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Diario de un poeta en la central nuclear

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Diario de un poeta en la central nuclear Empty Diario de un poeta en la central nuclear

Mensaje por Azali Sáb Ago 24, 2013 9:25 am

Diario de un poeta en la central nuclear

  • Diario de un poeta en la central nuclear Avaldeszamora
  • Armando Valdés-Zamora
    París, Francia


[*]
Diario de un poeta en la central nuclear Juragua-450x288
Mi travesía nocturna en un barco de pasajeros por la bahía de Cienfuegos me hizo recordar el día y el momento en que fui nombrado asesor literario de la central nuclear. Fue una mañana de septiembre de 1987, cerca de la estatua de Martí y del parque que lleva su nombre, en la sede del Ministerio de Cultura de Cienfuegos.
Yo había acabado de terminar mis estudios de filología en la Universidad Central de Santa Clara y, al ser el primero de mi promoción, me enviaron obligado (en Cuba se le llama “servicio social” a esa orden) a trabajar a orillas del mar. Fue un error, no es en Cienfuegos donde usted va a trabajar, me dijo la jefa de personal del ministerio, sino en la ciudad nuclear. ¿Dónde? Yo creía haber oído mal. En la CEN, chico, en la CEN… replicó ella, que perdió su paciencia cuando le pregunté (tan mal que llevo siempre eso de las siglas), si se trataba de un centro de investigaciones literarias:
Díganle a este muchacho dónde se coge el barco pa’ir pa’ la candela esa, gritó desesperada a otras personas que escuchaban la conversación a nuestro lado.
Como se sabe, el único problema de la única central nuclear cubana es que nunca ha existido. El resto sí. Quiero decir que sobreviven las ruinas de lo que fue el proyecto. Antes que anochezca son todavía visibles desde el bello malecón de la bahía de Cienfuegos: en lontananza, y por donde un día pasara una carabela de Colón, se puede distinguir la sombra del esqueleto del reactor oxidado junto al mar.
Caminando como un turista por el malecón cienfueguero, elegante remedo del habanero, veo aparecer ante mí la susodicha silueta del reactor, y me paro a mostrársela como prueba a G., que lleva tiempo, la pobre, soportando el recuento de mis años de pesadillas nucleares.
Y se me ocurre, en un gesto masoquista que todavía no entiendo, que debo volver de incógnito a ese sitio para ver en qué se ha convertido. Eso sí, esperaré que G. regrese a París, pienso, porque si le propongo que me acompañe es capaz de armarme un decente escándalo a la francesa: A ese lugar vas tú solo y después me cuentas, d’accord?, hubiera dicho.
(Por cierto, los franceses que oyen mis cuentos sobre mi vida en una central nuclear cubana enseguida temen que yo pueda estar contaminado como un sobreviviente de Chernóbil. Yo alargo y alargo mi cuento para verlos alejarse con disimulo en sus butacas de mi contacto, hasta que, al decirles al final de la anécdota que nunca funcionó nuestro solitario reactor, los siento respirar aliviados y sonreír a coro con higiénica tranquilidad).
Al llegar al muelle del pintoresco pueblo de pescadores me indicaron dónde estaba la ciudad nuclear. Supuse lo que después se confirmaría: el olor del mar y de peces tostados sobre los arrecifes sería un refugio para soportar mi obligatoria misión. Se pasaba a un costado del Castillo de Jagua (entonces abandonado a la hierba y a las penumbras como el de Kafka), y se marchaba unos cuantos minutos por un terraplén si se quería llegar más rápido. Aparecía así al caminante, de golpe y detrás de espinosos marabúes, la ciudad: un monolítico grupo de edificios de prefabricados alineados sobre un promontorio.
Tocando de puerta en puerta y preguntando, con mi maleta a cuestas, me recibió Julio César, el director de la Brigada Artística “Tercer Congreso del Partido”: así se llamaba el grupo en el cual yo fungiría como asesor literario. La llamada Brigada Artística era un conjunto de actores y músicos recién graduados de escuelas de arte que tenía como misión servir de bufones a la hora del almuerzo para los soviéticos, los ingenieros e incluso, los obreros, casi todos orientales, que trabajaban en las obras. El grupo iba al mediodía a los comedores obreros o al restaurante de ingenieros rusos, cantaba canciones de la trova o representaba algún sketch para aligerar las digestiones.
