia, a la prevención de los abortos, es decir, a la tutela de los embriones, sino al aborto ilegal y masivamente clandestino, o sea, a su supresión en proporciones mayores y por tanto no inferiores a la que proviene del aborto legalizado, con el plus que supone el coste de sufrimientos y lesiones graves para la salud y para la dignidad de las mujeres, obligadas a elegir entre aborto clandestino y maternidad bajo coacción.
Esta posición tiene un nombre específico en la metaética, es el de “fanatismo”. El fanatismo, sostiene Richard Hare, es la actitud de quien persigue la afirmación de los propios principios morales dejando que éstos prevalezcan sobre los intereses reales de las personas de carne y hueso y permaneciendo indiferente frente a los enormes daños que su actuación ocasiona a millones de seres humanos ; en nuestro caso, la actitud de quien impone y antepone el principio moral de la defensa de la vida a los efectos desastrosos para la vida de las personas que provoca la imposición jurídica del principio. En efecto, al margen de lo que se piense sobre la naturaleza del feto, excluido que la “defensa de la vida” pueda configurarse como un fin concretamente alcanzable y por ello justificador de la punición del aborto, el único fin perseguido por los fautores de una legislación penal antiabortista —y, por lo demás, como ellos mismos declaran abiertamente — es la consagración jurídica del principio moral de que el feto es una persona y que su supresión es un ilícito moral. Lo que equivale, precisamente, a la confusión entre derecho y moral, es decir, a la pretensión de que un hecho sea castigado sólo porque es considerado inmoral, y con ello a la utilización del derecho penal como instrumento de declamación de la moral, incluso al precio de su total inefectividad y inútiles sufrimientos para las mujeres.
La pretensión de penalizar el aborto o, en todo caso, como muchos querrían desde hace años en Italia, de dar un paso atrás con respecto a su legalización, contrasta, pues, con los fundamentos mismos del derecho penal moderno. La cultura jurídica moderna fundada en la libertad individual, así como la moral laica fundada en la autonomía de la conciencia, nacen ambas, repito, de su recíproca autonomización: no basta que un hecho sea considerado inmoral para que esté justificado su castigo; así como no basta que esté jurídicamente permitido o castigado para que sea considerado moralmente lícito o ilícito. El derecho penal sólo se justifica por su capacidad de prevenir daños a las personas sin ocasionar efectos aún más dañosos de los que sea capaz de impedir. Y degenera en despotismo siempre que se arroga funciones pedagógicas como instrumento de simple estigmatización moral.
Pero, con independencia de nuestra valoración moral del aborto e incluso de la inefectividad de su prohibición, tal pretensión es insostenible, por otro y todavía más importante orden de razones. Si es cuando menos opinable, en el plano moral, que el feto sea una persona y como tal merecedor de tutela, son en cambio ciertos y terribles los costes que la prohibición del aborto y una maternidad impuesta comportan en perjuicio de la mujer, en contraste con principios básicos de nuestra Constitución. Ante todo, no se puede olvidar que fue, precisamente, una sentencia de la Corte Constitucional italiana (la nº 27/1975, de 18 de febrero) la que abrió el camino a la ley 194/1978 al afirmar que el derecho de la mujer a la salud, aunque sea sólo la psíquica, prevalece sobre el valor de la vida del feto. Pero sobre todo la penalización del aborto contradice los principios fundamentales de la libertad personal, sancionado en el artículo 13, y de la dignidad de la persona y la igualdad, sancionados en el artículo 3 de la Constitución.
A este respecto hay un equívoco que es preciso aclarar. En el debate público, el derecho de la mujer a decidir sobre su maternidad suele ser presentado como “derecho de aborto”, es decir, como una libertad positiva (o ‘libertad para’) que consiste, precisamente, en la libertad de abortar. Se olvida, en cambio, que el mismo es antes aún una libertad negativa (´libertad de´), es decir, el derecho de la mujer a no ser constreñida a convertirse en madre contra su voluntad; y que la prohibición penal de abortar no se limita a prohibir un hacer, sino que obliga además a una opción de vida que es la maternidad. En suma, lo que está en cuestión, antes que una facultas agendi, es una inmunidad, un habeas corpus, es decir, la “libertad personal” sancionada como “inviolable” por el artículo 13 de la Constitución italiana, que es una libertad frente a posibles “restricciones”, como son, precisamente, la constricción o la coerción jurídica a convertirse en madre.
