Yo, el Terrorista / del muchacho que me gusta jaj
2 participantes
Página 1 de 1.
Yo, el Terrorista / del muchacho que me gusta jaj
Yo, el Terrorista
25 ene
De repente me vi como el asesino ante una posible víctima: dubitante, valorando la posibilidad, sopesando pros y contras. Como un criminal inexperto que advierte su intención de cometer el acto, pero que no se atreve del todo. Quizás lo único distinto, en mi caso, era el cuerpo mismo del delito.
Yo no tenía intenciones de arrancarle la vida a nadie, o robarle su dinero o sus prendas. Yo sólo tenía en la mano un libro, un crujiente y provocativo libro cuyo precio sencillamente no podía pagar.
Pongo en perspectiva a los lectores: sentado en la segunda planta de una librería cuyo nombre, por elemental sentido común, prefiero suprimir. (No quisiera que en lo adelante, este relato me agenciara el título de huésped sospechoso en un sitio al que pretendo convertir en mi segundo hogar).
Desde mi puesto en la mesa color caoba, un brazo apoyado en la baranda, percibía con privilegio el fascinante panorama de lectores compradores, estudiantes con tareas a medio hacer, silencioso colorido de libros innumerables. Contemplaba de paso la inmensa pintura que decora el techo bien iluminado con algunos de los rostros más célebres de la literatura universal: Fitgerald, Rimbaud, Wilde.
Había llegado poco antes de las dos de la tarde. Había pedido un cappuccino, instalado la laptop -prestada por un alma caritativa y adorable- sobre la mesa vacía, y había sondeado las estanterías en Español hasta terminar en mi puesto con seis libros cuyos precios, de momento, me eran inaccesibles. A las diez y diez de la noche, yo seguía allí.
Entre cientos de lecturas que en Cuba me habían resultado utopías, y la navegación inalámbrica y gratuita que ofrece diariamente el lugar, las horas se me esfumaron sin sentirlas, y de repente me descubrí fascinado ante un libro en particular, un sobreviviente que no pude devolver a su sitio con resignación, como había hecho ya con el resto.
“Terrorista”, decía en su cubierta. El autor: John Updike. Uno de los maestros de la narrativa americana. Veintiocho dólares para llevarlo conmigo. Un trago de café gringo por mi garganta, para aliviar la tristeza.
Y de repente el cosquilleo en el estómago, el pensamiento subversivo: “Después de ocho horas aquí, ¿quién controla que yo no lo guarde junto a la laptop, que no lo saque de contrabando fuera de esta librería.?” Libro y libre, en mi idioma, se parecen demasiado. Deberían ser sinónimos. Y en mi mano, la novela de Updike sin ofrecer resistencia, sin rechistar.
Pongo en perspectiva a los lectores por segunda vez: se trata de una práctica corriente en el país de donde vengo. Es un modus vivendi. Robar para subsistir. Robar para comer, para vestir, para calzar. Robar para empastarse los dientes y para echar un carro a andar. Robar para leer, también, y para soñar con un poco de libertad.
En Cuba, según la obra humorística de Osvaldo Doimeadiós, cualquiera roba. Y sin el menor cargo de conciencia, que es lo verdaderamente cruel. Apunto la verdad: no de persona a persona: cualquiera le roba al Estado, el dueño de los periódicos, las tiendas de víveres, los parques y sus gorriones. Y las librerías. Cualquiera le roba a ese dueño omnipresente si se presenta la ocasión. Y luego uno tiene el asombroso desparpajo de ufanarse por ello: en Cuba, desvalijar al Estado es una práctica social demasiado extendida como para que algo llamado conciencia cívica detenga la mano.
¿Por qué? ¿Por qué los cubanos no respetan las normas de convivencia, por qué usurpar las arcas estatales se ha convertido en una costumbre tan típica como bailar salsa o jugar beisbol? Elemental: cuando nadie puede vivir honestamente con lo que gana por su trabajo en un mes; y cuando el causante de ese hecho – el Estado- es muy fácil de identificar porque su égida se encuentra por doquier, llevarse por las malas lo que no se consigue por las buenas es un feo pero necesario método para subsistir.
Consecuencia inmediata: el robo al Big Brother es hoy una aventura sin censura. Sin censura social, quiero decir. Que no legal.
Hay una segunda razón: cuando los ciudadanos no sienten agradecimiento por lo que les rodea, el despecho se vuelve irrespeto. Cuando un cubano debe permanecer días en una terminal de ómnibus, esperando un artefacto de misericordia que lo traslade hasta su provincia, es muy difícil que no destruya los bancos, que no se robe el jabón –si lo hubiera- de los baños, y que no perciba a esa institución como hostil, enemiga, por la cual no siente agradecimiento ninguno, y a la que le infligirá cualquier daño posible que esté a su alcance.