A su vez, tratando de no hacer todo el tiempo el ridículo, los artistas daban clases y formaban por las noches grupos de aficionados con la esperanza de ambientar aquel páramo de bloques grises y empolvados pedregales, donde pululaban miles de zombis culpables de un error desconocido, pero con fecha de vencimiento: al cabo de dos años podríamos salir de allí para siempre.
Para el alivio de mi supervivencia, existía ya un taller literario cuyo nombre me encantaba. “Ana Frank” se llamaba. Al parecer ese nombre había sido una tímida tentativa subversiva de alguien que ya había tenido el derecho de volver a La Habana. Eso me contaron Pascual y Rodolfo, dos tipos que parecían haberse leído todo, y que trataron de trajinarme al principio como el recién graduado a la vez académico y desorientado que pensaban (con cierta razón) que yo era.
¿Qué has leído de Milan Kundera? ¿Y de Vargas Llosa?, me lanzaron como prueba de admisión a su cenáculo. Y ante mis titubeos me desafiaron a cumplir uno de los ejercicios intelectuales más exaltantes que he conocido: leer un libro por día.
Cada miembro de la Brigada fue conmigo de una extrema generosidad, justo es reconocerlo, y sus consejos ayudaron mucho a mi adaptación a aquel lugar. Por ejemplo, Lázaro, el guitarrista (que ahora triunfa en un show de la televisión de Miami), me aseguró que el castigo de estar allí se atenuaba con el consuelo de una promiscuidad desaforada. Para empezar, me dijo, te voy a presentar a las empleadas que hacen striptease por cinco pesos. Otros me mostraron la segunda compensación de aquel lugar: poder pasarse el día escondido del trabajo en clandestinas playas nudistas. En realidad, este placer parecía una variación del anterior, pero pasado por aguas transgresoras.
Yo, fingiendo un dinamismo que nunca me ha caracterizado, me apresuré a hacer un boletín que se llamaba así: “Ana Frank”: Suplemento Literario de la Central Nuclear. (Si alguien conoce de otro ejemplo parecido en la historia literaria, que me lo diga, porque todavía hoy vivo orgulloso de ser en eso un fundador universal). Fue todo un éxito, por cierto, el suplemento. Como lo distribuíamos gratis por la ciudad, de todas partes fluían técnicos de soldadura, enfermeras, traductores, plomeros, empleadas del círculo infantil, choferes de guagua, camareros de la heladería Coppelita, etc, que escribían cuentos y poemas a escondidas y querían dejar de ser inéditos.
A otros colaboradores fui a buscarlos yo mismo. Me decían de alguien que se inspiraba en solitario y allá yo iba. Así fue como pasé a máquina uno de los cuentos fantásticos más extravagantes jamás escrito por un cubano: “El hombre que quería subir al cielo” de Rogelio Riverón (el actual director de la editorial Letras Cubanas), ganador del premio nacional de talleres literarios otorgado por Rafael Alcides.
Leer ese cuento aquí en la central nuclear ayuda cantidad, me dijo una vez con un suspiro Anabel, una arquitecta graduada de la CUJAE. Chico, eso es una metáfora del deseo colectivo de todos los que estamos apresados aquí… ¿no te das cuenta?
Darme cuenta poco a poco de la dañina desolación de aquella aldea, me incitó a programar, con más deseos de provocar que de consolarme, una semana de cine independiente. En medio de un debate que siguió a la primera proyección se escucharon los ruidos de sirenas desde la calle. Era la policía. Se llevaron presos y de vuelta a La Habana a los artistas invitados. A mí me convocaron a una reunión. Y me ordenaron largarme de allí por tener, dijeron, “problemas ideológicos”. Aterrado, les pedí con un susurro una explicación semántica de aquella imputación.
