De la felicidad guantanamera a una favela habanera
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De la felicidad guantanamera a una favela habanera
miércoles 21 de julio de 2010
De la felicidad guantanamera a una favela habanera
En la capital, la noche se ha convertido en su mejor aliada. Y Pedro, 21 años, desempleado, lo sabe aprovechar como nadie. Vive en una choza de tablas y techo de aluminio junto a cuatro hermanos y su madre, que suele tomar alcohol filtrado con miel de pulga hasta la inconsciencia.
Siempre, que recuerde Pedro, comieron poco y mal y bebieron ron en exceso. El dinero... bien gracias. “Esos papelitos con gente pintada siempre lo hemos extrañado en nuestros bolsillos”, comenta el joven. Llegaron a la capital hace seis años, y en las afueras, bordeando la Autopista Nacional, han montado su rancho.
Son las típicas favelas locales conocidas como "llega y pon". Donde escuálidas personas, por lo general negros y mestizos sin futuro, como la familia de Pedro, arman en un santiamén un techo para dormir. Y ya en la urbe, se las apañan como pueden.
Emelina, la madre, con su pequeño pomo plástico repleto de ron casero, lo mismo vende jabas de nailon a peso, que en los alrededores de una panadería, de forma discreta oferta mantequilla o queso crema de confección artesanal.
“Al final de la jornada me busco 80 o 100 pesos, no más”, dice Emelina, una señora que dice tener 48 años, pero aparenta casi 70. El resto de sus hijos, una hembra y tres varones, a duras penas terminaron la escuela secundaria.
Maritza, 17 años, se dedica a la prostitución. Le suele sacar la mano a los vehículos que circulan a más de 100 km por hora por la Autopista. Sin alguien se detiene deseando su cuerpo delgado y provocativas tetas, entonces hay negocio. Su tarifa es fija: 40 pesos la mamada y 80 la penetración, siempre con preservativo.
Sueña con un tipo decente que la saque de su mala vida. “Quisiera comer caliente y tener un buen marido”, confiesa Maritza. Mientras llega su príncipe, todas las noches sale a putear. Lleva las uñas largas, pintadas con la bandera de Estados Unidos. “Soy puta para no morirme de hambre”, aclara con voz tenue.
Dos de sus tres hermanos varones son "fronterizos" (retrasados), pero muy trabajadores. Suelen subir palmas de hasta 20 metros de altura para desmochar las pencas. En los caseríos de los arrabales habaneros, las hojas de las palmas son bien cotizadas.
“A veces ganan hasta 500 pesos” (20 pesos cubanos convertibles), dice la madre con orgullo. Para ellos es mucha plata. El ladrón de la familia es Pedro. Junto a un par de amigos, aprovecha las noches cerradas para robar en frigoríficos estatales.
Entran por los techos y se roban varias cajas de pollo, sacos de papa o de arroz. Lo que encuentren. Con el dinero del hurto, Pedro se compra ropa de marca y calzado Nike a la moda. Su madre desconoce sus fechorías.
“Yo quiero ser distinto al resto de mi familia, tener un auto y una casa de cemento, que cuando llueva no se moje por dentro. Que no me falte el dinero y poder ir a discotecas caras y tomar cerveza de la buena”, señala Pedro con decisión.
Por eso, cuando cae las noche sin luna en los alrededores de la Autopista Nacional, Pedro sabe que esa será una noche provechosa para intentar cambiar su suerte. Aún no ha visitado la cárcel. Pero está en camino.
De la felicidad guantanamera a una favela habanera
Por Iván García
Toda la familia de Pedro vino huyendo del villorrio La Felicidad, en el municipio Salvador, perteneciente a la oriental provincia de Guantánamo, a mil kilómetros al este de La Habana. En la capital, la noche se ha convertido en su mejor aliada. Y Pedro, 21 años, desempleado, lo sabe aprovechar como nadie. Vive en una choza de tablas y techo de aluminio junto a cuatro hermanos y su madre, que suele tomar alcohol filtrado con miel de pulga hasta la inconsciencia.
Siempre, que recuerde Pedro, comieron poco y mal y bebieron ron en exceso. El dinero... bien gracias. “Esos papelitos con gente pintada siempre lo hemos extrañado en nuestros bolsillos”, comenta el joven. Llegaron a la capital hace seis años, y en las afueras, bordeando la Autopista Nacional, han montado su rancho.
Son las típicas favelas locales conocidas como "llega y pon". Donde escuálidas personas, por lo general negros y mestizos sin futuro, como la familia de Pedro, arman en un santiamén un techo para dormir. Y ya en la urbe, se las apañan como pueden.
Emelina, la madre, con su pequeño pomo plástico repleto de ron casero, lo mismo vende jabas de nailon a peso, que en los alrededores de una panadería, de forma discreta oferta mantequilla o queso crema de confección artesanal.
“Al final de la jornada me busco 80 o 100 pesos, no más”, dice Emelina, una señora que dice tener 48 años, pero aparenta casi 70. El resto de sus hijos, una hembra y tres varones, a duras penas terminaron la escuela secundaria.
Maritza, 17 años, se dedica a la prostitución. Le suele sacar la mano a los vehículos que circulan a más de 100 km por hora por la Autopista. Sin alguien se detiene deseando su cuerpo delgado y provocativas tetas, entonces hay negocio. Su tarifa es fija: 40 pesos la mamada y 80 la penetración, siempre con preservativo.
Sueña con un tipo decente que la saque de su mala vida. “Quisiera comer caliente y tener un buen marido”, confiesa Maritza. Mientras llega su príncipe, todas las noches sale a putear. Lleva las uñas largas, pintadas con la bandera de Estados Unidos. “Soy puta para no morirme de hambre”, aclara con voz tenue.
Dos de sus tres hermanos varones son "fronterizos" (retrasados), pero muy trabajadores. Suelen subir palmas de hasta 20 metros de altura para desmochar las pencas. En los caseríos de los arrabales habaneros, las hojas de las palmas son bien cotizadas.
“A veces ganan hasta 500 pesos” (20 pesos cubanos convertibles), dice la madre con orgullo. Para ellos es mucha plata. El ladrón de la familia es Pedro. Junto a un par de amigos, aprovecha las noches cerradas para robar en frigoríficos estatales.
Entran por los techos y se roban varias cajas de pollo, sacos de papa o de arroz. Lo que encuentren. Con el dinero del hurto, Pedro se compra ropa de marca y calzado Nike a la moda. Su madre desconoce sus fechorías.
“Yo quiero ser distinto al resto de mi familia, tener un auto y una casa de cemento, que cuando llueva no se moje por dentro. Que no me falte el dinero y poder ir a discotecas caras y tomar cerveza de la buena”, señala Pedro con decisión.
Por eso, cuando cae las noche sin luna en los alrededores de la Autopista Nacional, Pedro sabe que esa será una noche provechosa para intentar cambiar su suerte. Aún no ha visitado la cárcel. Pero está en camino.
Foto: Jorn Ake, Flickr
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