¡Sorpresa! Las grasas saturadas no provocan infartos
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¡Sorpresa! Las grasas saturadas no provocan infartos
Ya que la semana va de proclamas científicas controvertidas, a ver qué tal suena esta: las grasas saturadas no aumentan el riesgo cardiovascular, ni el de diabetes, ni elevan el colesterol, y ni siquiera hacen engordar. Tales son las conclusiones publicadas en la revista Annals of Internal Medicine por un equipo de científicos de las Universidades de Cambridge, Oxford e Imperial College London (Reino Unido) y de Harvard (EE. UU.), entre otras instituciones. Los investigadores han elaborado un metaestudio –estudio de estudios– recopilando más de 70 trabajos previos realizados con más de 600.000 personas de 18 países. “Las pruebas actuales no apoyan claramente las directrices cardiovasculares que aconsejan un alto consumo de ácidos grasos poliinsaturados y un bajo consumo de grasas saturadas totales”, concluyen los autores. La afirmación es sorprendente y contradice lo que todos creemos saber. La pregunta es: ¿por qué creemos saber lo que creemos saber?
Un extenso estudio absuelve a las grasas saturadas, como las de esta hamburguesa, del riesgo cardiovascular. NCI/NIH.
En general, las directrices que orientan a un estilo de vida saludable, y que vienen dictadas por autoridades y organismos sanitarios, se apoyan en conclusiones de estudios epidemiológicos. Dícese de estudios elaborados de la siguiente manera: se parte de una hipótesis que se trata de demostrar como correcta y que normalmente se basa en una idea razonable (los epidemiólogos llaman a esto “plausibilidad biológica”). Se reúnen datos de una población de tamaño lo mayor posible. Se extraen estadísticas sobre distintas variables y se comparan. Y si se encuentra una correlación estadísticamente significativa, ¡voilà! Ya tenemos recomendación al canto. En ocasiones incluso existe un conflicto de intereses cuando los proyectos están financiados por partes implicadas, algo que solo recientemente ha empezado a especificarse obligatoriamente en las revistas científicas. Y cómo no, en una sociedad dominada por la publicidad, también se acaban tomando como consejos nutricionales lo que son simplemente eslóganes de marca científicamente cuestionables, pero que llegan a calar entre el público como si fueran verdades absolutas.
Los seguidores de este blog ya sabrán que soy muy crítico con los estudios epidemiológicos. No pretendo equipararlos con las investigaciones sobre el Bigfoot o el monstruo del lago Ness, pero sí con las pesquisas sobre precognición de las que también he hablado aquí. Muchas investigaciones en psicología se basan en los mismos métodos, por lo que ciertos trabajos que han validado la existencia de capacidades precognitivas en las personas han motivado que se cuestionen no ya dichos estudios, sino gran parte de la metodología que emplea la psicología experimental. Anteriormente he citado también aquí cómo las asociaciones estadísticas se pueden utilizar para mostrar lo que a uno le convenga, como la relación entre las muertes por ahogamientos en piscinas y el número de películas protagonizadas por Nicolas Cage. Pero correlación no implica causalidad, y esto resulta problemático cuando el estilo de vida saludable que se recomienda a la población se basa en conclusiones epidemiológicas sin un fundamento causal empíricamente contrastado más allá de la “plausibilidad biológica”.
Es por este y otros motivos que algunas recomendaciones sanitarias han ido cambiando de chaqueta a lo largo de los años. Cualquiera que supere los 40 podrá preguntar a sus padres (o los más jóvenes, a sus abuelos), sobre aquella época en la que el aceite de oliva era desaconsejable y se preferían los de girasol o soja, a los niños se les daba anís porque era beneficioso para ellos, y el pescado azul, hoy glorificado por su omega-3, era el mismísimo Lucifer con branquias. Respecto a las grasas, en los últimos años se han venido acumulando estudios que el pasado año llevaron al cardiólogo británico Aseem Malhotra a publicar un artículo en la revista British Medical Journal en el que animaba a “desterrar el mito del papel de las grasas saturadas en la enfermedad cardiovascular”. Malhotra destacaba que la “demonización” de las grasas saturadas nació en 1970 con la publicación del llamado Estudio de Siete Países, un extenso trabajo epidemiológico al que debemos el conocimiento de los beneficios de la dieta mediterránea. Malhotra no objetaba a esto último, pero en cambio señalaba que las pruebas científicas no avalan la influencia de las grasas saturadas en el riesgo cardiovascular, y sí la de los azúcares. Con ocasión del artículo de Malhotra, la Fundación Británica del Corazón admitió que había “pruebas conflictivas” al respecto.