—Tú te atreviste a pasar esas películas raras aquí en una obra de choque de la revolución, y como si no fuera poco, has puesto unos poemas de la María Elena Cruz Varela esa en tu boletín literario. Hace tiempo que nos tienes ya cansados con tus gusanerías y tu pelo largo…
II
Pregunto el horario actual de los barcos en el muelle y me alegra que haya algunos turistas despistados que quieran atravesar conmigo la bahía hasta el pueblo del Jagua. He preferido ir al atardecer. Eso sí, me informo sobre el último barco de regreso para no quedar atrapado. Pasamos Cayo Carenas donde antes veraneaban opulentos burgueses cienfuegueros y ahora sobreviven de la pesca unas 30 personas. Al saltar al muelle del pueblo, protegido del golpe del barco por huecas gomas de camión, reconozco los dos almendros del minúsculo parque donde tantas tardes me senté a esperar respirando el salitre y el olor de escamas calcinadas. Contrario a lo imaginado en mis pesadillas, todo el poblado aparece ante mí recién pintado y reluciente.
—Están restaurando el Castillo de Jagua, pero el reactor nuclear lo han dejado abandonado a los hierbazales y las vacas, me explica un hombre ya mayor que se abanica con un cartón sentado no lejos de la entrada de la fortaleza. Y usted ¿de dónde viene, señor?
Me asomo al interior del castillo hasta donde me lo permite una palizada que lo protege de los curiosos. Todo parece a la vez pulcro y en vías de alcanzar el orden requerido para mostrarlo a turistas. Nada que ver los dos cañones refulgentes de la entrada y las rocas calizas pulidas de las almenas, con la herrumbre, los charcos del aljibe y las zarzas entre las que buscaba por las tardes un lugar donde leer y escribir al abrigo del sol y de intrusos.
Yo escribía en aquella época con un frenesí terapéutico y soñaba con poder ganar un día el Premio David de poesía, que entonces era lo máximo en la farándula ilustrada de la isla. Ya en mi época de estudiante había visto pasar con melenas y alpargatas a los entonces iconoclastas poetas de Santa Clara que poco después figuraban en la lista de antologías y revistas. Al menos como carta de presentación para conquistar muchachas aquello era infalible, lo había comprobado con muchos de los premiados que ni eran lindos ni escribían nada extraordinario, pero después de los premios tenían novias esplendorosas, la verdad. En todo caso mi insistencia estaba dando sus frutos y de seguir a ese ritmo, acompañado a la vez de un desamparo existencial y de librescas amistades, pronto tendría listo mi poemario escrito entre la ciudad nuclear y una fortaleza colonial abandonada.
Las peñas literarias que cada jueves reunían a los condenados culturosos de aquel manicomio también eran un éxito rotundo. Eufóricos por oír poemas, monólogos, escuchar trovadores, o ver a las bailarinas de nuestra brigada hacer coreografías en trusa, el público se sentaba a aplaudir con delirio y a cantar, al tiempo que se distribuía un té que los los bolos (denominación de los rusos en Cuba), en un gesto solidario, nos habían dejado comprar en las selectas tiendas en divisas de la ciudad a la que sólo ellos tenían acceso.
Porque la geometría de la ciudad era muy sectaria, por cierto. De un lado (en un suburbio alejado que llamaban “La Loma”) vivían los obreros. En la ciudad, los rusos y los ingenieros cubanos. Pero a los rusos les estaba reservado el sector más elegante de la ciudad: disponían de un anfiteatro gigantesco, de un mercado de frutas y hortalizas y de una tienda refrigerada donde se podía encontrar de todo.
Me detengo ante una mole de cemento que resurge detrás de una cuesta y trato de reconocer esos mismos lugares 23 años después. Me sorprende, por haberlas olvidado, la altura de dos torres de apartamentos que en la época estaban reservadas a una élite de dirigentes. Y me dejo llevar por calles que como entonces siguen solitarias y alumbradas a medias: de un golpe (como ocurre en el trópico) cae la noche, y se oyen a mi lado el chirrido de los grillos, los silbidos de las cigarras y el revolotear de otros insectos. El ruido de mis sandalias sudadas alterna con el susurro molesto de esos aleteos en mis oídos que, por suerte, apagan a veces ráfagas de la brisa que viene del mar.
A estas alturas me doy cuenta que no podré ir hasta el reactor nuclear, olvidado a unos cinco kilómetros de aquí. Subo la cuesta para llegar a la calle principal. A ambos lados se despliegan las dos hileras de edificios con tanques de fibrocemento como coronas donde se almacena el agua potable, y que han tratado de conservar colores desteñidos tal vez por la lluvia, el sol, el salitre, y sobre todo el olvido.