Desde esta perspectiva, se hace manifiesto el carácter constitucionalmente anormal de cualquier norma penal sobre el aborto. Después de la abolición de las corvées y de las servidumbres personales, no está reconocida al derecho penal la posibilidad de imponer un hacer. El derecho penal puede únicamente imponer un no hacer, es decir, prohibir comportamientos, y no imponer conductas y, todavía menos, opciones de vida. Con la prohibición del aborto y con la consiguiente constricción penal a convertirse en madres se impone a las mujeres no tanto y no sólo el no abortar, cuanto una conmoción vital de incalculable alcance. No sólo la gestación y el parto, sino la renuncia a proyectos de vida diversos, la obligación de educar y mantener a un hijo, en una palabra, la constricción a una especie de servidumbre. Una maternidad no deseada puede destruir la vida de una persona: obligarla a dejar de estudiar o trabajar, enfrentarla a la propia familia, reducirla a la miseria o ponerla en situación de no ser capaz de proveer al mantenimiento de sí misma y de su propio hijo .
Pues bien, la punición del aborto es el único caso en que se penaliza la omisión no ya de un simple acto —como en el caso, por lo demás bastante aislado, de la “omisión de socorro”— sino de una opción de vida: la que consiste en no querer convertirse en madre. Esta circunstancia es generalmente ignorada. Habitualmente se olvida que, a diferencia de lo que sucede con las restantes prohibiciones penales, la prohibición del aborto equivale también a una obligación —la obligación de convertirse en madre, de llevar a término un embarazo, de parir, de educar a un hijo— en contraste con todos los principios liberales del derecho penal. No sólo. En contraste con el principio de igualdad, que quiere decir igual respeto y tutela de la identidad de cada uno, la penalización del aborto sustrae a la mujer la autonomía sobre su propio cuerpo, y con ella su misma identidad de persona, reduciéndola a cosa o instrumento de procreación sometida a fines que no son suyos.
¿Cómo no ver en todo esto una lesión de la libertad personal sancionada como “inviolable” por el artículo 13 de la Constitución italiana? La violación, repárese bien, no de un específico derecho de aborto, sino del derecho de la persona sobre sí misma, del que el aborto es sólo un reflejo. No de uno entre tantos derechos de la persona, sino del primero, fundamental derecho humano: el derecho sobre sí mismo, sobre la propia persona y sobre el propio futuro que tiene expresión en la clásica máxima de John Stuart Mill: “Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano” .
No se trata solamente del primero y más importante de los derechos fundamentales. Es también el primero, fundamental principio de la ética laica contemporánea: el ya recordado conforme al cual ninguna persona puede ser tratada como una cosa, de manera que cualquier decisión heterónoma, justificada por intereses extraños a los de la mujer, equivale a una lesión del imperativo kantiano según el que ninguna persona puede ser tratada como medio —aunque sea de procreación— para fines que no son suyos, sino sólo como fin en sí misma. Es por lo que hablamos de “autodeterminación de la mujer” en el tema de la maternidad. Es por lo que la decisión de la maternidad refleja un derecho fundamental exclusivamente propio de las mujeres, porque al menos en este aspecto la diferencia sexual justifica un derecho desigual. En efecto, el derecho a la maternidad voluntaria como autodeterminación de la mujer sobre el propio cuerpo le pertenece de manera exclusiva, precisamente, porque en materia de gestación los hombres no son iguales a las mujeres, y es sólo desvalorizando a las mujeres como personas y reduciéndolas a instrumentos de procreación como se ha podido limitar su soberanía sobre el propio cuerpo sometiéndola a control penal. Así, pues, no puede configurarse un “derecho a la paternidad voluntaria” análogo y simétrico al “derecho a la maternidad voluntaria”, porque gestación y parto tienen que ver solamente con el cuerpo de las mujeres, y no con el de los hombres. Si la decisión de traer o no traer al mundo a través de un cuerpo femenino estuviese subordinada sólo al acuerdo con el potencial padre, la decisión de éste recaería sobre el cuerpo de otra persona, y, de este modo, equivaldría al ejercicio de un poder del hombre sobre la mujer que violaría tanto la libertad personal de las mujeres como el igual valor de las personas.
4. EL PROBLEMA DE LA PROCREACIÓN ASISTIDA
El segundo tipo de intervenciones y manipulaciones de los embriones, al que me referido antes, plantea problemas morales y jurídicos totalmente diversos. Son los que se expresan en las técnicas de procreación asistida y los que consisten en su utilización con fines experimentales o terapéuticos. Evidentemente, en ambos casos el presupuesto viene dado por la posibilidad de conservar los embriones fuera del útero de la mujer, generada por las nuevas tecnologías.