Eso explica el ruinoso estado de cuanta institución pública, transporte urbano, hospital mugriento o sala de video hay en mi país: roban y saquean y destruyen los empleados, roban y saquean y destruyen los clientes. Eso explica, también, el actuar de tantos pobres equivocados que llegan a los Estados Unidos pasándose de listos a usurpar al Tío Sam, y terminan tras las rejas, sufriendo lo indecible, hasta que Estela Bravo les redime con un manipulador y compasivo documental.
Y eso explica, por último, que quienes en Cuba saben que no solo de pan y remesas vive el hombre, y necesitan de los libros como oxígeno vital, no titubeen en robarse los que pueden cuando una distraída bibliotecaria o una malhumorada vendedora le dejan el margen.
Las bibliotecas domésticas más surtidas, en mi país, son hijas del robo estatal permanente. Y créanme que sé lo que digo. Que tire la primera piedra, entre bibliómanos cubanos, el que esté libre de pecado.
¿Pero qué me sucedía a mí ahora? ¿Por qué no acababa de hacer lo que el instinto me indicaba para no dejar “Terrorista” de John Updike en su estante repleto? Pues lo mismo que me hizo devolver la novela orgullosamente a su sitio. Lo mismo que me impidió transportar prácticas nocivas a la nueva sociedad que me acababa de admitir. Léanlo bien: se llama agradecimiento.
¿Agradecimiento a qué? Pues a una librería en la cual me senté ocho horas atrás, sin que nadie me pidiera identificación, preguntara ideología, o indagara sobre qué venía a hacer. Una librería donde me sonríe lo mismo quien me sirve el café, que quien sostiene una puerta a medio abrir para que yo pase. Agradecimiento por un lugar hermoso, bien iluminado, donde nadie cuestiona por mis horas sentado en un puesto, gastando apenas tres dólares, y que me ofrece internet gratis -¡Dios santo, internet gratis y libre para un blogger recién llegado de la Isla!- sin preguntarme por el uso que le voy a dar.
Y quizás más en el fondo: agradecimiento por la sociedad que, imperfecta y censurable en otros puntos, permite que lugares como este, negocios provechosos como este, proliferen para bien de sus dueños y de los ciudadanos todos.
Desde hace tres días devolví “Terrorista” al puesto donde se comercializa con total naturalidad. No es la mejor novela que leeré, creo, y sé también que pronto, muy pronto, podré pagarle a un amable empleado los veintiocho dólares que cuesta la última obra de este maestro universal.
Luego me enteraría –sudando hiel- de un dato revelador: todos los libros no pagados, al salir por la puerta, activan un mecanismo de seguridad que inunda el salón de ruidos. No recuerdo si tras saberlo miré al cielo, también en señal de agradecimiento. Debí hacerlo.
Pero en aquel segundo, mientras devolvía la novela a su espacio en la estantería, nadie habría comprendido por qué mi secreta felicidad. Nadie más que yo habría percibido la importancia de un acto como aquel, donde un joven educado en el irrespeto social acababa de descubrir el fragante sabor de la palabra civismo. De la palabra honestidad, en su vínculo institucional.
Y qué dudas cabe: sabe muy bien.
http://elpequenohermano.wordpress.com/2011/01/25/yo-el-terrorista/#more-1110
25 ene
De repente me vi como el asesino ante una posible víctima: dubitante, valorando la posibilidad, sopesando pros y contras. Como un criminal inexperto que advierte su intención de cometer el acto, pero que no se atreve del todo. Quizás lo único distinto, en mi caso, era el cuerpo mismo del delito.
Yo no tenía intenciones de arrancarle la vida a nadie, o robarle su dinero o sus prendas. Yo sólo tenía en la mano un libro, un crujiente y provocativo libro cuyo precio sencillamente no podía pagar.
Pongo en perspectiva a los lectores: sentado en la segunda planta de una librería cuyo nombre, por elemental sentido común, prefiero suprimir. (No quisiera que en lo adelante, este relato me agenciara el título de huésped sospechoso en un sitio al que pretendo convertir en mi segundo hogar).
Desde mi puesto en la mesa color caoba, un brazo apoyado en la baranda, percibía con privilegio el fascinante panorama de lectores compradores, estudiantes con tareas a medio hacer, silencioso colorido de libros innumerables. Contemplaba de paso la inmensa pintura que decora el techo bien iluminado con algunos de los rostros más célebres de la literatura universal: Fitgerald, Rimbaud, Wilde.
Había llegado poco antes de las dos de la tarde. Había pedido un cappuccino, instalado la laptop -prestada por un alma caritativa y adorable- sobre la mesa vacía, y había sondeado las estanterías en Español hasta terminar en mi puesto con seis libros cuyos precios, de momento, me eran inaccesibles. A las diez y diez de la noche, yo seguía allí.