Escucho voces que alternan con el zumbido de insectos y salen, como las intermitentes luces de un pálido neón, por orificios que supongo son las ventanas y balcones de los apartamentos. La sensación de estar a la vez en un lugar fantasmagórico y habitado por seres que se esconden detrás de las paredes descoloridas a la espera de algo me produce una zozobra que crece a medida que camino sin dirección precisa por el centro de la calle.
No sé si me lo pregunto, para convencerme de que fue cierto, o si me lo confirmo como repetición de algo que me parece alucinante: “Aquí pasaste tú tres años de tu vida”, digo en alta voz.
Por temor a un traspié no me alejo más allá del límite de las calles asfaltadas. Desorientado por el tiempo que llevo dando vueltas, busco a quién preguntar por el sitio exacto dónde estaban los apartamentos de la Brigada Artística y que ahora no encuentro. Es entonces que veo venir a un niño. Está en short y sin camisa. Camina dando saltos y tarareando algo que no entiendo:
—Robeisy va a llegar esta noche con el oro de Londres. Eso va diciendo el niño a quien de tan apresurado, no tengo tiempo de preguntarle algo al pasar por mi lado. Robeisy va a llegar esta noche con el oro de Londres, repite sin cesar… Robeisy…
Creo haber oído mal. Por el nombre incomprensible que menciona, por lo del oro, por lo de un Londres mencionado aquí, en esta tierra baldía que ni siquiera posee un gentilicio para sus descendientes. Me quedo otra vez solo y a tientas vuelvo sobre mis pasos para no perderme porque, contrario a lo que pensaba, no me ubico bien ni logro encontrar lugares que fueron importantes para mí y ahora están convertidos, imagino, en oficinas, o almacenes, o abandonados, como el reactor.
Veo mi sombra en el asfalto agrietado, pero no es el sol sino una luna llena quien la deforma a mi lado.
Es entonces que se produce el estruendo. Como impulsados por un mandato colectivo, salen de los apartamentos turbas de personas que gritan algo incomprensible, al tiempo que levantan los brazos, suenan cacerolas, se abrazan y se besan, aplauden; trata cada uno, como sus vecinos, de hacer el mayor ruido posible. La algarabía se propaga. Descienden de los apartamentos uno, dos, decenas de enjambres de grupos en short y chancletas, muchos sin camisas, semidesnudos, y todos vociferando algo que supongo provoca la improvisada manifestación de júbilo. Porque de eso se trata: de un repentino y desordenado alboroto festivo.
Escucho de nuevo las sirenas en este lugar, como aquella tarde en que las imágenes de un cortometraje en una pantalla improvisada fueron cortadas de un golpe por decenas de uniformes, y la llegada de una patrulla en un jeep militar soviético. Corre con gran desorden el hervidero de alocados por la calle principal en la que estoy. Al parecer van en dirección a la entrada de la ciudad que se ilumina de fuegos artificiales. Alguien vocea con una bocina en la mano desde la altura de un poste eléctrico de cemento. Todos saltan, gesticulan, braman a la manera del preámbulo de una ceremonia ritual. Y, como si fuera poco, se propagan por altavoces que se activan los acordes de un reguetón que incita a la multitud a comenzar una danza desaforada al mismo tiempo que caminan hacia lo que supongo es el punto de reunión.
Me atrapa la marea de la procesión y en medio de los golpes a cazuelas, cubos, machetes y guatacas, del claxon de la sirena que no se apaga y alterna con voladores y el reguetón, logro preguntarle a una muchacha qué ocurre. (El minúsculo short que deja ver la punta de sus nalgas me distrae un momento del jolgorio haciéndome recordar las tórridas aventuras sexuales de mi época de asesor literario y editor de escritores aficionados). La muchacha me repite, mirándome con extrañeza de arriba abajo, como el viejo caluroso del castillo de Jagua, lo mismo que el niño. Un boxeador de aquí, compañero, que ganó el oro en la Olimpiada de Londres hace unos días, Robeisy Ramírez se llama, añade más bien molesta cuando insisto, ya llega, lo recibimos… Y usted ¿de dónde viene?, ¿de dónde salió usted, compañero?