Es obvio que se trata de dos casos muy diversos. En la fecundación artificial creo que ni siquiera se plantea una cuestión de “tutela del embrión”. Aquí se da una situación opuesta a la del aborto, ya que se trata de hacer nacer a los embriones. El peligro de que en la fecundación artificial algunos de éstos puedan resultar destruidos no es, por otra parte, mayor, sino menor del que se da en la procreación natural, en la que son mucho más numerosos los embriones que no anidan y por ello resultan destruidos . Y, en efecto, las objeciones morales contra tales técnicas, también preferentemente de parte católica, son en realidad de tipo bien distinto. Hay un rechazo absoluto, ligado al carácter “artificial” de estas prácticas y a una suerte de consagración moral de todo y sólo lo que es “natural” . Y existen objeciones más específicas, ligadas por ejemplo al recurso a esas técnicas fuera de casos de esterilidad o de riesgo de malformaciones en la fecundación natural, o bien al carácter “heterólogo” y no “homólogo” de la fecundación artificial (sean o no ambos gametos de la pareja de cónyuges).
No me voy a detener en detalle en el análisis metaético de estos argumentos . El recurso a la “naturaleza” como “norma moral” —ya sea incondicionado o bien derogable sólo en presencia de razones terapéuticas, como la esterilidad o el riesgo de malformaciones en caso de procreación natural— carece totalmente de sentido. Como escribió John Stuart Mill, toda acción humana, comenzando por las curas médicas, modifica la naturaleza . En materia de procreación, pues, se separan de la naturaleza todas las formas de procreación o no procreación responsable, a tenor, por ejemplo, de la capacidad para sostener a los hijos e incluida la misma decisión de no procrear por razones religiosas como el voto de castidad. En cuanto al rechazo de la fecundación heteróloga, supone la asociación de un valor moral sólo a la pareja conyugal. Añadiré que la estigmatización moral de tales prácticas procreativas se resuelve en una forma de disminución de la dignidad de las ya innumerables personas que acceden a la vida a través de ese medio.
En cualquier caso, todos estos argumentos son irrelevantes para el derecho. Al igual que la cuestión, bastante más seria, de la atribución o no al embrión de la calidad de “persona”, se trata de argumentos morales del todo opinables, ninguno de los cuales, si se acepta la separación de derecho y moral y que el derecho no tiene otra finalidad que la de tutelar a las personas, puede ser impuesto a todos hasta justificar intervenciones jurídicas restrictivas de la autonomía individual. Pero, sobre todo, a diferencia de la cuestión de la personalidad del embrión, ninguno de estos argumentos tiene nada que ver con el tema de la tutela del embrión.
Esa particular forma de procreación asistida que es la maternidad subrogada, en virtud de la cual la gestación de un niño se lleva adelante por una mujer diversa de aquélla a la que pertenece el óvulo fecundado, en virtud de un acuerdo previamente adoptado, plantea problemas tanto morales como jurídicos. A mi juicio, el principio moral según el cual ninguna persona puede ser usada como instrumento para fines ajenos y, por otro lado, el principio jurídico que veta la disposición y comercialización del propio cuerpo impiden, con objeto de tutelar la dignidad de la mujer que soporta el peso de la gestación, aplicar a un acuerdo de esa clase la lógica del contrato; no sólo bajo la forma de pago del llamado “útero de alquiler”, sino también tratándose de implicaciones como, por ejemplo, las que en ese caso podrían producirse en materia de ejecución forzosa.
En efecto, los mismos principios que fundan la autodeterminación de la mujer sobre el propio cuerpo y, por consiguiente, el derecho a la maternidad voluntaria, imponen la exclusión, por nulidad del contrato, de cualquier obligación a cargo de la mujer que lleve adelante la gestación, y con ello la afirmación de su facultad de cambiar de idea y querer el hijo para ella, hasta el momento del parto. Así, una maternidad subrogada es sólo admisible bajo la forma de donación y dejando a salvo el derecho de la madre subrogante a desistir de ella hasta el momento del nacimiento; aunque, en todo caso, siga siendo problemática en el plano moral la exigencia, si no la aceptación, a otra persona de una prestación que implica un compromiso existencial como el de la gestación, y, en el plano jurídico, la naturaleza del acuerdo, que muy bien podría ocultar, en vez de una aceptación, un inadmisible contrato de obra.