Entre cientos de lecturas que en Cuba me habían resultado utopías, y la navegación inalámbrica y gratuita que ofrece diariamente el lugar, las horas se me esfumaron sin sentirlas, y de repente me descubrí fascinado ante un libro en particular, un sobreviviente que no pude devolver a su sitio con resignación, como había hecho ya con el resto.
“Terrorista”, decía en su cubierta. El autor: John Updike. Uno de los maestros de la narrativa americana. Veintiocho dólares para llevarlo conmigo. Un trago de café gringo por mi garganta, para aliviar la tristeza.
Y de repente el cosquilleo en el estómago, el pensamiento subversivo: “Después de ocho horas aquí, ¿quién controla que yo no lo guarde junto a la laptop, que no lo saque de contrabando fuera de esta librería.?” Libro y libre, en mi idioma, se parecen demasiado. Deberían ser sinónimos. Y en mi mano, la novela de Updike sin ofrecer resistencia, sin rechistar.
Pongo en perspectiva a los lectores por segunda vez: se trata de una práctica corriente en el país de donde vengo. Es un modus vivendi. Robar para subsistir. Robar para comer, para vestir, para calzar. Robar para empastarse los dientes y para echar un carro a andar. Robar para leer, también, y para soñar con un poco de libertad.
En Cuba, según la obra humorística de Osvaldo Doimeadiós, cualquiera roba. Y sin el menor cargo de conciencia, que es lo verdaderamente cruel. Apunto la verdad: no de persona a persona: cualquiera le roba al Estado, el dueño de los periódicos, las tiendas de víveres, los parques y sus gorriones. Y las librerías. Cualquiera le roba a ese dueño omnipresente si se presenta la ocasión. Y luego uno tiene el asombroso desparpajo de ufanarse por ello: en Cuba, desvalijar al Estado es una práctica social demasiado extendida como para que algo llamado conciencia cívica detenga la mano.
¿Por qué? ¿Por qué los cubanos no respetan las normas de convivencia, por qué usurpar las arcas estatales se ha convertido en una costumbre tan típica como bailar salsa o jugar beisbol? Elemental: cuando nadie puede vivir honestamente con lo que gana por su trabajo en un mes; y cuando el causante de ese hecho – el Estado- es muy fácil de identificar porque su égida se encuentra por doquier, llevarse por las malas lo que no se consigue por las buenas es un feo pero necesario método para subsistir.
Consecuencia inmediata: el robo al Big Brother es hoy una aventura sin censura. Sin censura social, quiero decir. Que no legal.
Hay una segunda razón: cuando los ciudadanos no sienten agradecimiento por lo que les rodea, el despecho se vuelve irrespeto. Cuando un cubano debe permanecer días en una terminal de ómnibus, esperando un artefacto de misericordia que lo traslade hasta su provincia, es muy difícil que no destruya los bancos, que no se robe el jabón –si lo hubiera- de los baños, y que no perciba a esa institución como hostil, enemiga, por la cual no siente agradecimiento ninguno, y a la que le infligirá cualquier daño posible que esté a su alcance.
Eso explica el ruinoso estado de cuanta institución pública, transporte urbano, hospital mugriento o sala de video hay en mi país: roban y saquean y destruyen los empleados, roban y saquean y destruyen los clientes. Eso explica, también, el actuar de tantos pobres equivocados que llegan a los Estados Unidos pasándose de listos a usurpar al Tío Sam, y terminan tras las rejas, sufriendo lo indecible, hasta que Estela Bravo les redime con un manipulador y compasivo documental.
Y eso explica, por último, que quienes en Cuba saben que no solo de pan y remesas vive el hombre, y necesitan de los libros como oxígeno vital, no titubeen en robarse los que pueden cuando una distraída bibliotecaria o una malhumorada vendedora le dejan el margen.
Las bibliotecas domésticas más surtidas, en mi país, son hijas del robo estatal permanente. Y créanme que sé lo que digo. Que tire la primera piedra, entre bibliómanos cubanos, el que esté libre de pecado.
¿Pero qué me sucedía a mí ahora? ¿Por qué no acababa de hacer lo que el instinto me indicaba para no dejar “Terrorista” de John Updike en su estante repleto? Pues lo mismo que me hizo devolver la novela orgullosamente a su sitio. Lo mismo que me impidió transportar prácticas nocivas a la nueva sociedad que me acababa de admitir. Léanlo bien: se llama agradecimiento.