Me doy cuenta que no tiene sentido quedarme más tiempo en este lugar. Me deslizo con dificultad en medio de un grupo que al percatarse de mi presencia, me examina con una mezcla de sorpresa y de desconfianza. Busco uno de esos senderos torcidos y pedregosos que conozco y que permiten ganar tiempo en la vuelta al poblado de Jagua. Pero ya la masa de gente ha crecido tanto que me arrastra con empujones al tiempo que bloquea las salidas de la calle a los marabuzales.
Tratando de encontrar una fisura entre los tumultos agitados, me doy cuenta que me acerco por inercia a la entrada de la ciudad, de donde podré liberarme y correr al castillo. Llegar a esa fortaleza colonial es mi salvación de las hordas de la ciudad nuclear. Sobre todo a estas horas en que se prepara a zarpar el último barco nocturno que atraviesa la bahía hacia Cienfuegos.
En eso estoy cuando la proyección de dos inmensos faros de un jeep soviético al centro del cual viaja, de pie, un muchacho con cara de resignación, envuelto en una bandera cubana y con algo que debe ser una medalla colgada al cuello; me da en pleno rostro y me encandila. Al ver la multitud al repentino ídolo local, el ruido llega a su apogeo porque el jeep soviético se une solidario al estrépito accionando sus cláxones, y la turba que lo rodea reacciona gritando desafinada: ¡Robeisy campeón!, ¡Robeisy campeón!, ¡Robeisy campeón!

La escena se eterniza ante mis ojos porque durante unos minutos no hay escapatoria posible del epicentro de la muchedumbre. Ya me consuelo a soportar los alaridos en honor del púgil local, cuando llega a su colmo mi desamparo al oír a escasos metros otro grito que desentona con el canto a la gloria boxística:
—Ese es el poeta, el que botaron de aquí hace tiempo, dicen que se fue pa’fuera… ¡Ataja!
El grito viene de un grotesco perfil que al acercarse se convierte en un brilloso rostro ovalado, sin dientes, y rematado por un pañuelo de flores que trata de cubrir sin éxito unos rolos de cartón humedecidos quién sabe si por el sudor. A la mujer se une un hombre que supongo es su marido y después otros enardecidos colaboradores. Y la persecución comienza. Porque aprovechando un espacio libre detrás del jeep soviético del gladiador londinense, empujo y salgo a correr loma abajo entre las zarzas y los guijarros. Siento las lascas de las piedras penetrar por las suelas de mis sandalias, las espinas de marabú rozar mis brazos y agujerear mi camisa, al tiempo que mi bolso trota y salta conmigo sobre mi espalda, y el jadeo se corta con el aire del salitre que viene del embarcadero y entra con su sabor amargo por la nariz y la boca seca.
Por suerte o por desgracia el pueblo de pescadores tiene todas sus luces encendidas. Parte del Castillo de Jagua, gracias a unas bombillas, muestra también al cielo estrellado y a la luna llena sus murallas recién aderezadas. Atravieso el parque de la casona de madera que linda con el castillo, sigo a toda velocidad ante la mirada asombrada del mismo viejo que no deja de abanicarse con un cartón y me hace un gesto, no sé de adiós o de saludo, cuando escucho el silbido del barco que previene a los viajeros atrasados de su eventual partida antes de soltar sus amarras. Salto. Sin dudarlo salto desde el muelle y caigo en la cubierta con ayuda de unos adolescentes que ante el desconcierto tienden, por suerte, a darme una mano para que no caiga al mar.
Me vuelvo un momento a mirar al muelle. La luz de una farola alumbra la silueta de la mujer ahora sin el pañuelo, exhibiendo los cilindros de los rolos atados a su cabeza, en short y descalza, haciendo gestos desesperados por retener al barco mientras, supongo, grita algo que apagan las olas y la brisa.
Miro entonces desde la cubierta más allá, por encima del puente levadizo y la torre del Castillo del Jagua, y se ve iluminada —se diría por una hoguera gigante que parpadea— la ciudad nuclear. Más lejos, sin embargo, y a pesar de fijar bien la vista bajo una radiante luna llena, ninguna sombra ovalada se percibe en la noche de los escombros de concreto del reactor que nunca llegó a funcionar.
Armando Valdés-Zamora
París
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