El nuevo estudio, cofinanciado precisamente por esta Fundación, viene ahora a asestar otro mandoble al “mantra de las grasas saturadas”, en palabras de Malhotra. Es más: las conclusiones de los investigadores tampoco sostienen que las grasas conocidas como buenas –las insaturadas de vegetales y pescados, como el archifamoso omega-3– reduzcan el riesgo de infarto. En su lugar, los autores aconsejan disminuir el consumo de azúcares (carbohidratos), cuya incidencia en la enfermedad coronaria han identificado como mayor de lo sospechado. Y sí mantienen la advertencia contra las llamadas grasas trans (parcialmente hidrogenadas), ácidos grasos insaturados de origen artificial que se encuentran en muchos alimentos procesados. El estudio ha recibido tanta atención que ha merecido reportajes en algunos de los medios más influyentes del mundo, como el diario The New York Times, y ocupará la portada del próximo número de la revista Time (23 de junio) bajo el título “Coma mantequilla” y el subtítulo “Los científicos etiquetaron a la grasa como el enemigo. Por qué estaban equivocados”.
Quizá alguien se esté preguntando por qué este estudio debería considerarse más atinado que los utilizados anteriormente para sostener lo contrario. Una de las claves está en el prefijo “meta”: el análisis de una batería de estudios aumenta el tamaño de la muestra, lo que redunda en la fiabilidad de los resultados. Pero es que, además, los investigadores han incluido estudios que consideraban parámetros más objetivos que los cuestionarios dietéticos, como marcadores biológicos en la sangre, y lo que es más importante: subrayan que el efecto de las grasas saturadas sobre el LDL (el colesterol malo) actúa de forma predominante sobre un tipo de partículas grandes y de poca densidad cuya preponderancia, lo que se conoce como patrón A, no es perjudicial. Además, las grasas saturadas elevan el HDL, el llamado colesterol bueno. No es solo algo biológicamente plausible, sino una relación de causalidad.
El lema de los “ocho vasos de agua al día” es un mito sin respaldo científico. Walter J. Pilsak vía Wikipedia / Creative Commons.
El estudio socava un tótem dietético, uno más de los que han venido tambaleándose en los últimos años, como los perjuicios de la sal y la necesidad de beber ocho vasos de agua al día. Respecto a lo primero, las investigaciones acumuladas en los últimos años (más información aquí) apuntan que sigue vigente la recomendación de no abusar de la sal, pero que un consumo medio moderado es más beneficioso que nada en absoluto. Y con respecto a la tan arraigada patraña de los ocho vasos de agua, ni siquiera se apoya en ninguna clase de dato médico. Nadie parece saber a ciencia cierta cuál es el origen de este mito ni qué presuntos motivos lo inspiraron, pero lo cierto es que logró abrirse camino en las recomendaciones sanitarias sin que nadie pudiese citar ningún estudio científico que lo respaldara. Por suerte, los expertos están reaccionando y se esfuerzan por extender la recomendación de beber simplemente cuando se tenga sed y, si acaso, vigilar el color de la orina (demasiado oscura es signo de baja hidratación), pero el mito es persistente y su erradicación es difícil una vez se ha convertido en vox pópuli, sobre todo cuando, una vez más, la publicidad de la industria hace lo posible por perpetuarlo.
¿Un mito más antes de terminar? ¿Qué tal el del colesterol? Nadie dice que la acumulación de esta grasa en las arterias sea beneficiosa, pero otra cosa es pensar que la placa de colesterol de ese paciente procede del huevo frito que ingirió en la cena de ayer. “Esta idea de que comes algo, va a tu torrente sanguíneo y obtura tus arterias es simplemente falsa. No ocurre nada ni remotamente parecido”, declaraba esta semana el cardiólogo de la Facultad de Medicina de Harvard Dariush Mozaffarian en un reportaje publicado en el diario The Washington Post (y ya saben qué responder al próximo que les repita aquella famosa frasecita: “eso va directamente a tus arterias”). Lo cierto es que la mayoría del colesterol de nuestro cuerpo lo produce el propio cuerpo. ¿Y qué efecto tiene el que ingerimos sobre el que producimos?