5. EL PROBLEMA DE LA EXPERIMENTACIÓN CON EMBRIONES
La posibilidad de la experimentación y manipulación genética de los embriones, plantea una clase distinta de problemas, también abiertos por las nuevas tecnologías . No se trata de un problema, sino de una pluralidad de problemas, tantos cuantas son las diversas y heterogéneas conductas relevantes: desde los simples diagnósticos prenatales a las intervenciones terapéuticas o eugenésicas sobre el embarazo, desde el uso de tejidos embrionales ya disponibles con fines terapéuticos, hasta la clonación de embriones y otros tipos de manipulación genética.
El problema es relativamente simple cuando se trate de intervenciones terapéuticas o eugenésicas sobre el embrión, ya sea concebido como persona en cuanto tal o, por el contrario, según la ética laica aquí defendida, en cuanto y sólo en cuanto destinado por la madre a nacer. En estos casos se ha de hablar, sin duda, si no de un derecho del embrión, sí de una legítima tutela de su identidad e integridad genética que excluya jurídicamente intervenciones lesivas o arbitrarias; en particular, que impida la clonación de seres humanos, y más aún la creación de seres humanos con caractéres instrumentales para fines ajenos. Pero aquí se abre, en vez de cerrarse, el problema. ¿Qué intervenciones son lesivas o arbitrarias y cuáles terapéuticas? ¿Y quién está legitimado para acordarlas? ¿Nos opondremos moralmente a intervenciones, obviamente solicitadas por los padres, sobre defectos genéticos, para excluir determinadas taras, malformaciones o enfermedades? Evidentemente no, dado que es claro que no nos opondríamos a las mismas intervenciones, igualmente requeridas por los padres, sobre un neonato o sobre un niño todavía incapaz de entender y querer. Entonces, el problema es de límites entre intervenciones lesivas o arbitrarias e intervenciones terapéuticas. ¿Cuándo una intervención es lesiva, arbitraria o fútil, y por ello injustificada y cuándo es terapéutica? La respuesta es fácil en abstracto: sería de esta última clase cuando se produzca en el interés exclusivo de la futura persona, de acuerdo con la ya recordada máxima kantiana según la cual ninguna persona puede ser tratada como cosa, es decir, como medio para fines ajenos. Pero no es tan fácil en concreto.
En particular, hay problemas y dilemas gravísimos generados por las biotecnologías que podrían aplicar al género humano mutaciones genéticas del tipo de las experimentadas sobre vegetales y animales, con la producción de seres vivos transgénicos y con su clonación. Ciertamente, como se ha hecho notar, aunque de otras formas, la humanidad siempre se ha recreado a sí misma, a través de la higiene y la medicina ; e incluso la clonación nunca producirá seres humanos idénticos, más allá de lo que lo sean dos gemelos monocigóticos, aunque sólo fuera por el papel decisivo que el ambiente y la cultura juegan en su formación . Y, sin embargo, frente a los escenarios monstruosos abiertos por estas perspectivas —el escenario de Frankestein— son esenciales los límites impuestos por el derecho, para tutela de la dignidad de la persona humana y del principio de igualdad. Es por lo que el Parlamento Europeo ha estigmatizado estas experimentaciones con un dictamen del 13 de marzo de 1997; y la Carta Europea de Derechos Fundamentales, aprobada en Niza el 7 de diciembre de 2000, ha establecido, en su artículo 3. d), “la prohibición de la clonación reproductiva de los seres humanos”. Pero hay que subrayar que aquí no está en cuestión la tutela del embrión, sino la de las (futuras) personas humanas, así como la de la propia especie humana y de las generaciones futuras, frente a las manipulaciones de su identidad y herencia genética para fines ajenos.