¿Agradecimiento a qué? Pues a una librería en la cual me senté ocho horas atrás, sin que nadie me pidiera identificación, preguntara ideología, o indagara sobre qué venía a hacer. Una librería donde me sonríe lo mismo quien me sirve el café, que quien sostiene una puerta a medio abrir para que yo pase. Agradecimiento por un lugar hermoso, bien iluminado, donde nadie cuestiona por mis horas sentado en un puesto, gastando apenas tres dólares, y que me ofrece internet gratis -¡Dios santo, internet gratis y libre para un blogger recién llegado de la Isla!- sin preguntarme por el uso que le voy a dar.
Y quizás más en el fondo: agradecimiento por la sociedad que, imperfecta y censurable en otros puntos, permite que lugares como este, negocios provechosos como este, proliferen para bien de sus dueños y de los ciudadanos todos.
Desde hace tres días devolví “Terrorista” al puesto donde se comercializa con total naturalidad. No es la mejor novela que leeré, creo, y sé también que pronto, muy pronto, podré pagarle a un amable empleado los veintiocho dólares que cuesta la última obra de este maestro universal.
Luego me enteraría –sudando hiel- de un dato revelador: todos los libros no pagados, al salir por la puerta, activan un mecanismo de seguridad que inunda el salón de ruidos. No recuerdo si tras saberlo miré al cielo, también en señal de agradecimiento. Debí hacerlo.
Pero en aquel segundo, mientras devolvía la novela a su espacio en la estantería, nadie habría comprendido por qué mi secreta felicidad. Nadie más que yo habría percibido la importancia de un acto como aquel, donde un joven educado en el irrespeto social acababa de descubrir el fragante sabor de la palabra civismo. De la palabra honestidad, en su vínculo institucional.
Y qué dudas cabe: sabe muy bien.
http://elpequenohermano.wordpress.com/2011/01/25/yo-el-terrorista/#more-1110
_________________
Azali- Admin
- Cantidad de envíos : 50978
Fecha de inscripción : 27/10/2008
Re: Yo, el Terrorista / del muchacho que me gusta jaj
Siempre he creido que el problema de los robos al estado es una de los lastres sociales que mas problemas va a traer al momento de la reconstruccion del pais, todos roban o compran cosas robadas, como tod es delito, se pierde el sentido del delinquir y todos hacen de todo, el civismo y la honestidad se han ido al carajo, yo recuerdo estudiantes brillantes, que amaban sus carreras y pasaban las de cain, tambien recuerdo socios que dejaron de ejercer para trabajar en almacenes, turismo o inclusive como "cuadros dirigentes" que es donde esta la plata butin, by the way, nuca fui santo y tambien deje de ejercer pa irme pal turismo unos cuantos añitos hasta que salimos a "pescar" y nos extraviamos en alta mar.
A proposito de los robos, ayer precisamente estaba hablando con el dueño de un restaurancito y me dijo que nunca ha tenido un empleado cubano recien llegado, porque sabe que le va a robar los cubiertos, un salero, una azucarera, el ketchup, el tabasco, el aceite y parte de la comida, lo mas jodio es que el gallo es mexicano y nuca ha estado en CUba.
Gusanamente feliz, Luis
A proposito de los robos, ayer precisamente estaba hablando con el dueño de un restaurancito y me dijo que nunca ha tenido un empleado cubano recien llegado, porque sabe que le va a robar los cubiertos, un salero, una azucarera, el ketchup, el tabasco, el aceite y parte de la comida, lo mas jodio es que el gallo es mexicano y nuca ha estado en CUba.
Gusanamente feliz, Luis
llabrada- Cantidad de envíos : 598
Fecha de inscripción : 28/11/2009
Re: Yo, el Terrorista / del muchacho que me gusta jaj
Eso es lo que podemos llamar un mal del comunismo...el problema que los de "arriba" roban a manos llenas y ni "salpican" , asi que la gente se las agencia por si mismos.
_________________
Azali- Admin
- Cantidad de envíos : 50978
Fecha de inscripción : 27/10/2008
Temas similares
» Cuba Todavía Duele / repito, este muchacho me gusta
» América y los Traidores / me encanta este muchacho
» Muchacho de Idaho ha sido diagnosticado con la plaga, revelan funcionarios de salud
» El ocaso de la CTC
» CUBANO GOLPEADO POR POLICIAS Agosto 2008, si este muchacho fuera español o norteamericano, hubieramos visto a los chivatientes condenando el hecho..
» América y los Traidores / me encanta este muchacho
» Muchacho de Idaho ha sido diagnosticado con la plaga, revelan funcionarios de salud
» El ocaso de la CTC
» CUBANO GOLPEADO POR POLICIAS Agosto 2008, si este muchacho fuera español o norteamericano, hubieramos visto a los chivatientes condenando el hecho..
Página 1 de 1.
Permisos de este foro:
No puedes responder a temas en este foro.