Para responder a la pregunta, nadie mejor que el responsable histórico de que el colesterol, junto con las grasas saturadas, se haya convertido en el gran Satán de la dieta: Ancel Keys, el promotor del Estudio de Siete Países mencionado más arriba. En 1991 (21 años después de la publicación de su gran obra), y en respuesta a un estudio en la revista The New England Journal of Medicine que informaba sobre el caso de un hombre que comía 25 huevos al día y presentaba niveles normales de colesterol en sangre, Keys escribió lo siguiente en una carta al director: “El colesterol de la dieta tiene un efecto importante en el nivel de colesterol en sangre en pollos y conejos, pero muchos experimentos controlados han demostrado que el colesterol de la dieta tiene un efecto limitado en humanos. Añadir colesterol a una dieta libre de colesterol aumenta el nivel en sangre en humanos, pero cuando se añade a una dieta sin restricciones, su efecto es mínimo”. Es decir: después de haber dejado a media humanidad sin comer grasas (o, al menos, sintiéndose muy culpables al comerlas), el doctor Keys se nos desmarcó de esta manera. ¿Qué les parece? ¿Es o no es… ¡sorpresa!?
http://blogs.20minutos.es/ciencias-mixtas/2014/06/19/sorpresa-las-grasas-saturadas-no-provocan-infartos/
Un extenso estudio absuelve a las grasas saturadas, como las de esta hamburguesa, del riesgo cardiovascular. NCI/NIH.
En general, las directrices que orientan a un estilo de vida saludable, y que vienen dictadas por autoridades y organismos sanitarios, se apoyan en conclusiones de estudios epidemiológicos. Dícese de estudios elaborados de la siguiente manera: se parte de una hipótesis que se trata de demostrar como correcta y que normalmente se basa en una idea razonable (los epidemiólogos llaman a esto “plausibilidad biológica”). Se reúnen datos de una población de tamaño lo mayor posible. Se extraen estadísticas sobre distintas variables y se comparan. Y si se encuentra una correlación estadísticamente significativa, ¡voilà! Ya tenemos recomendación al canto. En ocasiones incluso existe un conflicto de intereses cuando los proyectos están financiados por partes implicadas, algo que solo recientemente ha empezado a especificarse obligatoriamente en las revistas científicas. Y cómo no, en una sociedad dominada por la publicidad, también se acaban tomando como consejos nutricionales lo que son simplemente eslóganes de marca científicamente cuestionables, pero que llegan a calar entre el público como si fueran verdades absolutas.
Los seguidores de este blog ya sabrán que soy muy crítico con los estudios epidemiológicos. No pretendo equipararlos con las investigaciones sobre el Bigfoot o el monstruo del lago Ness, pero sí con las pesquisas sobre precognición de las que también he hablado aquí. Muchas investigaciones en psicología se basan en los mismos métodos, por lo que ciertos trabajos que han validado la existencia de capacidades precognitivas en las personas han motivado que se cuestionen no ya dichos estudios, sino gran parte de la metodología que emplea la psicología experimental. Anteriormente he citado también aquí cómo las asociaciones estadísticas se pueden utilizar para mostrar lo que a uno le convenga, como la relación entre las muertes por ahogamientos en piscinas y el número de películas protagonizadas por Nicolas Cage. Pero correlación no implica causalidad, y esto resulta problemático cuando el estilo de vida saludable que se recomienda a la población se basa en conclusiones epidemiológicas sin un fundamento causal empíricamente contrastado más allá de la “plausibilidad biológica”.
Es por este y otros motivos que algunas recomendaciones sanitarias han ido cambiando de chaqueta a lo largo de los años. Cualquiera que supere los 40 podrá preguntar a sus padres (o los más jóvenes, a sus abuelos), sobre aquella época en la que el aceite de oliva era desaconsejable y se preferían los de girasol o soja, a los niños se les daba anís porque era beneficioso para ellos, y el pescado azul, hoy glorificado por su omega-3, era el mismísimo Lucifer con branquias. Respecto a las grasas, en los últimos años se han venido acumulando estudios que el pasado año llevaron al cardiólogo británico Aseem Malhotra a publicar un artículo en la revista British Medical Journal en el que animaba a “desterrar el mito del papel de las grasas saturadas en la enfermedad cardiovascular”. Malhotra destacaba que la “demonización” de las grasas saturadas nació en 1970 con la publicación del llamado Estudio de Siete Países, un extenso trabajo epidemiológico al que debemos el conocimiento de los beneficios de la dieta mediterránea. Malhotra no objetaba a esto último, pero en cambio señalaba que las pruebas científicas no avalan la influencia de las grasas saturadas en el riesgo cardiovascular, y sí la de los azúcares. Con ocasión del artículo de Malhotra, la Fundación Británica del Corazón admitió que había “pruebas conflictivas” al respecto.
El nuevo estudio, cofinanciado precisamente por esta Fundación, viene ahora a asestar otro mandoble al “mantra de las grasas saturadas”, en palabras de Malhotra. Es más: las conclusiones de los investigadores tampoco sostienen que las grasas conocidas como buenas –las insaturadas de vegetales y pescados, como el archifamoso omega-3– reduzcan el riesgo de infarto. En su lugar, los autores aconsejan disminuir el consumo de azúcares (carbohidratos), cuya incidencia en la enfermedad coronaria han identificado como mayor de lo sospechado. Y sí mantienen la advertencia contra las llamadas grasas trans (parcialmente hidrogenadas), ácidos grasos insaturados de origen artificial que se encuentran en muchos alimentos procesados. El estudio ha recibido tanta atención que ha merecido reportajes en algunos de los medios más influyentes del mundo, como el diario The New York Times, y ocupará la portada del próximo número de la revista Time (23 de junio) bajo el título “Coma mantequilla” y el subtítulo “Los científicos etiquetaron a la grasa como el enemigo. Por qué estaban equivocados”.