Son del todo diversas las cuestiones planteadas por la posibilidad de utilización y acaso de clonación de los embriones con fines terapéuticos. A diferencia de los otros problemas hasta aquí examinados, incluso el del aborto, en los que la separación entre derecho y moral y el principio de lesividad, si son aceptados, son suficientes para sugerir, también a los que consideren que el embrión es una “persona”, una solución racional fundada en el respeto de la autonomía individual y, por consiguiente, en la renuncia a la prohibición jurídica, estos problemas suscitan, en cambio, dilemas abiertos a soluciones más problemáticas. En efecto, salvo el supuesto de la utilización de embriones destinados a ser destruidos por no haber sido empleados con fines de procreación, en estos casos, si bien sólo para aquéllos que consideran que se trata de “personas”, no se puede decir que no existe un problema de tutela jurídica del embrión.
No obstante, los principios metamorales antes ilustrados, también prestan aquí apoyo a una moral laica fundada en la autonomía de la conciencia. Ante todo, el carácter moral, ni verdadero ni falso, tanto de las tesis que afirman como de las que niegan la calidad de ‘persona’ del embrión. En segundo lugar, el principio laico y liberal de la separación de derecho y moral, siempre a salvo de la relevancia moral de cualquier intervención sobre el embrión que pueda influir en la identidad de una futura persona, la opinión moral, aunque fuera mayoritaria, sobre su intrínseca y originaria calidad de persona no basta para justificar por sí sola una protección jurídica incondicionada. En tercer lugar, el fin de la tutela de las personas, presentes o futuras, que sólo justifica la intervención del derecho.
De la suma de estos principios puede extraerse —si bien sólo para quienes comparten una perspectiva laica y liberal— un criterio de valoración metaética y metajurídica, relativamente preciso sobre la admisibilidad de la intervención del derecho para la tutela del embrión. No se justifica una tutela jurídica del embrión en cuanto tal, sino sólo, como se ha dicho, una tutela del embrión destinado a nacer, es decir, destinado a convertirse en persona y, por ello, consistente, en concreto y no en abstracto, en una potencialidad de persona, es decir, en una persona futura. Aquí cobra relevancia el concurso —del que he hablado en el apartado 2— del acto moral de voluntad de la madre, de acuerdo o no con el del padre, en la procreación responsable, por así decirlo, no sólo del cuerpo sino también de la persona que está al fondo: su carácter creativo, performativo o constitutivo de la personalidad misma. Quiero decir que tan injustificada resulta la tutela como persona de una entidad que por sí misma no es ni será una persona, al no estar por sí sola en condiciones de nacer, como justificada la tutela de la misma entidad, cuando esté destinada, por voluntad de quien decide traerla al mundo, a convertirse en persona. Hasta el punto de que no por casualidad el artículo 18 de la ley 194 castiga severamente el aborto sin el consentimiento de la mujer que es, éste sí, un delito, no sólo contra la mujer sino también contra la persona potencial del nasciturus.
Si aceptamos este criterio y esta perspectiva, no podremos hablar de un derecho del embrión a nacer o de una ontológica intangibilidad del mismo. Al contrario, podremos admitir también su utilización para fines terapéuticos y hasta la creación de embriones para los mismos fines o también para fines de experimentación. Aunque es cierto que el problema —sólo el problema ético, al menos desde una perspectiva liberal— planteado por la posibilidad de utilización o de la creación de embriones con fines terapéuticos guarda relación con la posible explotación de las mujeres en cuanto productoras de ovocitos. A causa del coste de estas terapias, podría darse una discriminación entre personas y países ricos que pueden permitírselo y personas y países que no sólo no pueden permitírselo sino que acabarían por ser los principales proveedores de ovocitos. Y ciertamente no será fácil, por más que se quiera, elaborar técnicas adecuadas de garantía contra semejantes formas de explotación y de discriminación.
6. EL PAPEL DEL DERECHO EN LAS CUESTIONES BIOETICAS. LEY Y JUICIO
Volvamos, pues, a los interrogantes formulados al comienzo. La reflexión metaética, ahora se puede decir, está en condiciones de proporcionar criterios racionales para hacer frente tanto a los problemas morales y jurídicos generados por las biotecnologías, como al problema metajurídico del papel que está justificado asignar al derecho en su solución. Los dilemas no sólo morales, sino también jurídicos del primer tipo están con seguridad destinados a aumentar con los progresos científicos y tecnológicos. La pregunta a la que hay que responder es si —partiendo de la aceptación de los principios de la separación de derecho y moral y del utilitarismo jurídico, ilustrados al principio— está igualmente justificado que crezca, y en qué formas, el papel del derecho.
Ante todo, hemos de ser conscientes de los límites que, en todo caso, tiene el derecho en materias tan delicadas. Un primer límite es el de su tendencial inefectividad. La experiencia del aborto debería servir de enseñanza. Cualesquiera que sean nuestras opiniones filosófico-jurídicas y filosófico-morales, en materias como éstas el derecho, sobre todo el penal, está destinado a ser ignorado y a producir simplemente la clandestinización de los fenómenos que quiere prohibir o frenar. El segundo límite es el del carácter general y abstracto de las normas jurídicas, bastante a menudo en contraste con la singularidad irrepetible de las situaciones más dramáticas y controvertidas. Existe, pues, el peligro de que la intervención del derecho bajo la forma de la regla abstracta, en la mayor parte de los casos, no sea capaz de hacerse cargo de la especificidad y complejidad de los dilemas apuntados, que requieren opciones no predeterminables, y que por ello se revele no pertinente o, lo que es peor, perjudicial.
De aquí la conveniencia de la máxima sobriedad en el recurso al derecho. Frente a leyes precipitadas, aptas más que para resolver los problemas para exorcizarlos y a menudo agravarlos con fáciles e inútiles prohibiciones, será obviamente preferible, en estas materias, un simple legislación de garantía, dirigida a asegurar la ausencia de discriminaciones, la dignidad y los derechos fundamentales de todas las personas implicadas, la transparencia y la competencia profesional en las aplicaciones tecnológicas. A la abstracción y rigidez de las prohibiciones legislativas, tanto más si son de carácter penal, será incluso preferible una ausencia de legislación, que confíe en cada caso la solución de los problemas a la autonomía y a la responsabilidad individual y, en caso de conflictos, a la intervención equitativa del juez.
Precisamente, los dilemas morales, cuando conciernen únicamente a los derechos de la persona que está llamada a resolverlos, deben ser dejados a su autodeterminación. Sólo cuando el dilema se configura como conflicto o, en todo caso, afecta a los derechos fundamentales de más personas, se justifica la intervención del derecho. El análisis filosófico puede revelar que algunos conflictos son en realidad aparentes. Es lo que he sostenido en las páginas precedentes, a propósito del pretendido conflicto entre la mujer y el embrión en caso de interrupción del embarazo, o entre la tutela del embrión no destinado a fines procreativos y la utilización de tejidos embrionales con fines terapéuticos. En efecto, la tesis ética que he defendido es que “persona” es sólo el embrión potencialmente tal, es decir así pensado y querido por la madre, y cuya gestación es por ello realmente un acto creativo de la persona. Pero en otros casos el conflicto es real. Piénsese en el posible conflicto entre madre subrogada y madre subrogante, que a mi juicio, como he dicho, debería resolverse a favor de esta última. Pero piénsese también en otros dilemas de tipo bioético, como la suspensión o no de la nutrición artificial de un individuo en estado vegetativo permanente, o la revelación o no de su estado a un familiar enfermo, cuando esta información no sea necesaria como presupuesto de alguna opción terapéutica.
En todos estos casos, máxime si se manifiesta un conflicto entre sujetos llamados a ejercer las opciones, la intervención del derecho es inevitable. Pero la misma será normalmente más apropiada si se da en forma de juicio que en la de la ley. En efecto, el carácter común a estas situaciones dilemáticas es la absoluta singularidad e irrepetibilidad del caso, no asimilable a otros. Así, mientras sería inoportuna la presencia de una regla general y abstracta, puede muy bien ser adecuada una decisión judicial, precedida obviamente de intentos de composición y de mediación del conflicto. Pero es también evidente que en tales materias esta misma opción a favor del juicio más que de la ley vale tendencialmente, y no puede hacerse con carácter general, sino sólo con referencia a las singulares, diversas cuestiones bioéticas.
http://www.gire.org.mx/contenido.php?informacion=175