Quizá alguien se esté preguntando por qué este estudio debería considerarse más atinado que los utilizados anteriormente para sostener lo contrario. Una de las claves está en el prefijo “meta”: el análisis de una batería de estudios aumenta el tamaño de la muestra, lo que redunda en la fiabilidad de los resultados. Pero es que, además, los investigadores han incluido estudios que consideraban parámetros más objetivos que los cuestionarios dietéticos, como marcadores biológicos en la sangre, y lo que es más importante: subrayan que el efecto de las grasas saturadas sobre el LDL (el colesterol malo) actúa de forma predominante sobre un tipo de partículas grandes y de poca densidad cuya preponderancia, lo que se conoce como patrón A, no es perjudicial. Además, las grasas saturadas elevan el HDL, el llamado colesterol bueno. No es solo algo biológicamente plausible, sino una relación de causalidad.
El lema de los “ocho vasos de agua al día” es un mito sin respaldo científico. Walter J. Pilsak vía Wikipedia / Creative Commons.
El estudio socava un tótem dietético, uno más de los que han venido tambaleándose en los últimos años, como los perjuicios de la sal y la necesidad de beber ocho vasos de agua al día. Respecto a lo primero, las investigaciones acumuladas en los últimos años (más información aquí) apuntan que sigue vigente la recomendación de no abusar de la sal, pero que un consumo medio moderado es más beneficioso que nada en absoluto. Y con respecto a la tan arraigada patraña de los ocho vasos de agua, ni siquiera se apoya en ninguna clase de dato médico. Nadie parece saber a ciencia cierta cuál es el origen de este mito ni qué presuntos motivos lo inspiraron, pero lo cierto es que logró abrirse camino en las recomendaciones sanitarias sin que nadie pudiese citar ningún estudio científico que lo respaldara. Por suerte, los expertos están reaccionando y se esfuerzan por extender la recomendación de beber simplemente cuando se tenga sed y, si acaso, vigilar el color de la orina (demasiado oscura es signo de baja hidratación), pero el mito es persistente y su erradicación es difícil una vez se ha convertido en vox pópuli, sobre todo cuando, una vez más, la publicidad de la industria hace lo posible por perpetuarlo.
¿Un mito más antes de terminar? ¿Qué tal el del colesterol? Nadie dice que la acumulación de esta grasa en las arterias sea beneficiosa, pero otra cosa es pensar que la placa de colesterol de ese paciente procede del huevo frito que ingirió en la cena de ayer. “Esta idea de que comes algo, va a tu torrente sanguíneo y obtura tus arterias es simplemente falsa. No ocurre nada ni remotamente parecido”, declaraba esta semana el cardiólogo de la Facultad de Medicina de Harvard Dariush Mozaffarian en un reportaje publicado en el diario The Washington Post (y ya saben qué responder al próximo que les repita aquella famosa frasecita: “eso va directamente a tus arterias”). Lo cierto es que la mayoría del colesterol de nuestro cuerpo lo produce el propio cuerpo. ¿Y qué efecto tiene el que ingerimos sobre el que producimos?
Para responder a la pregunta, nadie mejor que el responsable histórico de que el colesterol, junto con las grasas saturadas, se haya convertido en el gran Satán de la dieta: Ancel Keys, el promotor del Estudio de Siete Países mencionado más arriba. En 1991 (21 años después de la publicación de su gran obra), y en respuesta a un estudio en la revista The New England Journal of Medicine que informaba sobre el caso de un hombre que comía 25 huevos al día y presentaba niveles normales de colesterol en sangre, Keys escribió lo siguiente en una carta al director: “El colesterol de la dieta tiene un efecto importante en el nivel de colesterol en sangre en pollos y conejos, pero muchos experimentos controlados han demostrado que el colesterol de la dieta tiene un efecto limitado en humanos. Añadir colesterol a una dieta libre de colesterol aumenta el nivel en sangre en humanos, pero cuando se añade a una dieta sin restricciones, su efecto es mínimo”. Es decir: después de haber dejado a media humanidad sin comer grasas (o, al menos, sintiéndose muy culpables al comerlas), el doctor Keys se nos desmarcó de esta manera. ¿Qué les parece? ¿Es o no es… ¡sorpresa!?
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