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Mensaje por luik Sáb Oct 01, 2011 12:03 am

Fofo:

Lo malo de ti es que copias y pegas rollotes que nunca lees.

Deberías tener criterio propio.
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Mensaje por Tetro Sáb Oct 01, 2011 12:06 am

http://www.google.com/#pq=luigi+el+antiabortista&hl=es&cp=23&gs_id=1v&xhr=t&q=la+cuestion+del+embrion&pf=p&sclient=psy-ab&source=hp&pbx=1&oq=la+cuestion+del+embrion&aq=f&aqi=&aql=&gs_sm=&gs_upl=&bav=on.2,or.r_gc.r_pw.,cf.osb&fp=45852577938ac172&biw=1024&bih=571

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Mensaje por Tetro Sáb Oct 01, 2011 12:07 am

Son para que te instruyas

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Mensaje por Tetro Sáb Oct 01, 2011 12:08 am

Deberías tener criterio propio

Y quien te dijo que no tengo criterio propio?

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Mensaje por luik Sáb Oct 01, 2011 12:10 am

Tetro escribió:Son para que te instruyas

Si buscas "azebacac" en Google, te instruirás.
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Mensaje por Tetro Sáb Oct 01, 2011 12:10 am

Ya lo dijo la suprema corte de Estados Unidos, el embrión no es un ser humano

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Mensaje por Tetro Sáb Oct 01, 2011 12:12 am

Si buscas "azebacac" en Google, te instruirás.

"azescaca"?

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Mensaje por luik Sáb Oct 01, 2011 12:15 am

Tetro escribió:Deberías tener criterio propio

Y quien te dijo que no tengo criterio propio?


Si tuvieras criterio propio, irías comentando párrafo por párrafo de las pendejadas que pegas.

Por ejemplo, esto es una estupidez:


En
otras palabras, si la inmoralidad del aborto, asumida como premisa, es
un argumento moralmente suficiente para justificar, además de la
decisión individual de no abortar, la previsión de una sanción penal
para quien aborta. Es claro que para resolver racionalmente esta
cuestión sobre la base del principio de la separación y de su corolario
utilitarista, no podemos ignorar los efectos concretos de las leyes que
castigan el aborto y tampoco dejar de responder, con carácter previo, a
otra pregunta: ¿la penalización de los abortos, considerados inmorales,
más allá de los enormes sufrimientos que ocasiona a millones de mujeres,
sirve de manera efectiva para evitarlos? Pues bien, la respuesta a esta
pregunta que sugiere, por ejemplo, la experiencia de más de veinte años
de vigencia de la ley 194 es con seguridad negativa: no sólo la
prohibición del aborto que contenía el código Rocco no tuvo el efecto de
prevenir los abortos, sino que, por el contrario, éstos han disminuido
enormemente, casi en la mitad, después de la supresión de aquélla.

Pero tú no lees ni reflexionas. Eres una maquinita repetidora.

Por eso tuviste que abandonar México: porque tu cerebro no daba para mucho y era mejor limpiarles excusados a los gringos.



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Mensaje por Azali Sáb Oct 01, 2011 8:15 am

Por eso tuviste que abandonar México: porque tu cerebro no daba para mucho y era mejor limpiarles excusados a los gringos.( Luik)

Y a que viene ese insulto Luik?

Eso pasa a un contendiente cuando no le quedan recursos, pero a ti los recursos te sobran cuando quieres..

Y quien viene a USA no tiene cerebro, segun Luik..una afirmacion mas que "de gratis" , no tendrias calificativos mas creibles y mas reales? que merecieran la pena debatir?

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La cuestión del embrión entre derecho y moral Empty Re: La cuestión del embrión entre derecho y moral

Mensaje por luik Sáb Oct 01, 2011 11:47 am

Azali escribió:
Y a que viene ese insulto Luik?
?


Él empezó. Si Trento Fofo no me insulta, tampoco lo llamaré "lacayo de los gringos".

De otro modo, le echaré en cara sus verdades.

Él decide.
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